lunes, 14 de diciembre de 2015

Tardes de cine.



Cinema Astoria, o Cinema Armero
Hubo un tiempo en mi vida en el que no podía concebir el mundo sin cine. Fueron los años de la infancia y adolescencia en Requena. Desde que tengo memoria recuerdo haber ido al cine, no sé cuando fue la primera vez, deduzco que mis padres me llevaron con ellos desde bien pequeña. En la Requena de los cincuenta existían dos salas de cines: el Cinema Armero, inaugurado en 1934, y el Teatro Principal, este era el antiguo Teatro Circo que fue comprado por la familia de los Lorente, reformado e inaugurado como lo conocemos en 1946, me explica Teresa Ramos, buena conocedora del Principal. También había otras instituciones donde podíamos ver cine. Recuerdo especialmente el convento del Corazón de María, de los padre Claretianos, donde vimos por primera vez Marcelino Pan y Vino, como evoca Julián López Gorbe, y otras películas habituales entonces para niños, como las de Charlot (Charlie Chaplin) y las del Gordo y el Flaco (Laurel y Hardy), además de las producciones dom Bosco. El otro centro donde nos proyectaban películas de ese tipo estaba en las “escuelas nuevas”, así llamábamos al grupo escolar “Alfonso X, el Sabio”. En 1964 se añadió otro cine, el Avenida, pero ya era otra época, para esa fecha nuestro ritual cinematográfico estaba establecido en los sábados al Cinema y los domingos al Principal. Aún así, fui mucho a ese cine. En realidad creo que, de niños o de adolescentes, fuimos a cuantas películas echaron en nuestros cines. Algunos amigos me hablan de los teatros Romea y Cortés, pero yo no tengo referencia personal de ellos.

Teatro Principal
     El sábado por la tarde asistíamos al estreno correspondiente en el Cinema Armero, en la calle del Carmen, y el domingo por la tarde lo hacíamos en el Teatro Principal, en la calle Tres Cruces. El ritual de las tardes de cine se iniciaba posiblemente un rato después de comer, nos “arreglábamos” y salíamos a pasear hasta la hora de ir al cine, ya con las entradas en el bolsillo. Y la tan anhelada hora llegaba. Una vez entrábamos, buscábamos nuestras butacas y dejábamos el abrigo o la chaqueta o cualquier trasto que llevásemos, luego deambulábamos un poco saludando a los amigos... hasta que... ring, ring, el primero aviso de que la sesión iba a comenzar, entonces nos apresurábamos a volver a nuestro sitio a esperar el “No-Do” y los tráilers o avances de películas. No todas las personas eran puntuales y algunas llegaban cuando ya estábamos sentados, nos hacía muy poca gracia que no nos dejaran ver las imágenes aunque fuese por una fracción de segundo.

Interior del Teatro Principal
     Finalizado el último de los tráilers venía el descanso, un lapso de tiempo de unos 15 minutos antes del inicio de la película. En este tiempo se desarrollaba una actividad frenética a por suministros para tomar posteriormente mientras veíamos la película. Parecía que estábamos muertos de sed o de hambre, porque salíamos disparados al bar del cine a comprar gaseosas, caramelos, chicles, chupa-chups, pasteles, cacahuetes y pipas, chucherías en general. O los fumadores se lanzaban enfebrecidos a fumarse el cigarrillo con lo que el pequeño local que hacía de bar en el Cinema tenía un ambiente irrespirable que, a decir verdad, entonces nos preocupaba poco. Incluso en el amplio y hermoso entresuelo del Principal, el ambiente estaba cargadito. En muchas ocasiones salíamos fuera del edificio a comprar nuestras chuches en alguna tienda cercana. Cerca del Cinema, en la Plaza de España, estaban las pastelerías de Gorbe y Redolar, además del kiosco en el centro de la plaza. Desde el Principal, la tienda más cercana era la de María, “la Punta”, en la esquina de la plaza de Janini y la calle las Monjas, actual Norberto Piñango. Toni Gresa me relata como se acercaba corriendo hasta el bar Deportivo, unos metros más abajo, a ver cómo iban los partidos y a comprar cacao americano a la tía Carmen, “la Vasa”, y dulces en la zuclería de Royo, en la calle Poeta Herrero.

Interior del Cinema
     Otro ring, ring, que en el Cinema iba acompañado de luces de colores intermitentes que enmarcaban el escenario, nos avisaba del comienzo de la película. Volvíamos a nuestros asientos y entonces se abría como un espacio mágico, se descorrían el telón y sobre la blanca pantalla se proyectaban los faros de la Twenty, o el león de la Metro, o el monte con estrellas de la Paramount, la dama con la antorcha de la Columbia, el planeta de la Universal Pictures o la Warner Bross, los nombres de las productoras con la que se iniciaba el film y que automáticamente nos transportaban a otros tiempos y lugares, a vivir unas aventuras apasionadas y apasionantes. Cuando el “The End” aparecía en pantalla, creo que nadie tenía ganas de levantarse de la butaca, iniciábamos nuestra salida bastante lentamente. Lógicamente no se sale de una aglomeración corriendo, pero tampoco teníamos como mucha prisa. Normalmente teníamos tan buen sabor de boca con lo que habíamos visto, más que sabor de boca era un placer anímico, que nos dejaba como somnolientos durante un rato. Tras salir del cine todavía había tiempo para dar una vueltecita por la Avenida.

     ¿Cómo olvidar aquel impacto si todavía alienta en mí la belleza de las imágenes, las casi extraordinarias bandas sonoras, los rostros de los actores, la historia narrada, todo bajo la batuta de algún genial director? Claro que entonces no sabíamos nada de eso, en realidad sólo éramos conscientes de “que nos había gustado la peli”. No era necesario que fueran obras maestras, a fuer de ser sincera, en aquella etapa de nuestra vida nos gustaban todas. Cierto que no todas las películas fueron obras maestras, pero sí hubo muchas buenas, otras más flojas y otras menos buenas, pero, a decir verdad, todas nos gustaban.

     Las entradas habitualmente se sacaban con antelación porque cada familia estaba “abonada” a un cine u otro, es decir, tenían comprometida la compra semanalmente de un número determinado de entradas y la taquillera se las guardaba hasta una hora prudencial. De ahí que tuviésemos que ir a recogerlas por la mañana, tal vez el día de antes. Recuerdo que mis padres estaban abonados al Cinema, tenían la fila 23 números 9 y 11. Los pequeños y jóvenes procurábamos adquirir las entradas con antelación, no obstante, siempre podías sacarlas un rato antes de la hora de inicio de la película, claro que te arriesgabas a que te tocasen las primeras filas, lo que no resultaba nada cómodo. Las taquilleras de los cines perviven en nuestra memoria. Eran dos señoras del pueblo, la del Cinema se llamaba Juliana, vivía en la calle Verdú Diana, tal vez era un poco susceptible y quisquillosa, pero hacía bien su trabajo. La del teatro Principal era Luisa, siempre estaba perfectamente arreglada, era simpática y acogedora, nos facilitaba las entradas en su casa de la calle las Monjas, durante mucho tiempo conocida como la calle donde ponen los “cartelillos del Principal”. Allí también tenía la zapatería su marido Paco Ramos, que era el proyector de las películas. Era un matrimonio muy agradable, muy cinéfilo, y se les recuerda con cariño. Su sobrina y ahijada, Teresa Ramos, era compañera del Instituto y se vio todas las películas que se proyectaron en aquel cine. Como mi primo Tonín, amigo de Luisa y Paco, que no se perdió una.

Lámpara del interior del Teatro Principal
  Las proyecciones cinematográficas no se limitaban a los estrenos del fin de semana, también entre semana teníamos lo que se denominaba “sesión continua”, la proyección de dos películas seguidas, en sesión de tarde y de noche. Podías entrar a cualquier hora y quedarte a la siguiente sesión. Me parece que en verano no había tantos estrenos porque los sábados y domingos también había sesión continua, pero no por ser verano disminuía la afición, al menos yo me metía en el cine a la primera sesión, veía las dos película y luego me quedaba y “guardaba sitio” para mi madre y mi hermano, que venían más tarde, me traían el bocadillo de la cena y yo volvía a ver las dos películas. Entre semana, excepto el lunes, que me parecía un día terrible precisamente porque no había cine, se abrían ambos cines, pero en días diferentes. En Navidad había sesión matinal los días festivos. ¡Días maravillosos aquellos de todo el día en el cine! Fue el tiempo de empaparnos de las películas de Walt Disney.


     No puedo dejar de ver aquel maravilloso tiempo con ojos de cinéfila, cierto que antes de los dieciocho años había visto la mayoría de las grandes películas de la historia del cine, si bien ahora no voy a hablar de ello. Sin embargo, no puedo terminar sin reconocer que aquellas tardes de cine contribuyeron a formarnos en una cultura cinematográfica, entonces poco valorada, porque cuando posteriormente, ya en la universidad, comencé a oír hablar de géneros cinematográficos y de directores, entonces me di cuenta de que en realidad se trataba de viejos conocidos míos, porque todos aquellos señores como Capra, Curtiz, Cukor, DeMille, Fleming, Ford, Hawks, Hathaway, Kramer, Kazan, Kubrick, Lang, Lean, Lubitsch, Mamoulian, Mankiewicz, von Stemberg, Minnelli, Preminger, Ophüls, Ray, Rossen, Vidor, Walsh, Welles, Wilder, Wyler y también algunos españoles, como Florián Rey, Juan de Orduña y Benito Perojo, me habían acompañado ininterrumpidamente desde la infancia. 

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