Cinema Astoria, o Cinema Armero |
Hubo
un tiempo en mi vida en el que no podía concebir el mundo sin cine.
Fueron los años de la infancia y adolescencia en Requena. Desde que
tengo memoria recuerdo haber ido al cine, no sé cuando fue la
primera vez, deduzco que mis padres me llevaron con ellos desde bien
pequeña. En la Requena de los cincuenta existían dos salas de
cines: el Cinema Armero, inaugurado en 1934, y el Teatro Principal,
este era el antiguo Teatro Circo que fue comprado por la familia de
los Lorente, reformado e inaugurado como lo conocemos en 1946, me
explica Teresa Ramos, buena conocedora del Principal. También había
otras instituciones donde podíamos ver cine. Recuerdo especialmente
el convento del Corazón de María, de los padre Claretianos, donde
vimos por primera vez Marcelino Pan y
Vino, como evoca Julián López Gorbe,
y otras películas habituales entonces para niños, como las de
Charlot (Charlie Chaplin) y las del Gordo y el Flaco (Laurel
y Hardy), además de las producciones
dom Bosco. El otro centro donde nos proyectaban películas de ese
tipo estaba en las “escuelas nuevas”, así llamábamos al grupo
escolar “Alfonso X, el Sabio”. En 1964 se añadió otro cine, el
Avenida, pero ya era otra época, para esa fecha nuestro ritual
cinematográfico estaba establecido en los sábados al Cinema y los
domingos al Principal. Aún así, fui mucho a ese cine. En realidad
creo que, de niños o de adolescentes, fuimos a cuantas películas
echaron en nuestros cines. Algunos amigos me hablan de los teatros
Romea y Cortés,
pero yo no tengo referencia personal de ellos.
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Teatro Principal |
El
sábado por la tarde asistíamos al estreno correspondiente en el
Cinema Armero, en la calle del Carmen, y el domingo por la tarde lo
hacíamos en el Teatro Principal, en la calle Tres Cruces. El ritual
de las tardes de cine se iniciaba posiblemente un rato después de
comer, nos “arreglábamos” y salíamos a pasear hasta la hora de
ir al cine, ya con las entradas en el bolsillo. Y la tan anhelada
hora llegaba. Una vez entrábamos, buscábamos nuestras butacas y
dejábamos el abrigo o la chaqueta
o cualquier trasto que llevásemos, luego
deambulábamos un poco saludando a los amigos... hasta que... ring,
ring, el primero aviso de que la sesión
iba a comenzar, entonces nos apresurábamos a volver a nuestro sitio
a esperar el “No-Do” y los tráilers o avances de películas.
No todas las personas eran puntuales y algunas llegaban cuando ya
estábamos sentados, nos hacía muy poca gracia que no nos dejaran
ver las imágenes aunque fuese por una fracción de segundo.
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Interior del Teatro Principal |
Finalizado
el último de los tráilers venía el descanso, un lapso de tiempo de
unos 15 minutos antes del inicio de la película. En este tiempo se
desarrollaba una actividad frenética a por suministros para tomar
posteriormente mientras veíamos la película. Parecía que estábamos
muertos de sed o de hambre, porque salíamos disparados al bar del
cine a comprar gaseosas, caramelos, chicles, chupa-chups, pasteles,
cacahuetes y pipas, chucherías en general. O los fumadores se
lanzaban enfebrecidos a fumarse el cigarrillo con lo que el pequeño
local que hacía de bar en el Cinema tenía un ambiente
irrespirable que, a decir verdad, entonces nos preocupaba poco.
Incluso en el amplio y hermoso entresuelo del Principal, el ambiente
estaba cargadito. En muchas ocasiones
salíamos fuera del edificio a comprar nuestras chuches en alguna
tienda cercana. Cerca del Cinema, en la Plaza de España, estaban las
pastelerías de Gorbe y Redolar, además del kiosco en el centro de
la plaza. Desde el Principal, la tienda más cercana era la de María,
“la Punta”, en la esquina de la plaza de Janini y la calle las
Monjas, actual Norberto
Piñango. Toni Gresa me relata como se acercaba corriendo hasta el
bar Deportivo, unos metros más abajo, a ver cómo iban los partidos
y a comprar cacao americano a la tía Carmen, “la Vasa”, y dulces
en la zuclería
de Royo, en la calle Poeta Herrero.
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Interior del Cinema |
¿Cómo olvidar aquel impacto si todavía alienta en mí la belleza
de las imágenes, las casi extraordinarias bandas sonoras, los
rostros de los actores, la historia narrada, todo bajo la batuta de
algún genial director? Claro que entonces no sabíamos nada de eso,
en realidad sólo éramos conscientes de “que nos había gustado la
peli”. No era necesario que fueran obras maestras, a fuer de ser
sincera, en aquella etapa de nuestra vida nos gustaban todas. Cierto
que no todas las películas fueron obras maestras, pero sí hubo
muchas buenas, otras más flojas y otras menos buenas, pero, a decir
verdad, todas nos gustaban.
Las entradas habitualmente se sacaban con antelación porque cada
familia estaba “abonada” a un cine u otro, es decir, tenían
comprometida la compra semanalmente de un número determinado de
entradas y la taquillera se las guardaba hasta una hora prudencial.
De ahí que tuviésemos que ir a recogerlas por la mañana, tal vez
el día de antes. Recuerdo que mis padres estaban abonados al Cinema,
tenían la fila 23 números 9 y 11. Los pequeños y jóvenes
procurábamos adquirir las entradas con antelación, no obstante,
siempre podías sacarlas un rato antes de la hora de inicio de la
película, claro que te arriesgabas a que te tocasen las primeras
filas, lo que no resultaba nada cómodo. Las taquilleras de los cines
perviven en nuestra memoria. Eran dos señoras del pueblo, la del
Cinema se llamaba Juliana, vivía en la calle Verdú Diana, tal vez
era un poco susceptible y quisquillosa, pero hacía bien su trabajo.
La del teatro Principal era Luisa, siempre estaba perfectamente
arreglada, era simpática y acogedora, nos facilitaba las entradas en
su casa de la calle las Monjas, durante mucho tiempo conocida como la
calle donde ponen los “cartelillos del Principal”. Allí también
tenía la zapatería su marido Paco Ramos, que era el proyector de
las películas. Era un matrimonio muy agradable, muy cinéfilo, y se
les recuerda con cariño. Su sobrina y ahijada, Teresa Ramos, era compañera del Instituto y se vio todas las películas
que se proyectaron en aquel cine. Como mi primo Tonín, amigo de Luisa y Paco, que no se perdió una.
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Lámpara del interior del Teatro Principal |
Las
proyecciones cinematográficas no se limitaban a los estrenos del fin
de semana, también entre semana teníamos lo que se denominaba
“sesión continua”, la proyección de dos películas seguidas, en
sesión de tarde y de noche. Podías entrar a cualquier hora y
quedarte a la siguiente sesión. Me parece que en verano no había
tantos estrenos porque los sábados y domingos también había sesión
continua, pero no por ser verano disminuía la afición, al menos yo
me metía en el cine a la primera sesión, veía las dos película y
luego me quedaba y “guardaba sitio” para mi madre y mi hermano,
que venían más tarde, me traían el bocadillo de la cena y yo
volvía a ver las dos películas. Entre semana, excepto el lunes, que
me parecía un día terrible precisamente porque no había cine, se
abrían ambos cines, pero en días diferentes. En Navidad había
sesión matinal los días festivos. ¡Días maravillosos aquellos de
todo el día en el cine! Fue el tiempo de empaparnos de las películas de
Walt Disney.
No
puedo dejar de ver aquel maravilloso tiempo con ojos de cinéfila,
cierto que antes de los dieciocho años había visto la mayoría de
las grandes películas de la historia del cine, si bien ahora no voy
a hablar de ello. Sin embargo, no
puedo terminar sin
reconocer que aquellas tardes de cine contribuyeron a formarnos en
una cultura cinematográfica, entonces poco valorada, porque cuando
posteriormente, ya en la universidad, comencé a oír hablar de
géneros cinematográficos y de directores, entonces me di cuenta de
que en realidad se trataba de viejos conocidos míos, porque todos
aquellos
señores como Capra, Curtiz, Cukor, DeMille, Fleming, Ford, Hawks,
Hathaway, Kramer, Kazan, Kubrick, Lang, Lean, Lubitsch, Mamoulian,
Mankiewicz, von Stemberg, Minnelli, Preminger, Ophüls, Ray, Rossen,
Vidor, Walsh, Welles, Wilder, Wyler y también algunos españoles,
como Florián Rey, Juan de Orduña y Benito Perojo, me habían
acompañado ininterrumpidamente desde la infancia.
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