miércoles, 28 de octubre de 2015

EL ESTANQUE O LA PLENITUD DEL VERANO

Fotografía del libro Historia de Requena
El Diccionario de la Real Academia define la palabra estanque como balsa construida para recoger el agua, con fines utilitarios, como proveer el riego, criar peces, entre otras cosas, o meramente ornamentales. Efectivamente, parece ser que el estanque se hizo para recoger el agua de Rozaleme y proveer el riego en las huertas de Requena, pero eso ni lo sabíamos ni tampoco nos preocupaba a los niños y jóvenes que en la década de los cincuenta disfrutábamos de aquel paraje que ha quedado en nuestra memoria colectiva como un verdadero mito de lugar de recreo.

 Después de pasar cuarenta tórridos veranos en Córdoba, el verano de Requena lo sigo considerando una delicia de la creación. La canícula del día era lo suficientemente intensa como para buscar el frescor del agua en algún buen “charco” y, a la hora de la brisa, ese solanete que hacía que la noche fuera una delicia y no una tortura. De todos los lugares a los que íbamos en busca del agua del baño, en aquellos veranos, el Estanque es el más entrañable. También teníamos los tollos del río Magro en sitios como el Jabonero y más tarde, la piscina municipal, pero los “días de Estanque” están grabados en mi memoria como algo inolvidable.
     Entre semana subíamos solo a bañarnos y luego a comer a casa, pero el domingo era un día señalado. Bien temprano te despertabas con el olor de la “comida para el estanque” que mi madre preparaba: tortilla de patatas, pimientos fritos, tomate frito con pollo o conejo, albóndigas, longanizas... No recuerdo tener que preocuparme por la intendencia, de eso se encargaban las madres, luego se transportaría en algún carro y se subirían todos los trastos que contribuirían a pasar un agradable día en el campo.
La casa familiar estaba en la Carretera (Generalísimo) y tras un breve tramo de calle se llegaba a la plaza de Janini, que no sé como se llamaba entonces pues para nosotros era simplemente “Janini”, seguíamos por la calle del teatro Principal –Tres Cruces– arriba hasta el lavadero llamado “de Derechas”. Este lavadero parece que fue el primero que se hizo en Requena, en la segunda mitad de los años treinta, en él las mujeres lavaban derechas y no de rodillas como en el río, se consideró un adelanto de comodidad para las mujeres de entonces, pues además estaba cubierto con tejado. Allí, a la altura de un molino en el que habían nacido mi madre, cruzábamos la vía del tren y emprendíamos la subida por un polvoriento camino de unos dos kilómetros. Muchas de las veces que pasé por allí recordé las historias que mi abuela Emilia me contaba sobre su vida en aquellos cuatro molinos, en los que había vivido con mi abuelo Paco.
 Atrás dejábamos el viejo hospital de San Francisco y a la izquierda el barrio de la Loma, ubicado en lo alto de la colina que descendía en bancales bien cultivados, con molinos de agua estratégicamente situados.A la derecha se desplegaban los viñedos hasta el pie de las Peñas que, desde allí, siempre ofrecía el precioso perfil de poniente. De frente, el camino serpenteaba, con alguna que otra higuera a su vera, hacia la colina donde estaba el estanque, coronada por algunos árboles que nos lo identificaban en la distancia. Más allá, hacia el norte, se desplegaban las viñas y se perdían en la lejanía hacia las montañas. 
El camino de ida se nos hacía, en muchas ocasiones, pesado por la cuesta arriba, pero ¡ay cuando ya veíamos la última cuesta, justo la más empinada, pero la que nos situaba junto al estanque! ¡El cansancio desaparecía! Coronar la pendiente de la última de las cuestas era siempre un regalo. Siguiendo la curva del camino o atajando por la escarpadura llegábamos junto a aquella enorme circunferencia de ochenta y cinco metros de diámetro llena de agua, su color intensamente azul resaltaba como una gran turquesa en medio de aquellas tierras de rojas arcillas y verdes viñedos. Era fascinante.
 No era su entorno precisamente un vergel, pero había suficientes árboles, pinos, plátanos, acacias y algún arce, para cobijar a quien desease un poco de sombra. En su lado norte había una explanada con cierto arbolado a la que se dirigían las familias para aposentarse en las mesas y bancos de madera que había por allí esparcidos. No puedo dejar de recordar aquella minúscula edificación, en realidad una “caseta”, que hacía de bar donde servían unos caracoles que han quedado en la memoria colectiva de aquellas generaciones.Vicente Jauzarás y Amada, conocida como “la Monaras”, eran el matrimonio que atendía el bar montado en aquella caseta. Vicente debió fallecer pronto porque lo típico era decir “Mari, ve a la Monaras y que te de una de caracoles” o “Mari, ve a la Monaras a por gaseosa fresca”. No sé que más cosas suministraban, supongo que varias, pero eso es lo que a mi me quedó grabado de por vida, ¡realmente el sabor de aquellos caracoles era único! Y mi recuerdo queda ensalzado por la gozosa felicidad de los momentos vividos en la plenitud del verano en aquel lugar.
Fotografía de Elena Pérez Martínez
 El agua de Requena es especialmente fresquita, máxime aquella agua que siempre estaba de paso, porque venía de aquellas caudalosas “legonadas” que salían desde Rozaleme, y que conducidas por una buena acequia desembocaban en el Estanque. De allí salían por otra acequia hacia la Loma y seguían su camino de dar de beber a las siempre sedientas tierras de secano. Y ese frescorcito se utilizaba para mantener las bebidas y la fruta frescas todo el día ¿Quién no recuerda los melones y las sandías atadas con una cuerda colgando en la acequia o la fruta metida en algún saco? Y, cómo no, quién no recuerda lo mucho que de niños nos pensábamos la forma de meternos en el agua para no impresionarnos demasiado.

 El baño en el Estanque estaba reservado a los jóvenes y adultos, sobre todo a los que sabían nadar. Los pequeños nos metíamos primero en la acequia y poco a poco en una especie de balsa que era un ensanche de la acequia en la que podíamos jugar los niños un poco más mayores. En aquella época no había monitores de natación, te las ventilabas como podías, y pasar de la acequia a la balsita llevaba su tiempo y capacidad de experimentar hasta donde te cubría el agua. Envidiaba poderosamente a los niños que podían disfrutar de aquellos enormes “rulanchos” negros, que eran los neumáticos de las ruedas de los camiones, para meterse en el Estanque. No todo el mundo disponía de aquello. Ah, sí, recuerdo que los padres se curaban en salud y a los niños nos colocaban “los corchos”, una especie de salvavidas formado por trozos cuadrados de corcho unidos por cuerdas que se ataban por sus extremos. Con aquello bien sujeto a nuestros cuerpecillos seguro que no nos hundíamos.
También nos metíamos en la “rampa”, que en el lado este del Estanque descendía desde el borde del mismo hasta el fondo. Allí podíamos “jugar” con más o menos agua, creo que ya era un poquito más mayor, o tal vez subía en alguna ocasión después de aprender a nadar, porque recuerdo dar algunas brazadas por allí, pero sin aventurarme mucho. Y así, entre chapuzones, chapoteos, entradas y salidas del agua, cada uno según su edad y posibilidad, pasábamos la mañana. Luego, si era entre semana había que volver a comer a casa, pero si era domingo… la aventura continuaba.
    La hora de la comida para los niños era, muchas veces, un trasiego entre mesa y mesa, todos se conocían y cuando no eran familiares, eran amigos. La comida no solo era casera, sino que tras una mañana de agua la cogíamos con verdaderas ganas, sobre todo aquellos caracoles… La hora de la siesta era algo más calmada, las familias recogían la comida de las mesas y extendían mantas o lonas para tumbarse y descansar, era el tiempo de los chistes, las bromas, tal vez dormían algo, pero recuerdo a unas familias alegres y divertidas. Las tres horas de digestión eran sagradas, a ningún pequeño se le dejaba bañarse si no había pasado ese tiempo, con lo cual nos pasábamos el tiempo diciendo “papa qué hora es” o “mamá cuánto falta”. La respuesta: “Anda a jugar, cansina, que aún falta”. 
Fotografía de Mª Luisa García
  Una forma de pasar el tiempo consistía en hacer pequeñas excursiones por los alrededores. Unas veces íbamos hacia donde nacía el agua, a la mismísima Rozaleme, donde resultaba espectacular oír aquel estruendo que hacía, o verla salir impetuosa, con esa fuerza avasalladora que tiene el agua. Otras veces salíamos hacia la fuente de las Pepas o caminábamos por el borde de la acequia hacia la Loma... Así hasta que podíamos volver a bañarnos. A la caída de la tarde, la merienda cena, ¡ah, qué cosa más rica! Y luego todavía había tiempo para jugar un rato mientras las familias recogían los bártulos.

 Regresaba a casa cansada, pero feliz. Si el camino de bajada, cuando había que regresar a comer a casa, era mortal porque a las dos de la tarde el sol estaba en su canícula y se dejaba caer, cuando bajábamos al atardecer era una delicia. A la izquierda del camino, las Peñas comenzaban a vestir sus tejas de oscura mantilla y, a la derecha, la luz de poniente silueteaba San Francisco y la Loma.

4 comentarios:

  1. Que bonito!!!yo también guardo muchisimos recuerdos de los domingos de estanque.

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  2. Que pena que no se conserve como antes, yo también aprendí a nadar en el estanque y me da mucha pena verlo como esta.

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  3. Que pena que no se conserve como antes, yo también aprendí a nadar en el estanque y me da mucha pena verlo como esta.

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  4. Un recuerdo maravilloso también para mí Con mis heas y primos esomingos eran la aventura de la semana.

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