viernes, 18 de diciembre de 2015

… al llegar la dulce Navidad


Los partocillos más lindos de mi belén
     Al llegar la dulce Navidad mi padre venía a casa de vacaciones, mi abuela me llevaba con ella al horno a preparar los dulces navideños, mi madre preparaba austeras pero exquisitas comidas, en los cines se celebraban matinales, los Reyes Magos eran esperados, el pueblo olía a dulce... pero, sobre todo, recuerdo que todo el trajín de aquellos días se orientaba al primer día de las fiestas, el día de Nochebuena. Al llegar diciembre todo comenzaba a volverse dulce y los niños vivíamos una expectación creciente.
Ferrandiz, postal navideña
     Los últimos días de escuela, antes de las vacaciones, se preparaba el tradicional belén viviente. Bueno, en realidad no sé si se celebró desde siempre, lo cierto es que yo recuerdo especialmente el de uno de los dos últimos cursos en la escuela, antes de ingresar en el instituto, debían ser las Navidades de 1958 o 1959. Aprendíamos villancicos que cantábamos ante el portal de Belén, que nuestras queridas maestras escenificaban como podían, y nuestras madres nos disfrazaban con el ingenio de quien tiene pocos recursos, pero salíamos de pastores. Mucho esfuerzo e imaginación para tan pocos recursos en aquellos años cincuenta. Recuerdo especialmente aquel año porque mi madre me vistió de pastora con el refajo que había llevado en la Fiesta de la Vendimia.
Mi abuela Emilia Ibáñez Ochando
   Para dulces, dulces... las empanadillas de boniato: ¡uno de los sabores que más echo de menos! Por aquel entonces la panadería industrial no existía, por lo menos en Requena, todo era casero. Una de las actividades que más nos hacía disfrutar a mi primo Tonín y a mí era acompañar a nuestra abuela Emilia al horno de Benito a hacer las pastas. Mis abuelos habían tenido horno y molino, con lo cual mi abuela era toda una experta en mantecados, rollitos de anís, magdalenas, almendrados, tortas de chichorritas, galletas estriadas y unos bollitos especiales, parecidos al panquemado, su especialidad. Resultaba fascinante ver cómo de aquella mezcla de agua, harina, anís y no sé qué más, las hábiles manos de la abuela hacían diversos tipos de masa a la que luego les daba diferentes formas, para después bajárselos a Benito el hornero para que los hornease. A los niños, bueno, al menos a mi primo y a mí, lo que nos gustaba era comer masa cruda con sabor a anís, que estaba muy rica, aunque nuestra querida abuela nos diese algún que otro pescozón. El día de antes habíamos contemplado –y metido la cuchara de vez en cuando– la elaboración de la exquisita mezcla que servía de relleno a las empanadillas, el dulce de boniato. Eso sí que se hacía a fuego lento, el de la estufa de leña que iba transformando el boniato, el azúcar y la canela en una masa compacta y sabrosísima a lo largo de toda una tarde. El aroma que se extendía por la casa era de ensueño.

Empanadillas de boniato, típicas de Navidad.
     Aquellos días casi todas las familias hacían lo mismo en los diversos hornos. Hay que decir que el horno habitual de mis abuelos, el de Benito, estaba en la calle las Monjas (actual Norberto Piñango), en la cual había dos hornos más, el de Florentino, hermano de Benito, estaba justamente al lado y, más abajo, el de la Tomaseta. Por aquel entonces los hornos eran de leña y se alimentaban con garbas de ramas de oloroso pino procedentes de los montes, con lo cual, el pan, los dulces o lo que se cociera allí tenía un valor añadido, realmente inimitable en los actuales hornos, y en aquellos días mezclado con el olor de los dulces convertían aquella calle en una verdadera delicia. Además, eran unos dulces que solo se hacían en aquellas fechas, con lo cual los añorabas el resto del año y cuando llegaba su hora lo paladeabas con el sabor que no tiene lo que ahora conseguimos con facilidad en cualquier día y hora.
Los Reyes Magos, viejas figuritas de barro de los '50
     El belén, montar el belén era todo un ritual. Mi primo Tonín comenzaba para la Inmaculada, él era muy manitas y montaba un nacimiento grande y bonito, yo algo más tarde, cuando el taller de costura de mi madre se despejaba un poco. Las figuritas eran todas de barro, habitualmente las comprábamos en casa de Pepe Corell, un señor ataviado siempre con una de las tradicionales camisas ablusonadas de color oscuro y gorra en una tiendecita minúscula que había en la calle del Peso, entre la mercería de la Valeriana y los ultramarinos de Ramón Martínez. Todavía conservo algunas figuritas de aquella época, medio rotas, pero que me resisto a tirar: algún pastor, una lavandera y, sobre todo, los Reyes Magos, tosquísimos, pero... ¡¡¡entrañablemente maravillosos!!! Las casitas las hacíamos a mano, con corcho y cáscaras de huevo a modo de tejado. Para las montañas siempre había cepas que se adaptaban bien a hacer de montañas y serrín para formar el suelo, el papel de plata de las chocolatinas nos servía para construir el río y un poquito de harina para dar el toque de una nevada. No faltaba el precioso y brillante musgo, que entonces no estaba protegido, y los teníamos en los tejados de las casas y, si no, por la fuente Bernate y la fuente de las Pilas, de las cuales regresábamos ateridos, rozando la congelación pero rebosantes de musgo, y nos calentábamos en la lumbre que todavía mantenían mis abuelos en la planta baja. Entonces no se estilaba el árbol, ni teníamos bolitas de colores, ni espumillón, por lo menos en nuestras casas. A decir verdad, tampoco nos hizo falta para disfrutar a tope de los días navideños.
La Requenense, mi padre y yo.
     Casi vísperas de Nochebuena llegaba mi padre a pasar las vacaciones anuales, venía en la Requenense, que tenía su parada en la Avenida, junto al bar Rioma. Posiblemente tuviese anunciada su llegada, pero lo cierto es que mi primo y yo nos íbamos a esperar el autobús con varias horas de antelación. Recorríamos aquella avenida, desde la parada oficial del autobús hasta la esquina de la avenida Lamo de Espinosa, multitud de veces, nos congelábamos, entrábamos en las oficinas y sala de estar de los viajeros, nos calentábamos y volvíamos a salir a jugar. Así hasta que llegaba la Requenense. ¡Qué júbilo ver doblar aquel autobús que parecía una linda cebra, blanco con rayas negras, doblar la esquina de la gran Avenida y acercarse lentamente, hasta que se paraba y mi padre bajaba! ¡Qué brazos tan fuertes y seguros los de mi padre! ¡Qué aroma inolvidable el de su pañuelo, aquella mezcla de tabaco y colonia Varón Dandy, cuando limpiaba mi nariz, casi siempre necesitada de que la limpiaran!
El Niño Jesús
     El día de Nochebuena por la mañana la calle Olivas, la calle las Monjas, la calle el Peso y el Portalejo eran un trasiego de mujeres con sus cestos y de niños correteando. Todo el mundo se felicitaba y supongo que se pararían a hablar de la familia que venía. La tarde la recuerdo jugando cerca de alguna estufa o la lumbre de los abuelos y esperando a que nos llegase el olorcillo de la carne guisada para esa noche. Al lado de las de ahora eran unas cenas muy sencillas, casi austeras, pero ¡qué felices nos hacían! Y tras el champán y los dulces, a esperar la hora de la misa de medianoche. ¡Qué frío hacía! Pero allí estábamos, casi siempre en aquellos años íbamos al convento claretiano del Corazón de María, estaba cerca de casa y era el lugar habitual de mi abuela de ir a misa. A los niños se nos enseñó a estar calladitos y respetuosos en misa, allí no se jugaba ni se hablaba, y luego venía el besar al Niño. El día de Navidad mis abuelos nos daban el aguinaldo, un duro de verdad, porque había muchos de chocolate. ¡Toda una fortuna!
Típica carta para los RRMM
     La carta a los Reyes Magos la escribía escrupulosamente. La noche de antes, en el balcón de casa, les poníamos una cesta con paja para los camellos. No me acuerdo qué les pedía, pero sí sé que rara vez traían lo que les pedíamos. Ahora me cuestiono si realmente nuestros padres se enteraban de la carta a los Reyes Magos, porque copia no hacíamos y luego, tras escribirlas, las echábamos al buzón. Hace poco, hablando con Bernardo Gavilá de nuestra infancia, exhumaba de esa maravillosa caja que es nuestra memoria, al Rey Mago de cartón que había en la puerta de la tienda de la Valeriana y que tenía en sus manos el buzón donde echábamos nuestras cartas. Lo más probable es que nuestros padres ni se acordasen de lo que pedíamos, de todos modos, eran tiempos de austeridad, las muñecas, un lujo, y la bicicleta, un imposible, en alguna ocasión me trajeron una muñeca de cartón, claro que no podía lavarla mucho porque se rompía. Más adelante llegaron las de plástico, aunque siempre pequeñitas, ciertamente más manejables. Y, sobre todo, cosas prácticas, estuches de lápices, carteras para el colegio, cuentos, caramelos... creo que no respondía a nuestras expectativas, pero tampoco nos duraba mucho, porque mis primos y yo disfrutábamos con lo que nos traían.
Cartel de la película
     Los festivos por la mañana sucedía algo extraordinario, teníamos matinal de cine y el programa contemplaba las películas cómicas de Charlot, las del Gordo y el Flaco, las de Jaimito y los dibujos animados de Tom y Jerry , el Pato Donald, Trotacaminos..., pero sobre todo las clásicas de Walt Disney, como Blanca Nieves, Fantasía y Bambi o, ya más mayorcitos, con 101 dálmatas. Fundamentalmente vienen a mi recuerdo las matinales en el Cinema y en el Teatro Principal, pero según me recuerdan otros amigos también las había en el convento del Corazón de María.

     Sinceramente, pienso que durante la mayor parte de mis más de seis décadas de vida, la Navidad ha estado asociada a esa dulce espera y, siempre, algo se me ha escabullido entre los dedos como el humo y dejado una cierta frustración. Solamente ya de bastante mayor, cuando comencé a llenar mi brecha existencial del auténtico sentido de la Navidad, mi corazón comenzó a latir, lleno de dulce y gozosa esperanza, como entonces.

1 comentario:

  1. Me ha gustado tu relato, no es exactalente como fueron las mias pero el fondo " maravilloso " es el mismo y aquella mentira la mas bella " verdad " de mi infancia: Gracias

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