Una película,
por la fuerza de la imagen y del sonido, suele resultar más impactante
emocionalmente que un libro. De ahí que entre los cientos de películas que vi
durante mi infancia y adolescencia, al igual que le sucede a mis compañeros de
instituto, algunas guardan una especial y preeminente posición en nuestra
memoria, independientemente de su calidad cinematográfica.
Cuando Los
Diez Mandamientos, película dirigida por De Mille en 1956, se estrenó en
España el 21 de diciembre de
19 59, yo tenía ocho años y me dejó tal huella que ha condicionado
mi estética bíblica de por vida. He visto películas basadas en el relato bíblico
del Éxodo, pero ninguna me ha entusiasmado. Mi “Moisés” sigue teniendo el
rostro de Heston, lo mismo que Ramsés, el de Brynner, o Birthia, el de Nina
Foch, la hija del Faraón que recoge a Moisés del Nilo, y el perverso Datán
siempre es como Edward G. Robinson.
Hay multitud de teorías sobre lo que
realmente pudo ser el paso del mar Rojo, o las plagas de Egipto, pero la
genialidad de las imágenes de De Mille permanecen imborrables. A la conmoción
de la película hay que añadir, como reconocía Julián López Gorbe, que fue una
época en la que se estilaban los álbumes de cromos, y completar la colección de
la película nos llevó muchos meses, entusiasmo y los pocos reales o céntimos
que podíamos conseguir, porque todavía podíamos comprar cosas con menos de una
peseta.
La Biblia fue
fuente de inspiración para muchos cineastas. Otra película que conmocionó al
público y a Bernardo Gavilá, por ser su primera película, fue la Túnica
Sagrada, película de 1953 dirigida por H. Koster, una de las películas más
taquilleras de los cincuenta, la primera en cinemascope. A mi me marcó Quo
vadis? La novela de Henryk
Sienkiewicz vale la pena
leerla, pero la película de Mervin Leroy de 1951 no me canso de verla. Marco
Vinicio, el guapísimo Robert Taylor, es mi arquetipo de romano y San Pedro,
pese a toda la preciosa tradición iconográfica cristiana de grandes pintores,
para mí sigue teniendo el rostro de Finlay
Currie, y san Pablo, el de Abraham Sofaer. Ahora, como arquetipo de héroe
creyente..., el príncipe Judá Ben-Hur, Charlton Heston lo borda. Recomiendo
especialmente la lectura de la novela de Lewis Vallace, Ben-Hur, pero la
película de 1959 dirigida por William Wyler es sencillamente extraodinaria, no
es, pues, de extrañar que resultase ser la más oscarizada de la historia del
cine, máxime cuando el Óscar significaba algo.
Lo que el viento se llevó es otra de esas películas que
impactaron en mis infantiles ojos. Irrepetible la Scarlet de Vivian Leigth,
pero es que el Red Bullter de Clark Gable es inolvidable. Recuerdo algunas del
Oeste, como Raíces profundas -yo debía ser casi tan pequeña como el niño
Joey Starrett (Brandon de Wilde)- Flecha Rota, Fort
Apache, La legión invencible y Centauros del desierto, pero creo que
me dejó sobrecogida Duelo al Sol, de 1953, el único papel de malo de mi
querido Gregory Peck, que luego me resarciría con el papel del capitán James
Mckay en Horizontes de grandeza, película de 1958 dirigida por William Wyler. Sin
embargo, por encima de estas grandes películas ni qué decir tiene que
disfrutábamos con las menos buenas con indios, el 7º de caballería y sus
chaquetas azules, vaqueros... ¡De verdad que nos proporcionaron muchas tardes
de regocijo! Recuerdo la saga de películas basadas en las novelas de Karl May
en la que los héroes eran un apache mescalero llamado Winnetou y, sobre todo, los
guapísimos Lex Baker y Steward Granger. José Antonio Sánchez exhuma del baúl de
los recuerdos a su héroe: Kit Carson, el mítico explorador y agente indígena
sobre el que se vertieron muchas películas.
En la infancia diría que eran conocidos tres directores, por
supuesto Walt Disney cuya película Fantasía (1940) me resultó tan
especial que nunca se desdibujó en mí aquel film en el que Disney movía a sus
personajes al compás de los clásicos. Mickey Mouse siguiendo el ritmo
frenético de El aprendiz de brujo de Dukas o las
hipopótamas bailando La danza de las horas de Poncielli son de
antología. Conocimos a Alfred
Hictchcok, Recuerda (1945) y La Ventana Indiscreta (1954) se
grabaron en mis recuerdos. También alternamos tempranamente con otro
gran director, Orson Welles, en La
guerra de los mundos de
1938, que marcó huella. En 1954, Godzilla, película japonesa, que
rememora Toni Gresa, o aquella extrañísima La Mujer y el monstruo (1954),
dirigida por Jack Arnold, iniciaban la serie de películas de monstruos y de
terror. Y para terror, el inolvidable miedo que pasé, mejor dicho que pasamos las niñas de
entonces, como confesábamos hace poco Elvira Salinas y yo, con El Cebo,
dirigida por Ladislao Wajda en 1959, sobre un
asesino en serie de niñas,
Schrot, interpretado por Gert Fröbe, de modo que cada vez que he visto a este
actor alemán me he acordado de aquel papel. El gran carnaval dirigida
por Billy Wilder en 1951 no era de terror, pero me impactó casi
terroríficamente la banalización del mal tal como allí se expone. En el otro
extremo brota de mi memoria el disfrute con Siete novias para siete hermanos
de Stanley Donen (1955), o con alguno de los melodramas como Imitación a la
vida de D. Sirk en 1959.
Pese a la invasión de películas
norteamericanas también hubo sitio para el cine español. En la memoria
colectiva el premio se lo lleva Pablito Calvo en Marcelino, pan y vino,
película de 1955 dirigida por Ladislao
Vajda. El
alacrán, los monjes, el trozo de pan que le ofrece
Marcelino a Cristo, y este
acepta, y la escena del niño en sus brazos son inolvidables. Como fenómeno de
películas populares que, si bien no nos marcaron significativamente, al menos a
mí, sí es cierto que nos gustaron mucho, fueron las películas de Joselito,
sobre todo la trilogía del ruiseñor dirigida por Antonio del Amo: El pequeño
ruiseñor (1956), La saeta del ruiseñor (1957) y El ruiseñor de
las cumbres (1958). Marisol tenía su propio encanto y nos hicimos sus
amigos desde la primera: Un rayo de luz, de Luis Lucía, en 1960. Sí me
resultó inolvidable aquel pedazo de “El relicario” cantado por nuestra Sara en
la película El último Cuplé (1957), de Juan de Orduña. No
obstante, hubo algunas de gran calidad que se nos quedaron impresas en la
memoria, como la entrañable película, rememorada por José Antonio Sánchez, El
maestro, coproducción hispanoitaliana
de 1957 dirigida por Aldo Fabrizi y E. Brochero. De 1960 es El cochecito,
de Marco Ferreri, interpretado por el inolvidable Pepe
Isbert, que tanto le gustó a Salvador Albertos.
La década de los sesenta se inauguró con
una pléyade de grandes superproducciones, películas realmente magníficas, que son objeto de otro escrito, pero las películas de nuestra vida se sitúan en las
décadas anteriores, casi
cuando comenzábamos a vivir, cuando se configuraba nuestro universo personal. La magia de una película vista en aquellos grandes cines
no es la misma que si la vemos en la TV o en los minicines. Cierto que podemos
verlas cuanto queramos y escuchar sus bellísimas bandas sonoras, pero la magia
de aquel primer momento sólo pervive en la belleza de nuestro recuerdo.