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Los partocillos más lindos de mi belén |
Al llegar la dulce Navidad mi padre venía a casa de
vacaciones, mi abuela me llevaba con ella al horno a preparar los
dulces navideños, mi madre preparaba austeras pero exquisitas
comidas, en los cines se celebraban matinales, los Reyes Magos eran
esperados, el pueblo olía a dulce... pero, sobre todo, recuerdo que
todo el trajín de aquellos días se orientaba al primer día de las
fiestas, el día de Nochebuena. Al llegar diciembre todo comenzaba a
volverse dulce y los niños vivíamos una expectación creciente.
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Ferrandiz, postal navideña |
Los últimos días de escuela, antes de las
vacaciones, se preparaba el tradicional belén viviente. Bueno, en
realidad no sé si se celebró desde siempre, lo cierto es que yo
recuerdo especialmente el de uno de los dos últimos cursos en la
escuela, antes de ingresar en el instituto, debían ser las Navidades
de 1958 o 1959. Aprendíamos villancicos que cantábamos ante el
portal de Belén, que nuestras queridas maestras escenificaban como
podían, y nuestras madres nos disfrazaban con el ingenio de quien
tiene pocos recursos, pero salíamos de pastores. Mucho esfuerzo e
imaginación para tan pocos recursos en aquellos años cincuenta.
Recuerdo especialmente aquel año porque mi madre me vistió de
pastora con el refajo que había llevado en la Fiesta de la Vendimia.
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Mi abuela Emilia Ibáñez Ochando |
Para dulces, dulces... las empanadillas de boniato:
¡uno de los sabores que más echo de menos! Por aquel entonces la
panadería industrial no existía, por lo menos en Requena, todo era
casero. Una de las actividades que más nos hacía disfrutar a mi
primo Tonín y a mí era acompañar a nuestra abuela Emilia al horno
de Benito a hacer las pastas. Mis abuelos habían tenido horno y
molino, con lo cual mi abuela era toda una experta en mantecados,
rollitos de anís, magdalenas, almendrados, tortas de chichorritas,
galletas estriadas y unos bollitos especiales, parecidos al
panquemado, su especialidad. Resultaba fascinante ver cómo de
aquella mezcla de agua, harina, anís y no sé qué más, las hábiles
manos de la abuela hacían diversos tipos de masa a la que luego les
daba diferentes formas, para después bajárselos a Benito el hornero
para que los hornease. A los niños, bueno, al menos a mi primo y a
mí, lo que nos gustaba era comer masa cruda con sabor a anís, que
estaba muy rica, aunque nuestra querida abuela nos diese algún que
otro pescozón. El día de antes habíamos contemplado –y metido la
cuchara de vez en cuando– la elaboración de la exquisita mezcla
que servía de relleno a las empanadillas, el dulce de boniato. Eso
sí que se hacía a fuego lento, el de la estufa de leña que iba
transformando el boniato, el azúcar y la canela en una masa compacta
y sabrosísima a lo largo de toda una tarde. El aroma que se extendía
por la casa era de ensueño.
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Empanadillas de boniato, típicas de Navidad. |
Aquellos días casi todas las familias hacían lo
mismo en los diversos hornos. Hay que decir que el horno habitual de
mis abuelos, el de Benito, estaba en la calle las Monjas (actual
Norberto Piñango), en la cual había dos hornos más, el de
Florentino, hermano de Benito, estaba justamente al lado y, más
abajo, el de la Tomaseta. Por aquel entonces los hornos eran de leña
y se alimentaban con garbas de ramas de oloroso pino procedentes de
los montes, con lo cual, el pan, los dulces o lo que se cociera allí
tenía un valor añadido, realmente inimitable en los actuales
hornos, y en aquellos días mezclado con el olor de los dulces
convertían aquella calle en una verdadera delicia. Además, eran
unos dulces que solo se hacían en aquellas fechas, con lo cual los
añorabas el resto del año y cuando llegaba su hora lo paladeabas
con el sabor que no tiene lo que ahora conseguimos con facilidad en
cualquier día y hora.
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Los Reyes Magos, viejas figuritas de barro de los '50 |
El belén, montar el belén era todo un ritual. Mi
primo Tonín comenzaba para la Inmaculada, él era muy manitas y
montaba un nacimiento grande y bonito, yo algo más tarde, cuando el
taller de costura de mi madre se despejaba un poco. Las figuritas
eran todas de barro, habitualmente las comprábamos en casa de Pepe
Corell, un señor ataviado siempre con una de las tradicionales
camisas ablusonadas de color oscuro y gorra en una tiendecita
minúscula que había en la calle del Peso, entre la mercería de la
Valeriana y los ultramarinos de Ramón Martínez. Todavía conservo
algunas figuritas de aquella época, medio rotas, pero que me resisto
a tirar: algún pastor, una lavandera y, sobre todo, los Reyes Magos,
tosquísimos, pero... ¡¡¡entrañablemente maravillosos!!! Las
casitas las hacíamos a mano, con corcho y cáscaras de huevo a modo
de tejado. Para las montañas siempre había cepas que se adaptaban
bien a hacer de montañas y serrín para formar el suelo, el papel de
plata de las chocolatinas nos servía para construir el río y un
poquito de harina para dar el toque de una nevada. No faltaba el
precioso y brillante musgo, que entonces no estaba protegido, y los
teníamos en los tejados de las casas y, si no, por la fuente Bernate
y la fuente de las Pilas, de las cuales regresábamos ateridos,
rozando la congelación pero rebosantes de musgo, y nos calentábamos
en la lumbre que todavía mantenían mis abuelos en la planta baja.
Entonces no se estilaba el árbol, ni teníamos bolitas de colores,
ni espumillón, por lo menos en nuestras casas. A decir verdad,
tampoco nos hizo falta para disfrutar a tope de los días navideños.
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La Requenense, mi padre y yo. |
Casi vísperas de Nochebuena llegaba mi padre a
pasar las vacaciones anuales, venía en la Requenense, que
tenía su parada en la Avenida, junto al bar Rioma. Posiblemente
tuviese anunciada su llegada, pero lo cierto es que mi primo y yo
nos íbamos a esperar el autobús con varias horas de antelación.
Recorríamos aquella avenida, desde la parada oficial del autobús
hasta la esquina de la avenida Lamo de Espinosa, multitud de veces,
nos congelábamos, entrábamos en las oficinas y sala de estar de los
viajeros, nos calentábamos y volvíamos a salir a jugar. Así hasta
que llegaba la Requenense. ¡Qué júbilo ver doblar aquel autobús
que parecía una linda cebra, blanco con rayas negras, doblar la
esquina de la gran Avenida y acercarse lentamente, hasta que se
paraba y mi padre bajaba! ¡Qué brazos tan fuertes y seguros los de
mi padre! ¡Qué aroma inolvidable el de su pañuelo, aquella mezcla
de tabaco y colonia Varón Dandy, cuando limpiaba mi nariz, casi
siempre necesitada de que la limpiaran!
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El Niño Jesús |
El día de Nochebuena por la mañana la calle Olivas,
la calle las Monjas, la calle el Peso y el Portalejo eran un trasiego
de mujeres con sus cestos y de niños correteando. Todo el mundo se
felicitaba y supongo que se pararían a hablar de la familia que
venía. La tarde la recuerdo jugando cerca de alguna estufa o la
lumbre de los abuelos y esperando a que nos llegase el olorcillo de
la carne guisada para esa noche. Al lado de las de ahora eran unas
cenas muy sencillas, casi austeras, pero ¡qué felices nos hacían!
Y tras el champán y los dulces, a esperar la hora de la misa de
medianoche. ¡Qué frío hacía! Pero allí estábamos, casi siempre
en aquellos años íbamos al convento claretiano del Corazón de
María, estaba cerca de casa y era el lugar habitual de mi abuela de
ir a misa. A los niños se nos enseñó a estar calladitos y
respetuosos en misa, allí no se jugaba ni se hablaba, y luego venía
el besar al Niño. El día de Navidad mis abuelos nos daban el
aguinaldo, un duro de verdad, porque había muchos de chocolate.
¡Toda una fortuna!
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Típica carta para los RRMM |
La carta a los Reyes Magos la escribía
escrupulosamente. La noche de antes, en el balcón de casa, les
poníamos una cesta con paja para los camellos. No me acuerdo qué
les pedía, pero sí sé que rara vez traían lo que les pedíamos.
Ahora me cuestiono si realmente nuestros padres se enteraban de la
carta a los Reyes Magos, porque copia no hacíamos y luego, tras
escribirlas, las echábamos al buzón. Hace poco, hablando con
Bernardo Gavilá de nuestra infancia, exhumaba de esa maravillosa
caja que es nuestra memoria, al Rey Mago de cartón que había en la
puerta de la tienda de la Valeriana y que tenía en sus manos el
buzón donde echábamos nuestras cartas. Lo más probable es que
nuestros padres ni se acordasen de lo que pedíamos, de todos modos,
eran tiempos de austeridad, las muñecas, un lujo, y la bicicleta,
un imposible, en alguna ocasión me trajeron una muñeca de cartón,
claro que no podía lavarla mucho porque se rompía. Más adelante
llegaron las de plástico, aunque siempre pequeñitas, ciertamente
más manejables. Y, sobre todo, cosas prácticas, estuches de
lápices, carteras para el colegio, cuentos, caramelos... creo que no
respondía a nuestras expectativas, pero tampoco nos duraba mucho,
porque mis primos y yo disfrutábamos con lo que nos traían.
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Cartel de la película |
Los festivos por la mañana sucedía algo
extraordinario, teníamos matinal de cine y el programa contemplaba
las películas cómicas de Charlot, las del Gordo y el Flaco, las de
Jaimito y los dibujos animados de Tom y Jerry ,
el Pato Donald, Trotacaminos...,
pero sobre todo las clásicas de Walt Disney, como
Blanca Nieves, Fantasía
y
Bambi o,
ya más
mayorcitos, con
101 dálmatas. Fundamentalmente
vienen a mi recuerdo las matinales en el Cinema y en el Teatro
Principal, pero según me recuerdan otros amigos también las había
en el convento del Corazón de María.
Sinceramente, pienso que durante la mayor parte de
mis más de seis décadas de vida, la Navidad ha estado asociada a
esa dulce espera y, siempre, algo se me ha escabullido entre los
dedos como el humo y dejado una cierta frustración. Solamente ya de
bastante mayor, cuando comencé a llenar mi brecha existencial del
auténtico sentido de la Navidad, mi corazón comenzó a latir, lleno
de dulce y gozosa esperanza, como entonces.
Me ha gustado tu relato, no es exactalente como fueron las mias pero el fondo " maravilloso " es el mismo y aquella mentira la mas bella " verdad " de mi infancia: Gracias
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