jueves, 24 de diciembre de 2015

Las películas de nuestra vida

Una película, por la fuerza de la imagen y del sonido, suele resultar más impactante emocionalmente que un libro. De ahí que entre los cientos de películas que vi durante mi infancia y adolescencia, al igual que le sucede a mis compañeros de instituto, algunas guardan una especial y preeminente posición en nuestra memoria, independientemente de su calidad cinematográfica.
     Cuando Los Diez Mandamientos, película dirigida por De Mille en 1956, se estrenó en España el 21 de diciembre de 1959, yo tenía ocho años y me dejó tal huella que ha condicionado mi estética bíblica de por vida. He visto películas basadas en el relato bíblico del Éxodo, pero ninguna me ha entusiasmado. Mi “Moisés” sigue teniendo el rostro de Heston, lo mismo que Ramsés, el de Brynner, o Birthia, el de Nina Foch, la hija del Faraón que recoge a Moisés del Nilo, y el perverso Datán siempre es como Edward G. Robinson.
Hay multitud de teorías sobre lo que realmente pudo ser el paso del mar Rojo, o las plagas de Egipto, pero la genialidad de las imágenes de De Mille permanecen imborrables. A la conmoción de la película hay que añadir, como reconocía Julián López Gorbe, que fue una época en la que se estilaban los álbumes de cromos, y completar la colección de la película nos llevó muchos meses, entusiasmo y los pocos reales o céntimos que podíamos conseguir, porque todavía podíamos comprar cosas con menos de una peseta.
     La Biblia fue fuente de inspiración para muchos cineastas. Otra película que conmocionó al público y a Bernardo Gavilá, por ser su primera película, fue la Túnica Sagrada, película de 1953 dirigida por H. Koster, una de las películas más taquilleras de los cincuenta, la primera en cinemascope. A mi me marcó Quo vadis? La novela de Henryk Sienkiewicz vale la pena leerla, pero la película de Mervin Leroy de 1951 no me canso de verla. Marco Vinicio, el guapísimo Robert Taylor, es mi arquetipo de romano y San Pedro, pese a toda la preciosa tradición iconográfica cristiana de grandes pintores, para mí sigue teniendo el rostro de Finlay Currie, y san Pablo, el de Abraham Sofaer. Ahora, como arquetipo de héroe creyente..., el príncipe Judá Ben-Hur, Charlton Heston lo borda. Recomiendo especialmente la lectura de la novela de Lewis Vallace, Ben-Hur, pero la película de 1959 dirigida por William Wyler es sencillamente extraodinaria, no es, pues, de extrañar que resultase ser la más oscarizada de la historia del cine, máxime cuando el Óscar significaba algo.
     Lo que el viento se llevó es otra de esas películas que impactaron en mis infantiles ojos. Irrepetible la Scarlet de Vivian Leigth, pero es que el Red Bullter de Clark Gable es inolvidable. Recuerdo algunas del Oeste, como Raíces profundas -yo debía ser casi tan pequeña como el niño Joey Starrett (Brandon de Wilde)- Flecha Rota, Fort Apache, La legión invencible y Centauros del desierto, pero creo que me dejó sobrecogida Duelo al Sol, de 1953, el único papel de malo de mi querido Gregory Peck, que luego me resarciría con el papel del capitán James Mckay en Horizontes de grandeza, película de 1958 dirigida por William Wyler. Sin embargo, por encima de estas grandes películas ni qué decir tiene que disfrutábamos con las menos buenas con indios, el 7º de caballería y sus chaquetas azules, vaqueros... ¡De verdad que nos proporcionaron muchas tardes de regocijo! Recuerdo la saga de películas basadas en las novelas de Karl May en la que los héroes eran un apache mescalero llamado Winnetou y, sobre todo, los guapísimos Lex Baker y Steward Granger. José Antonio Sánchez exhuma del baúl de los recuerdos a su héroe: Kit Carson, el mítico explorador y agente indígena sobre el que se vertieron muchas películas. 
     En la infancia diría que eran conocidos tres directores, por supuesto Walt Disney cuya película Fantasía (1940) me resultó tan especial que nunca se desdibujó en mí aquel film en el que Disney movía a sus personajes al compás de los clásicos. Mickey Mouse siguiendo el ritmo frenético de El aprendiz de brujo de Dukas o las hipopótamas bailando La danza de las horas de Poncielli son de antología. Conocimos a Alfred Hictchcok, Recuerda (1945) y La Ventana Indiscreta (1954) se grabaron en mis recuerdos. También alternamos tempranamente con otro gran director, Orson Welles, en La guerra de los mundos de 1938, que marcó huella. En 1954, Godzilla, película japonesa, que rememora Toni Gresa, o aquella extrañísima La Mujer y el monstruo (1954), dirigida por Jack Arnold, iniciaban la serie de películas de monstruos y de terror. Y para terror, el inolvidable miedo que pasé, mejor dicho que pasamos las niñas de entonces, como confesábamos hace poco Elvira Salinas y yo, con El Cebo, dirigida por Ladislao Wajda en 1959, sobre un
asesino en serie de niñas, Schrot, interpretado por Gert Fröbe, de modo que cada vez que he visto a este actor alemán me he acordado de aquel papel. El gran carnaval dirigida por Billy Wilder en 1951 no era de terror, pero me impactó casi terroríficamente la banalización del mal tal como allí se expone. En el otro extremo brota de mi memoria el disfrute con Siete novias para siete hermanos de Stanley Donen (1955), o con alguno de los melodramas como Imitación a la vida de D. Sirk en 1959.
   Pese a la invasión de películas norteamericanas también hubo sitio para el cine español. En la memoria colectiva el premio se lo lleva Pablito Calvo en Marcelino, pan y vino, película de 1955 dirigida por Ladislao Vajda. El alacrán, los monjes, el trozo de pan que le ofrece
Marcelino a Cristo, y este acepta, y la escena del niño en sus brazos son inolvidables. Como fenómeno de películas populares que, si bien no nos marcaron significativamente, al menos a mí, sí es cierto que nos gustaron mucho, fueron las películas de Joselito, sobre todo la trilogía del ruiseñor dirigida por Antonio del Amo: El pequeño ruiseñor (1956), La saeta del ruiseñor (1957) y El ruiseñor de las cumbres (1958). Marisol tenía su propio encanto y nos hicimos sus amigos desde la primera: Un rayo de luz, de Luis Lucía, en 1960. Sí me resultó inolvidable aquel pedazo de “El relicario” cantado por nuestra Sara en la película El último Cuplé (1957), de Juan de Orduña. No obstante, hubo algunas de gran calidad que se nos quedaron impresas en la memoria, como la entrañable película, rememorada por José Antonio Sánchez, El maestro, coproducción hispanoitaliana de 1957 dirigida por Aldo Fabrizi y E. Brochero. De 1960 es El cochecito, de Marco Ferreri, interpretado por el inolvidable Pepe Isbert, que tanto le gustó a Salvador Albertos.

     La década de los sesenta se inauguró con una pléyade de grandes superproducciones, películas realmente magníficas, que son objeto de otro escrito, pero las películas de nuestra vida se sitúan en las décadas anteriores, casi cuando comenzábamos a vivir, cuando se configuraba nuestro universo personal. La magia de una película vista en aquellos grandes cines no es la misma que si la vemos en la TV o en los minicines. Cierto que podemos verlas cuanto queramos y escuchar sus bellísimas bandas sonoras, pero la magia de aquel primer momento sólo pervive en la belleza de nuestro recuerdo.

viernes, 18 de diciembre de 2015

… al llegar la dulce Navidad


Los partocillos más lindos de mi belén
     Al llegar la dulce Navidad mi padre venía a casa de vacaciones, mi abuela me llevaba con ella al horno a preparar los dulces navideños, mi madre preparaba austeras pero exquisitas comidas, en los cines se celebraban matinales, los Reyes Magos eran esperados, el pueblo olía a dulce... pero, sobre todo, recuerdo que todo el trajín de aquellos días se orientaba al primer día de las fiestas, el día de Nochebuena. Al llegar diciembre todo comenzaba a volverse dulce y los niños vivíamos una expectación creciente.
Ferrandiz, postal navideña
     Los últimos días de escuela, antes de las vacaciones, se preparaba el tradicional belén viviente. Bueno, en realidad no sé si se celebró desde siempre, lo cierto es que yo recuerdo especialmente el de uno de los dos últimos cursos en la escuela, antes de ingresar en el instituto, debían ser las Navidades de 1958 o 1959. Aprendíamos villancicos que cantábamos ante el portal de Belén, que nuestras queridas maestras escenificaban como podían, y nuestras madres nos disfrazaban con el ingenio de quien tiene pocos recursos, pero salíamos de pastores. Mucho esfuerzo e imaginación para tan pocos recursos en aquellos años cincuenta. Recuerdo especialmente aquel año porque mi madre me vistió de pastora con el refajo que había llevado en la Fiesta de la Vendimia.
Mi abuela Emilia Ibáñez Ochando
   Para dulces, dulces... las empanadillas de boniato: ¡uno de los sabores que más echo de menos! Por aquel entonces la panadería industrial no existía, por lo menos en Requena, todo era casero. Una de las actividades que más nos hacía disfrutar a mi primo Tonín y a mí era acompañar a nuestra abuela Emilia al horno de Benito a hacer las pastas. Mis abuelos habían tenido horno y molino, con lo cual mi abuela era toda una experta en mantecados, rollitos de anís, magdalenas, almendrados, tortas de chichorritas, galletas estriadas y unos bollitos especiales, parecidos al panquemado, su especialidad. Resultaba fascinante ver cómo de aquella mezcla de agua, harina, anís y no sé qué más, las hábiles manos de la abuela hacían diversos tipos de masa a la que luego les daba diferentes formas, para después bajárselos a Benito el hornero para que los hornease. A los niños, bueno, al menos a mi primo y a mí, lo que nos gustaba era comer masa cruda con sabor a anís, que estaba muy rica, aunque nuestra querida abuela nos diese algún que otro pescozón. El día de antes habíamos contemplado –y metido la cuchara de vez en cuando– la elaboración de la exquisita mezcla que servía de relleno a las empanadillas, el dulce de boniato. Eso sí que se hacía a fuego lento, el de la estufa de leña que iba transformando el boniato, el azúcar y la canela en una masa compacta y sabrosísima a lo largo de toda una tarde. El aroma que se extendía por la casa era de ensueño.

Empanadillas de boniato, típicas de Navidad.
     Aquellos días casi todas las familias hacían lo mismo en los diversos hornos. Hay que decir que el horno habitual de mis abuelos, el de Benito, estaba en la calle las Monjas (actual Norberto Piñango), en la cual había dos hornos más, el de Florentino, hermano de Benito, estaba justamente al lado y, más abajo, el de la Tomaseta. Por aquel entonces los hornos eran de leña y se alimentaban con garbas de ramas de oloroso pino procedentes de los montes, con lo cual, el pan, los dulces o lo que se cociera allí tenía un valor añadido, realmente inimitable en los actuales hornos, y en aquellos días mezclado con el olor de los dulces convertían aquella calle en una verdadera delicia. Además, eran unos dulces que solo se hacían en aquellas fechas, con lo cual los añorabas el resto del año y cuando llegaba su hora lo paladeabas con el sabor que no tiene lo que ahora conseguimos con facilidad en cualquier día y hora.
Los Reyes Magos, viejas figuritas de barro de los '50
     El belén, montar el belén era todo un ritual. Mi primo Tonín comenzaba para la Inmaculada, él era muy manitas y montaba un nacimiento grande y bonito, yo algo más tarde, cuando el taller de costura de mi madre se despejaba un poco. Las figuritas eran todas de barro, habitualmente las comprábamos en casa de Pepe Corell, un señor ataviado siempre con una de las tradicionales camisas ablusonadas de color oscuro y gorra en una tiendecita minúscula que había en la calle del Peso, entre la mercería de la Valeriana y los ultramarinos de Ramón Martínez. Todavía conservo algunas figuritas de aquella época, medio rotas, pero que me resisto a tirar: algún pastor, una lavandera y, sobre todo, los Reyes Magos, tosquísimos, pero... ¡¡¡entrañablemente maravillosos!!! Las casitas las hacíamos a mano, con corcho y cáscaras de huevo a modo de tejado. Para las montañas siempre había cepas que se adaptaban bien a hacer de montañas y serrín para formar el suelo, el papel de plata de las chocolatinas nos servía para construir el río y un poquito de harina para dar el toque de una nevada. No faltaba el precioso y brillante musgo, que entonces no estaba protegido, y los teníamos en los tejados de las casas y, si no, por la fuente Bernate y la fuente de las Pilas, de las cuales regresábamos ateridos, rozando la congelación pero rebosantes de musgo, y nos calentábamos en la lumbre que todavía mantenían mis abuelos en la planta baja. Entonces no se estilaba el árbol, ni teníamos bolitas de colores, ni espumillón, por lo menos en nuestras casas. A decir verdad, tampoco nos hizo falta para disfrutar a tope de los días navideños.
La Requenense, mi padre y yo.
     Casi vísperas de Nochebuena llegaba mi padre a pasar las vacaciones anuales, venía en la Requenense, que tenía su parada en la Avenida, junto al bar Rioma. Posiblemente tuviese anunciada su llegada, pero lo cierto es que mi primo y yo nos íbamos a esperar el autobús con varias horas de antelación. Recorríamos aquella avenida, desde la parada oficial del autobús hasta la esquina de la avenida Lamo de Espinosa, multitud de veces, nos congelábamos, entrábamos en las oficinas y sala de estar de los viajeros, nos calentábamos y volvíamos a salir a jugar. Así hasta que llegaba la Requenense. ¡Qué júbilo ver doblar aquel autobús que parecía una linda cebra, blanco con rayas negras, doblar la esquina de la gran Avenida y acercarse lentamente, hasta que se paraba y mi padre bajaba! ¡Qué brazos tan fuertes y seguros los de mi padre! ¡Qué aroma inolvidable el de su pañuelo, aquella mezcla de tabaco y colonia Varón Dandy, cuando limpiaba mi nariz, casi siempre necesitada de que la limpiaran!
El Niño Jesús
     El día de Nochebuena por la mañana la calle Olivas, la calle las Monjas, la calle el Peso y el Portalejo eran un trasiego de mujeres con sus cestos y de niños correteando. Todo el mundo se felicitaba y supongo que se pararían a hablar de la familia que venía. La tarde la recuerdo jugando cerca de alguna estufa o la lumbre de los abuelos y esperando a que nos llegase el olorcillo de la carne guisada para esa noche. Al lado de las de ahora eran unas cenas muy sencillas, casi austeras, pero ¡qué felices nos hacían! Y tras el champán y los dulces, a esperar la hora de la misa de medianoche. ¡Qué frío hacía! Pero allí estábamos, casi siempre en aquellos años íbamos al convento claretiano del Corazón de María, estaba cerca de casa y era el lugar habitual de mi abuela de ir a misa. A los niños se nos enseñó a estar calladitos y respetuosos en misa, allí no se jugaba ni se hablaba, y luego venía el besar al Niño. El día de Navidad mis abuelos nos daban el aguinaldo, un duro de verdad, porque había muchos de chocolate. ¡Toda una fortuna!
Típica carta para los RRMM
     La carta a los Reyes Magos la escribía escrupulosamente. La noche de antes, en el balcón de casa, les poníamos una cesta con paja para los camellos. No me acuerdo qué les pedía, pero sí sé que rara vez traían lo que les pedíamos. Ahora me cuestiono si realmente nuestros padres se enteraban de la carta a los Reyes Magos, porque copia no hacíamos y luego, tras escribirlas, las echábamos al buzón. Hace poco, hablando con Bernardo Gavilá de nuestra infancia, exhumaba de esa maravillosa caja que es nuestra memoria, al Rey Mago de cartón que había en la puerta de la tienda de la Valeriana y que tenía en sus manos el buzón donde echábamos nuestras cartas. Lo más probable es que nuestros padres ni se acordasen de lo que pedíamos, de todos modos, eran tiempos de austeridad, las muñecas, un lujo, y la bicicleta, un imposible, en alguna ocasión me trajeron una muñeca de cartón, claro que no podía lavarla mucho porque se rompía. Más adelante llegaron las de plástico, aunque siempre pequeñitas, ciertamente más manejables. Y, sobre todo, cosas prácticas, estuches de lápices, carteras para el colegio, cuentos, caramelos... creo que no respondía a nuestras expectativas, pero tampoco nos duraba mucho, porque mis primos y yo disfrutábamos con lo que nos traían.
Cartel de la película
     Los festivos por la mañana sucedía algo extraordinario, teníamos matinal de cine y el programa contemplaba las películas cómicas de Charlot, las del Gordo y el Flaco, las de Jaimito y los dibujos animados de Tom y Jerry , el Pato Donald, Trotacaminos..., pero sobre todo las clásicas de Walt Disney, como Blanca Nieves, Fantasía y Bambi o, ya más mayorcitos, con 101 dálmatas. Fundamentalmente vienen a mi recuerdo las matinales en el Cinema y en el Teatro Principal, pero según me recuerdan otros amigos también las había en el convento del Corazón de María.

     Sinceramente, pienso que durante la mayor parte de mis más de seis décadas de vida, la Navidad ha estado asociada a esa dulce espera y, siempre, algo se me ha escabullido entre los dedos como el humo y dejado una cierta frustración. Solamente ya de bastante mayor, cuando comencé a llenar mi brecha existencial del auténtico sentido de la Navidad, mi corazón comenzó a latir, lleno de dulce y gozosa esperanza, como entonces.

lunes, 14 de diciembre de 2015

Tardes de cine.



Cinema Astoria, o Cinema Armero
Hubo un tiempo en mi vida en el que no podía concebir el mundo sin cine. Fueron los años de la infancia y adolescencia en Requena. Desde que tengo memoria recuerdo haber ido al cine, no sé cuando fue la primera vez, deduzco que mis padres me llevaron con ellos desde bien pequeña. En la Requena de los cincuenta existían dos salas de cines: el Cinema Armero, inaugurado en 1934, y el Teatro Principal, este era el antiguo Teatro Circo que fue comprado por la familia de los Lorente, reformado e inaugurado como lo conocemos en 1946, me explica Teresa Ramos, buena conocedora del Principal. También había otras instituciones donde podíamos ver cine. Recuerdo especialmente el convento del Corazón de María, de los padre Claretianos, donde vimos por primera vez Marcelino Pan y Vino, como evoca Julián López Gorbe, y otras películas habituales entonces para niños, como las de Charlot (Charlie Chaplin) y las del Gordo y el Flaco (Laurel y Hardy), además de las producciones dom Bosco. El otro centro donde nos proyectaban películas de ese tipo estaba en las “escuelas nuevas”, así llamábamos al grupo escolar “Alfonso X, el Sabio”. En 1964 se añadió otro cine, el Avenida, pero ya era otra época, para esa fecha nuestro ritual cinematográfico estaba establecido en los sábados al Cinema y los domingos al Principal. Aún así, fui mucho a ese cine. En realidad creo que, de niños o de adolescentes, fuimos a cuantas películas echaron en nuestros cines. Algunos amigos me hablan de los teatros Romea y Cortés, pero yo no tengo referencia personal de ellos.

Teatro Principal
     El sábado por la tarde asistíamos al estreno correspondiente en el Cinema Armero, en la calle del Carmen, y el domingo por la tarde lo hacíamos en el Teatro Principal, en la calle Tres Cruces. El ritual de las tardes de cine se iniciaba posiblemente un rato después de comer, nos “arreglábamos” y salíamos a pasear hasta la hora de ir al cine, ya con las entradas en el bolsillo. Y la tan anhelada hora llegaba. Una vez entrábamos, buscábamos nuestras butacas y dejábamos el abrigo o la chaqueta o cualquier trasto que llevásemos, luego deambulábamos un poco saludando a los amigos... hasta que... ring, ring, el primero aviso de que la sesión iba a comenzar, entonces nos apresurábamos a volver a nuestro sitio a esperar el “No-Do” y los tráilers o avances de películas. No todas las personas eran puntuales y algunas llegaban cuando ya estábamos sentados, nos hacía muy poca gracia que no nos dejaran ver las imágenes aunque fuese por una fracción de segundo.

Interior del Teatro Principal
     Finalizado el último de los tráilers venía el descanso, un lapso de tiempo de unos 15 minutos antes del inicio de la película. En este tiempo se desarrollaba una actividad frenética a por suministros para tomar posteriormente mientras veíamos la película. Parecía que estábamos muertos de sed o de hambre, porque salíamos disparados al bar del cine a comprar gaseosas, caramelos, chicles, chupa-chups, pasteles, cacahuetes y pipas, chucherías en general. O los fumadores se lanzaban enfebrecidos a fumarse el cigarrillo con lo que el pequeño local que hacía de bar en el Cinema tenía un ambiente irrespirable que, a decir verdad, entonces nos preocupaba poco. Incluso en el amplio y hermoso entresuelo del Principal, el ambiente estaba cargadito. En muchas ocasiones salíamos fuera del edificio a comprar nuestras chuches en alguna tienda cercana. Cerca del Cinema, en la Plaza de España, estaban las pastelerías de Gorbe y Redolar, además del kiosco en el centro de la plaza. Desde el Principal, la tienda más cercana era la de María, “la Punta”, en la esquina de la plaza de Janini y la calle las Monjas, actual Norberto Piñango. Toni Gresa me relata como se acercaba corriendo hasta el bar Deportivo, unos metros más abajo, a ver cómo iban los partidos y a comprar cacao americano a la tía Carmen, “la Vasa”, y dulces en la zuclería de Royo, en la calle Poeta Herrero.

Interior del Cinema
     Otro ring, ring, que en el Cinema iba acompañado de luces de colores intermitentes que enmarcaban el escenario, nos avisaba del comienzo de la película. Volvíamos a nuestros asientos y entonces se abría como un espacio mágico, se descorrían el telón y sobre la blanca pantalla se proyectaban los faros de la Twenty, o el león de la Metro, o el monte con estrellas de la Paramount, la dama con la antorcha de la Columbia, el planeta de la Universal Pictures o la Warner Bross, los nombres de las productoras con la que se iniciaba el film y que automáticamente nos transportaban a otros tiempos y lugares, a vivir unas aventuras apasionadas y apasionantes. Cuando el “The End” aparecía en pantalla, creo que nadie tenía ganas de levantarse de la butaca, iniciábamos nuestra salida bastante lentamente. Lógicamente no se sale de una aglomeración corriendo, pero tampoco teníamos como mucha prisa. Normalmente teníamos tan buen sabor de boca con lo que habíamos visto, más que sabor de boca era un placer anímico, que nos dejaba como somnolientos durante un rato. Tras salir del cine todavía había tiempo para dar una vueltecita por la Avenida.

     ¿Cómo olvidar aquel impacto si todavía alienta en mí la belleza de las imágenes, las casi extraordinarias bandas sonoras, los rostros de los actores, la historia narrada, todo bajo la batuta de algún genial director? Claro que entonces no sabíamos nada de eso, en realidad sólo éramos conscientes de “que nos había gustado la peli”. No era necesario que fueran obras maestras, a fuer de ser sincera, en aquella etapa de nuestra vida nos gustaban todas. Cierto que no todas las películas fueron obras maestras, pero sí hubo muchas buenas, otras más flojas y otras menos buenas, pero, a decir verdad, todas nos gustaban.

     Las entradas habitualmente se sacaban con antelación porque cada familia estaba “abonada” a un cine u otro, es decir, tenían comprometida la compra semanalmente de un número determinado de entradas y la taquillera se las guardaba hasta una hora prudencial. De ahí que tuviésemos que ir a recogerlas por la mañana, tal vez el día de antes. Recuerdo que mis padres estaban abonados al Cinema, tenían la fila 23 números 9 y 11. Los pequeños y jóvenes procurábamos adquirir las entradas con antelación, no obstante, siempre podías sacarlas un rato antes de la hora de inicio de la película, claro que te arriesgabas a que te tocasen las primeras filas, lo que no resultaba nada cómodo. Las taquilleras de los cines perviven en nuestra memoria. Eran dos señoras del pueblo, la del Cinema se llamaba Juliana, vivía en la calle Verdú Diana, tal vez era un poco susceptible y quisquillosa, pero hacía bien su trabajo. La del teatro Principal era Luisa, siempre estaba perfectamente arreglada, era simpática y acogedora, nos facilitaba las entradas en su casa de la calle las Monjas, durante mucho tiempo conocida como la calle donde ponen los “cartelillos del Principal”. Allí también tenía la zapatería su marido Paco Ramos, que era el proyector de las películas. Era un matrimonio muy agradable, muy cinéfilo, y se les recuerda con cariño. Su sobrina y ahijada, Teresa Ramos, era compañera del Instituto y se vio todas las películas que se proyectaron en aquel cine. Como mi primo Tonín, amigo de Luisa y Paco, que no se perdió una.

Lámpara del interior del Teatro Principal
  Las proyecciones cinematográficas no se limitaban a los estrenos del fin de semana, también entre semana teníamos lo que se denominaba “sesión continua”, la proyección de dos películas seguidas, en sesión de tarde y de noche. Podías entrar a cualquier hora y quedarte a la siguiente sesión. Me parece que en verano no había tantos estrenos porque los sábados y domingos también había sesión continua, pero no por ser verano disminuía la afición, al menos yo me metía en el cine a la primera sesión, veía las dos película y luego me quedaba y “guardaba sitio” para mi madre y mi hermano, que venían más tarde, me traían el bocadillo de la cena y yo volvía a ver las dos películas. Entre semana, excepto el lunes, que me parecía un día terrible precisamente porque no había cine, se abrían ambos cines, pero en días diferentes. En Navidad había sesión matinal los días festivos. ¡Días maravillosos aquellos de todo el día en el cine! Fue el tiempo de empaparnos de las películas de Walt Disney.


     No puedo dejar de ver aquel maravilloso tiempo con ojos de cinéfila, cierto que antes de los dieciocho años había visto la mayoría de las grandes películas de la historia del cine, si bien ahora no voy a hablar de ello. Sin embargo, no puedo terminar sin reconocer que aquellas tardes de cine contribuyeron a formarnos en una cultura cinematográfica, entonces poco valorada, porque cuando posteriormente, ya en la universidad, comencé a oír hablar de géneros cinematográficos y de directores, entonces me di cuenta de que en realidad se trataba de viejos conocidos míos, porque todos aquellos señores como Capra, Curtiz, Cukor, DeMille, Fleming, Ford, Hawks, Hathaway, Kramer, Kazan, Kubrick, Lang, Lean, Lubitsch, Mamoulian, Mankiewicz, von Stemberg, Minnelli, Preminger, Ophüls, Ray, Rossen, Vidor, Walsh, Welles, Wilder, Wyler y también algunos españoles, como Florián Rey, Juan de Orduña y Benito Perojo, me habían acompañado ininterrumpidamente desde la infancia. 

sábado, 14 de noviembre de 2015

El Instituto Nacional de Enseñanza Media. Mi querido profesor...




 INEM, R. Bernabéu. Hª de Requena
Una tarde de septiembre de 1961, con mis 10 añitos cumplidos, cruzaba yo el umbral del Instituto, un vetusto edificio junto a la iglesia del Carmen y del que no tenía ni idea de lo que era ni para lo que servía, solo que en vez de ir a la escuela iba a ir allí.

Unos meses antes, alguien me dijo: “Cuando termines la clase con doña Emilia baja a la de don Rafael”. Había que prepararse para una cosa que se llamaba “Ingreso” en la que me iban a pedir saber dividir por no sé cuantas cifras y escribir correctamente, sin faltas de ortografía. Andaba yo por la enseñanza primaria elemental y mi madre, que tenía claro que yo tenía que seguir estudiando, me mandaba a que me preparasen para ese ingreso. Efectivamente, estábamos en la escuela Alfonso X el Sabio, las chicas arriba y los chicos abajo, y cuando terminó mi horario bajé a la clase de don Rafael Bernabéu, que era de chicos, allí me puso una división que tenía demasiados números para mí. No recuerdo qué tiempo estuve con don Rafael, pero supongo que aquellas divisiones de tantos números dejaron de ser problemas, porque aunque no recuerdo ni cuándo ni cómo me examiné, sí que aprobé el “Ingreso” y comencé a ir al Instituto.

Portada del INEM, R. Bernabéu. Hª de Requena
No recuerdo que ir al Instituto me costase ningún trauma. Ya de mayor he oído tantas tonterías sobre la educación que me pregunto si es que los niños de entonces éramos algo así como extraterrestres. Efectivamente yo venía de una escuela pública de primaria –de la que ya hablaré– en la que había tenido la misma maestra durante dos años y habíamos utilizado la Enciclopedia Álvarez, de primer y segundo grado, y me habían tratado muy familiarmente y, de golpe, pasé a tener un montón de asignaturas a la semana con diversos profesores, cada día podíamos tener cuatro diferentes y nos trataban de usted, pero no recuerdo que nadie se traumatizase por ello. Es más, las fotos de aquella época me siguen hablando de niños alegres y divertidos. A fin de cuentas, al principio, solo se trataba de ir a una clase diferente a la de la escuela.

En el Instituto viejo, con don Cándido
La verdad es que, sobre todo en los cuatro años del bachiller elemental, mi tiempo de estudio transcurrió en paralelo a las “tardes de cine”, a las lecturas en la Biblioteca, a las excursiones al campo y a mi propio mundo de sueños. Ir al Instituto era tan divertido como lo demás, simplemente me gustaba ir. Otra cosa es el nivel de atención que prestaba a las clases o mi rendimiento escolar. Sinceramente, los primeros cursos fueron más bien regular, pero los aprobé. No obstante, tengo dos recuerdos que entran en la categoría de “lo terrorífico”: el momento de entregarle a mi madre el boletín trimestral de notas y la salida del cine el domingo por la tarde, cuando, tras el the end correspondiente, me acordaba de las tareas que tenía pendientes. No era siempre, pero sí con frecuencia, sobre todo de asignaturas que no me gustaban. Las que me encantaban no había problema. Tampoco debía ser un caso aislado, pues éramos un buen grupo los alumnos que por las tardes, al salir del Instituto, íbamos a “clases de repaso”.

¡Ay, aquellas clases de repaso! ¡Pero qué bien lo pasábamos! Recuerdo a muchos de los profesores “de repaso” que tuve, admito que nos ayudaron. No puedo precisar si es que era un zoquete o simplemente me distraía en algunas clases, sobre todo en las de matemáticas, lo cierto es que casi todo el bachiller elemental asistí a esas clases. Unas veces eran maestros profesionales que por la tarde nos instruían, recuerdo al entrañable don Sebastián Reverte, allí en una escuela, frente al comienzo de la cuesta de las Carnicerías, y sus famosos “chavos”, una retahíla de operaciones matemáticas que, sinceramente, pienso que me facilitaron agilidad mental en el cálculo matemático. En segundo y tercero no recuerdo con quien íbamos, pero me parece que era en un local cerca del Cinema. En cuarto fuimos con Luis García, pienso que fue un buen apoyo para preparar la reválida. Otros no eran maestros, pero debían haber estudiado alguna carrera de ciencias porque eran buenos, como don Paco Masiá o don Vicente Cuevas. Pero esas clases de repaso, además de la clase en sí, era el momento en el cual muchos compañeros nos juntábamos, hablábamos, jugábamos...


Mª Ángeles Sanjuan y Marceliano Pérez
En cuanto a la enseñanza académica no puedo recordar todo el plan de estudios, ni a todo el profesorado, sólo a algunos. En primer curso tuvimos geografía española y me parece que la profesora se llamaba doña Avelina, una señora ya mayor. Supongo que tendríamos lengua española con don Cándido Pérez Gasión, el buenazo de don Cándido que si mal no recuerdo era jefe de estudios o nuestro delegado. ¡Cuanto nos reñiría! Sobre todo a los chicos, las niñas éramos menos problemáticas. Su mujer, doña Anita, impartía matemáticas. En segundo curso tuvimos una profesora excepcional, doña Mª Ángeles Sanjuán Fernández de Castro, catedrática de Geografía e Historia. ¡¡Exquisita!!, de trato afable y clases magistrales. De ella me vino mi vocación por la Historia. En aquel segundo curso impartió la asignatura de geografía universal. La tuvimos de profesora, además, en historia universal de 4º curso, en historia del arte de 6º y en historia contemporánea de España en preuniversitario. ¡La adoraba!


Mis compañeros en el bachiller elemental
En tercer curso tuvimos dos profesores muy buenos, doña Monserrat Catalá Aral, catedrática de Ciencias Naturales, con ella no solo tuvimos que salir a buscar hojas por los campos y jardines para aprender botánica, sino que traía merluzas, mejillones, ojos de buey, riñones de cerdo, etc., para aprender zoología y esa cosas, además de la colección de minerales del propio Instituto. Muchos sábados nos llevaba de excursión para conocer los terrenos in situ, en una ocasión llegamos a la fuente de la Peseta. En este tercer curso llegó alguien que contribuiría a escorar mi vocación hacia la historia, don Juan Giner Giner, catedrático de Latín, procedente de Alicante, alto, guapo y simpático como un actor de cine, que no solo nos enseñó a declinar, a conjugar los verbos y a memorizar las preposiciones, sino que nos hablaría de la historia y la literatura de Grecia y Roma. ¡Fabuloso! ¡Aquel rapto de las sabinas! ¡Aquel Eneas llevando sobre sus espaldas a su padre Anquises tras la caída de Troya hasta el Latio! ¡Qué maravilla de profesor! Lo malo de aquel curso fue que entre los romanos y la películas de los Tres Mosqueteros –versión francesa de 1961– que estrenaron en el Cinema, yo me pasé el invierno espada en mano, intercambiando finta y contra finta con cuanto compañero compartía el entusiasmo mosquetero y, aunque iba a clase de repaso, lo cierto es que me quedaron pendientes las matemáticas. En verano estuve con mi padre de vacaciones en Pinoso, un pueblecito de la provincia de Alicante, donde él estaba trabajando y donde lo pasé estupendamente. Cuando volví, la fecha del examen de recuperación se aproximaba a pasos agigantados, menos mal que mi tía Trinidad Reales me cogió de su mano y comenzó a explicarme las matemáticas y, aun así, las tardes me las pasaba en la Biblioteca empapándome de Grecia y Roma en el viejo y sabio Espasa, que entonces era una fuente de información de primera.

En la cabalgata de la Fiesta, septiembre de 1964
En cuarto curso volvimos a gozar de la clases de historia con doña Mª Ángeles, también tuvimos literatura con don Ernesto Verez Docón y latín con no me acuerdo del nombre, aquel año aprendí muy poco latín. El francés supongo que lo estudiábamos en todos los cursos y de profesor estaba don Juan Grandía Castellá, no es que fuese el profesor más carismático del Instituto, era muy severo, pero lo fundamental de mi francés lo aprendí de él. En física y química tuvimos a don Fernando Piñango, bueno y simpático. Por entonces la religión era una asignatura fuerte y el profesor fue el sacerdote don Fernando Evangelio, tenía su buen genio, pero la historia sagrada me gustaba. Al finalizar el curso y habiendo aprobado todas las asignaturas venía la temible reválida elemental.

Sí, superamos la reválida de cuarto, pero aquello fue como el fin de un gran capítulo de nuestra vida. Aquel último curso del bachiller elemental supuso el punto final para muchos chicos y chicas que abandonaron los estudios académicos, unos se incorporarían a la formación profesional, otros, simplemente, comenzaban a trabajar. Aquel curso de 1964-1965 fuimos 67 alumnos, chicas, unas 14, en el curso siguiente no más de veinte.


En algún evento deportivo
Nuestra clase era mixta de chicos y chicas, no obstante había algunas asignaturas específicas para unos y otras. Se nos impartía formación del espíritu nacional y gimnasia a todos, pero con profesorado y contenido diferente. Además, a las niñas nos enseñaba labores y música. De las clases de los chicos no puedo hablar, no tengo ni idea de cómo eran, solo recuerdo que el profesor se llamaba don José Antonio Lluch. Doña Conchita Santaolalla era la directora del área específica de las niñas y tengo un gran recuerdo de su cariño y su bondad, pero tampoco recuerdo mucho el contenido de aquella asignatura, excepto que intentaban mantener un estereotipo de mujer que ya para aquellas fechas a nosotras nos “resbalaba”. Las labores corrían de mano de doña Patro, que vivía en la Glorieta, y la música, de doña Maruja Martínez, ambas encantadoras, y las seguí y sigo abrazando siempre que las veía. Sin embargo, he de reconocer que esas asignaturas no eran mi fuerte, las labores, tal vez por una inconsciente resistencia a lo tradicional de la mujer, y la música, pese a lo mucho que me gusta y que allí aprendí multitud de canciones tradicionales, lo cierto es que aquello del compás de compasillo y el solfeo era algo ininteligible, nunca lo entendía, la mayoría de mis compañeras venían del colegio de las monjas, donde habían aprendido a tocar el piano y sabían música, y yo de la escuela pública. Para las clases de gimnasia las chicas llevábamos unos pantalones bombachos la mar de decentitos, bueno, realmente espantosos. Tuvimos de profesora a Merche Fillol, entonces estaba en boga todo aquello de los coros y danzas y en clase de gimnasia se enseñaban bailes tradicionales. Mi estatura sobrepasaba la media de las niñas, con lo cual rompía el conjunto y me quedé fuera del grupo, y, mientras las demás aprendieron a bailar la jota requenense, yo me entretenía en el gimnasio “jugando a Tarzán”, subiendo y bajando la escalera de cuerda, como la de los barcos antiguos, o trepando por la cuerda y dejándome caer. También aprendimos alguna que otra tabla de gimnasia, todavía la recuerdo.

7 de marzo de 1965, día de Santo Tomás
Aquellos maravillosos años fueron mucho más que clases, profesores... pero imposible recoger en tan poco espacio tantas vivencias, tantas historias. Habría que hablar de nuestros “recreos”, eso sí, en diferentes espacios para chicos y para chicas. De los “estudios”, aquellas horas que dentro del horario lectivo nos dejaban para estudiar y en la que se solía formar algún que otro pitote. Estaban la fiestas: el 7 de marzo era Santo Tomás de Aquino, patrón de los estudiantes, fue siempre un día glorioso. Una semana antes los chicos, sobre todo, preparaban la decoración, una serie de dibujos y comentarios satíricos sobre el profesorado que nos entreteníamos en leer durante la mañana, no recuerdo si había algún acto académico oficial. Por la tarde, los de mi curso nos reuníamos a merendar en La Favorita y posteriormente al teatro a ver la función que habían preparado los de sexto. ¡Y qué decir de los días de Pascua! Y, cómo no, la Fiesta de la Vendimia, donde organizábamos nuestra carroza para la cabalgata. O de los viajes fin de curso.

Instituto nuevo, inaugurado 1965
Tras superar la reválida elemental los alumnos tenían que decantarse por el área de conocimiento de ciencias o el de letras. Calculo que masivamente pasamos al de ciencias. Me apasionaba la historia, pero mi base de lengua y de latín era muy floja, mientras que de matemáticas andaba mucho mejor, de modo que me matriculé en el bachiller de ciencias. Los dos años siguientes, los cursos 1965-66 y 1966-67 fueron impresionantes: estudio, estudio y estudio, y cine, eso era innegociable, algún que otro guateque y los viajes de fin de curso en 6º y en preuniversitario. En el bachiller superior las notas dejaron de ser un problema, sin dejar de leer, ni de soñar, ni de ir al cine, me convertí en una chica estudiosa, pero con reparos. Seguimos pasándolo bien, pero ya éramos jóvenes.

Hall del INEM
El inicio del bachiller superior, en septiembre de 1965, coincidió con la inauguración del nuevo edificio del INEM, construido “en el fin del mundo”, allá en el otro extremo del pueblo, junto a la piscina, en la actual plaza de Juan Grandía. Un precioso y blanco edificio con soleadas aulas, un amplio salón de actos y un hall impresionantes, con laboratorios para las asignaturas de ciencias, biblioteca, etc. También fue incorporándose un plantel de jóvenes profesores que si bien no permanecían muchos cursos, sí dejaron honda huella. En quinto vino una joven profesora de matemáticas, Leonor Meléndez, muy buena, aunque la matemática moderna no me entusiasmó demasiado, pero aprendí. En química teníamos a doña Paquita Andreu Tormo, otra gran profesora, pero la química fue mi pesadilla. Gran profesor fue Moltó, catedrático de francés, con métodos didácticos sobre lengua mucho más modernos. En sexto curso llegaron Miguel Bardisa, un gran matemático, con él descubrí la pasión por los problemas matemáticos, ecuaciones, integrales y derivadas eran como brillantes juegos de desafío, incógnitas que había que despejar. Tan apasionante como resultaría la traducción del griego en preuniversitario. La historia del arte con Mª Ángeles Sanjuán, toda una delicia, nos ponía diapositivas, algo con lo que no contaban todos los institutos. En literatura don Lucio, en filosofía un joven profesor, Carlos Mínguez, con unos deslumbrantes ojazos azules, pero de una severidad como jefe de estudios igualmente apabullante. En física, otro catedrático joven, Eduardo Nagore Senent. De inglés vino Mª José Coloma y en el francés de preu, Andrés Martínez Lois. La reválida superior la pasamos sin problemas.

En el viaje fin de bachiller a Andalucía, marzo 1967
En sexto curso nos tocó a nosotros celebrar la función de teatro que fue “Aprobado en inocencia” y hasta la llevamos a algunos pueblos. Y realizamos el viaje fin de bachiller a Andalucía, en el curso siguiente fuimos a Mallorca. Cada evento da para escribir muchas páginas, ahora valga solo el grato recuerdo nominal.


Con don Marceliano, Mª Ángeles y Mª José, 


Y yo dejé de estudiar. En mi casa, terminado el bachiller no se habían planteado qué podría haber después. Salió una plaza de secretaria en la Enológica y me dediqué a prepararla durante el verano, me senté delante de una máquina de escribir y comencé a aporrearla por mi cuenta, pero afortunadamente Adela Arroyo era mejor mecanógrafa que yo y se llevó la plaza. Me parece recordar que hasta comencé a prepararme para estudiar Comercio. Todo eso en el primer trimestre del curso 1967-1968. En enero me incorporé de nuevo al Instituto, a preuniversitario y, además, de letras. En el Preu de letras no había nada más que un chico y habían llegado dos nuevos y fabulosos profesores de letras: don Marceliano Pérez Fernández, un veterano catedrático de griego, y Mª José Pena Jimeno, una jovencísima licenciada en latín, pero ambos absolutamente geniales enseñando y se volcaron en mí, tanto en clase como fuera de ella.


Facultad Letras, calle Nave, Valencia
En septiembre de 1968 cruzaba yo el umbral de otro vetusto edificio en Valencia, la facultad de Letras en la calle de la Nave, e iniciaba primero de Filosofía y Letras. Habían pasado 7 años, desde que pisé el viejo Instituto, que dejaron una honda huella en mi vida, se habían asentado las bases del conocimiento académico y el esquema del mundo de valores sobre los que giraría mi vida social. Todo resumido en menos de media docena de folios, poca cosa para tantos buenos ratos, para lazos afectivos que, aunque entonces no lo sabíamos, se anudarían siguiendo las afinidades electivas y seguirían perviviendo soterradamente en lo más hondo de nuestro corazón y nuestra memoria.

miércoles, 28 de octubre de 2015

EL ESTANQUE O LA PLENITUD DEL VERANO

Fotografía del libro Historia de Requena
El Diccionario de la Real Academia define la palabra estanque como balsa construida para recoger el agua, con fines utilitarios, como proveer el riego, criar peces, entre otras cosas, o meramente ornamentales. Efectivamente, parece ser que el estanque se hizo para recoger el agua de Rozaleme y proveer el riego en las huertas de Requena, pero eso ni lo sabíamos ni tampoco nos preocupaba a los niños y jóvenes que en la década de los cincuenta disfrutábamos de aquel paraje que ha quedado en nuestra memoria colectiva como un verdadero mito de lugar de recreo.

 Después de pasar cuarenta tórridos veranos en Córdoba, el verano de Requena lo sigo considerando una delicia de la creación. La canícula del día era lo suficientemente intensa como para buscar el frescor del agua en algún buen “charco” y, a la hora de la brisa, ese solanete que hacía que la noche fuera una delicia y no una tortura. De todos los lugares a los que íbamos en busca del agua del baño, en aquellos veranos, el Estanque es el más entrañable. También teníamos los tollos del río Magro en sitios como el Jabonero y más tarde, la piscina municipal, pero los “días de Estanque” están grabados en mi memoria como algo inolvidable.
     Entre semana subíamos solo a bañarnos y luego a comer a casa, pero el domingo era un día señalado. Bien temprano te despertabas con el olor de la “comida para el estanque” que mi madre preparaba: tortilla de patatas, pimientos fritos, tomate frito con pollo o conejo, albóndigas, longanizas... No recuerdo tener que preocuparme por la intendencia, de eso se encargaban las madres, luego se transportaría en algún carro y se subirían todos los trastos que contribuirían a pasar un agradable día en el campo.
La casa familiar estaba en la Carretera (Generalísimo) y tras un breve tramo de calle se llegaba a la plaza de Janini, que no sé como se llamaba entonces pues para nosotros era simplemente “Janini”, seguíamos por la calle del teatro Principal –Tres Cruces– arriba hasta el lavadero llamado “de Derechas”. Este lavadero parece que fue el primero que se hizo en Requena, en la segunda mitad de los años treinta, en él las mujeres lavaban derechas y no de rodillas como en el río, se consideró un adelanto de comodidad para las mujeres de entonces, pues además estaba cubierto con tejado. Allí, a la altura de un molino en el que habían nacido mi madre, cruzábamos la vía del tren y emprendíamos la subida por un polvoriento camino de unos dos kilómetros. Muchas de las veces que pasé por allí recordé las historias que mi abuela Emilia me contaba sobre su vida en aquellos cuatro molinos, en los que había vivido con mi abuelo Paco.
 Atrás dejábamos el viejo hospital de San Francisco y a la izquierda el barrio de la Loma, ubicado en lo alto de la colina que descendía en bancales bien cultivados, con molinos de agua estratégicamente situados.A la derecha se desplegaban los viñedos hasta el pie de las Peñas que, desde allí, siempre ofrecía el precioso perfil de poniente. De frente, el camino serpenteaba, con alguna que otra higuera a su vera, hacia la colina donde estaba el estanque, coronada por algunos árboles que nos lo identificaban en la distancia. Más allá, hacia el norte, se desplegaban las viñas y se perdían en la lejanía hacia las montañas. 
El camino de ida se nos hacía, en muchas ocasiones, pesado por la cuesta arriba, pero ¡ay cuando ya veíamos la última cuesta, justo la más empinada, pero la que nos situaba junto al estanque! ¡El cansancio desaparecía! Coronar la pendiente de la última de las cuestas era siempre un regalo. Siguiendo la curva del camino o atajando por la escarpadura llegábamos junto a aquella enorme circunferencia de ochenta y cinco metros de diámetro llena de agua, su color intensamente azul resaltaba como una gran turquesa en medio de aquellas tierras de rojas arcillas y verdes viñedos. Era fascinante.
 No era su entorno precisamente un vergel, pero había suficientes árboles, pinos, plátanos, acacias y algún arce, para cobijar a quien desease un poco de sombra. En su lado norte había una explanada con cierto arbolado a la que se dirigían las familias para aposentarse en las mesas y bancos de madera que había por allí esparcidos. No puedo dejar de recordar aquella minúscula edificación, en realidad una “caseta”, que hacía de bar donde servían unos caracoles que han quedado en la memoria colectiva de aquellas generaciones.Vicente Jauzarás y Amada, conocida como “la Monaras”, eran el matrimonio que atendía el bar montado en aquella caseta. Vicente debió fallecer pronto porque lo típico era decir “Mari, ve a la Monaras y que te de una de caracoles” o “Mari, ve a la Monaras a por gaseosa fresca”. No sé que más cosas suministraban, supongo que varias, pero eso es lo que a mi me quedó grabado de por vida, ¡realmente el sabor de aquellos caracoles era único! Y mi recuerdo queda ensalzado por la gozosa felicidad de los momentos vividos en la plenitud del verano en aquel lugar.
Fotografía de Elena Pérez Martínez
 El agua de Requena es especialmente fresquita, máxime aquella agua que siempre estaba de paso, porque venía de aquellas caudalosas “legonadas” que salían desde Rozaleme, y que conducidas por una buena acequia desembocaban en el Estanque. De allí salían por otra acequia hacia la Loma y seguían su camino de dar de beber a las siempre sedientas tierras de secano. Y ese frescorcito se utilizaba para mantener las bebidas y la fruta frescas todo el día ¿Quién no recuerda los melones y las sandías atadas con una cuerda colgando en la acequia o la fruta metida en algún saco? Y, cómo no, quién no recuerda lo mucho que de niños nos pensábamos la forma de meternos en el agua para no impresionarnos demasiado.

 El baño en el Estanque estaba reservado a los jóvenes y adultos, sobre todo a los que sabían nadar. Los pequeños nos metíamos primero en la acequia y poco a poco en una especie de balsa que era un ensanche de la acequia en la que podíamos jugar los niños un poco más mayores. En aquella época no había monitores de natación, te las ventilabas como podías, y pasar de la acequia a la balsita llevaba su tiempo y capacidad de experimentar hasta donde te cubría el agua. Envidiaba poderosamente a los niños que podían disfrutar de aquellos enormes “rulanchos” negros, que eran los neumáticos de las ruedas de los camiones, para meterse en el Estanque. No todo el mundo disponía de aquello. Ah, sí, recuerdo que los padres se curaban en salud y a los niños nos colocaban “los corchos”, una especie de salvavidas formado por trozos cuadrados de corcho unidos por cuerdas que se ataban por sus extremos. Con aquello bien sujeto a nuestros cuerpecillos seguro que no nos hundíamos.
También nos metíamos en la “rampa”, que en el lado este del Estanque descendía desde el borde del mismo hasta el fondo. Allí podíamos “jugar” con más o menos agua, creo que ya era un poquito más mayor, o tal vez subía en alguna ocasión después de aprender a nadar, porque recuerdo dar algunas brazadas por allí, pero sin aventurarme mucho. Y así, entre chapuzones, chapoteos, entradas y salidas del agua, cada uno según su edad y posibilidad, pasábamos la mañana. Luego, si era entre semana había que volver a comer a casa, pero si era domingo… la aventura continuaba.
    La hora de la comida para los niños era, muchas veces, un trasiego entre mesa y mesa, todos se conocían y cuando no eran familiares, eran amigos. La comida no solo era casera, sino que tras una mañana de agua la cogíamos con verdaderas ganas, sobre todo aquellos caracoles… La hora de la siesta era algo más calmada, las familias recogían la comida de las mesas y extendían mantas o lonas para tumbarse y descansar, era el tiempo de los chistes, las bromas, tal vez dormían algo, pero recuerdo a unas familias alegres y divertidas. Las tres horas de digestión eran sagradas, a ningún pequeño se le dejaba bañarse si no había pasado ese tiempo, con lo cual nos pasábamos el tiempo diciendo “papa qué hora es” o “mamá cuánto falta”. La respuesta: “Anda a jugar, cansina, que aún falta”. 
Fotografía de Mª Luisa García
  Una forma de pasar el tiempo consistía en hacer pequeñas excursiones por los alrededores. Unas veces íbamos hacia donde nacía el agua, a la mismísima Rozaleme, donde resultaba espectacular oír aquel estruendo que hacía, o verla salir impetuosa, con esa fuerza avasalladora que tiene el agua. Otras veces salíamos hacia la fuente de las Pepas o caminábamos por el borde de la acequia hacia la Loma... Así hasta que podíamos volver a bañarnos. A la caída de la tarde, la merienda cena, ¡ah, qué cosa más rica! Y luego todavía había tiempo para jugar un rato mientras las familias recogían los bártulos.

 Regresaba a casa cansada, pero feliz. Si el camino de bajada, cuando había que regresar a comer a casa, era mortal porque a las dos de la tarde el sol estaba en su canícula y se dejaba caer, cuando bajábamos al atardecer era una delicia. A la izquierda del camino, las Peñas comenzaban a vestir sus tejas de oscura mantilla y, a la derecha, la luz de poniente silueteaba San Francisco y la Loma.