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Fotografía del libro Historia de Requena |
Después de pasar cuarenta tórridos veranos en Córdoba, el verano de Requena lo sigo considerando una delicia de la creación. La canícula del día era lo suficientemente intensa como para buscar el frescor del agua en algún buen “charco” y, a la hora de la brisa, ese solanete que hacía que la noche fuera una delicia y no una tortura. De todos los lugares a los que íbamos en busca del agua del baño, en aquellos veranos, el Estanque es el más entrañable. También teníamos los tollos del río Magro en sitios como el Jabonero y más tarde, la piscina municipal, pero los “días de Estanque” están grabados en mi memoria como algo inolvidable.
Entre semana subíamos solo a bañarnos y luego a comer a casa, pero el domingo era un día señalado. Bien temprano te despertabas con el olor de la “comida para el estanque” que mi madre preparaba: tortilla de patatas, pimientos fritos, tomate frito con pollo o conejo, albóndigas, longanizas... No recuerdo tener que preocuparme por la intendencia, de eso se encargaban las madres, luego se transportaría en algún carro y se subirían todos los trastos que contribuirían a pasar un agradable día en el campo.
El camino de ida se nos hacía, en muchas
ocasiones, pesado por la cuesta arriba, pero ¡ay cuando ya veíamos la última
cuesta, justo la más empinada, pero la que nos situaba junto al estanque! ¡El
cansancio desaparecía! Coronar la pendiente de la última de las cuestas era
siempre un regalo. Siguiendo la curva del camino o atajando por la escarpadura
llegábamos junto a aquella enorme circunferencia de ochenta y cinco metros de
diámetro llena de agua, su color intensamente azul resaltaba como una gran
turquesa en medio de aquellas tierras de rojas arcillas y verdes
viñedos. Era fascinante.
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Fotografía de Elena Pérez Martínez |

El baño en el Estanque estaba reservado a los jóvenes y adultos, sobre todo a los que sabían nadar. Los pequeños nos metíamos primero en la acequia y poco a poco en una especie de balsa que era un ensanche de la acequia en la que podíamos jugar los niños un poco más mayores. En aquella época no había monitores de natación, te las ventilabas como podías, y pasar de la acequia a la balsita llevaba su tiempo y capacidad de experimentar hasta donde te cubría el agua. Envidiaba poderosamente a los niños que podían disfrutar de aquellos enormes “rulanchos” negros, que eran los neumáticos de las ruedas de los camiones, para meterse en el Estanque. No todo el mundo disponía de aquello. Ah, sí, recuerdo que los padres se curaban en salud y a los niños nos colocaban “los corchos”, una especie de salvavidas formado por trozos cuadrados de corcho unidos por cuerdas que se ataban por sus extremos. Con aquello bien sujeto a nuestros cuerpecillos seguro que no nos hundíamos.
También nos metíamos en la “rampa”, que en el lado este del Estanque descendía desde el borde del mismo hasta el fondo. Allí podíamos “jugar” con más o menos agua, creo que ya era un poquito más mayor, o tal vez subía en alguna ocasión después de aprender a nadar, porque recuerdo dar algunas brazadas por allí, pero sin aventurarme mucho. Y así, entre chapuzones, chapoteos, entradas y salidas del agua, cada uno según su edad y posibilidad, pasábamos la mañana. Luego, si era entre semana había que volver a comer a casa, pero si era domingo… la aventura continuaba.
La hora de la comida
para los niños era, muchas veces, un trasiego entre mesa y mesa, todos se
conocían y cuando no eran familiares, eran amigos. La comida no solo era
casera, sino que tras una mañana de agua la cogíamos con verdaderas ganas,
sobre todo aquellos caracoles… La hora de la siesta era algo más calmada, las
familias recogían la comida de las mesas y extendían mantas o lonas para
tumbarse y descansar, era el tiempo de los chistes, las bromas, tal vez dormían
algo, pero recuerdo a unas familias alegres y divertidas. Las tres horas de
digestión eran sagradas, a ningún pequeño se le dejaba bañarse si no había
pasado ese tiempo, con lo cual nos pasábamos el tiempo diciendo “papa qué hora
es” o “mamá cuánto falta”. La respuesta: “Anda a jugar, cansina, que aún
falta”.
Una forma de pasar el tiempo consistía en hacer pequeñas excursiones
por los alrededores. Unas veces íbamos hacia donde nacía el agua, a la
mismísima Rozaleme, donde resultaba espectacular oír aquel estruendo que hacía, o verla salir impetuosa, con esa fuerza avasalladora que tiene el
agua. Otras veces salíamos hacia la fuente de las Pepas o caminábamos por el
borde de la acequia hacia la Loma... Así hasta que podíamos volver a bañarnos.
A la caída de la tarde, la merienda cena, ¡ah, qué cosa más rica! Y luego
todavía había tiempo para jugar un rato mientras las familias recogían los
bártulos.
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Fotografía de Mª Luisa García |
Regresaba a casa
cansada, pero feliz. Si el camino de bajada, cuando había que regresar a comer
a casa, era mortal porque a las dos de la tarde el sol estaba en su canícula y
se dejaba caer, cuando bajábamos al atardecer era una delicia. A la izquierda
del camino, las Peñas comenzaban a vestir sus tejas de oscura mantilla y, a la
derecha, la luz de poniente silueteaba San Francisco y la Loma.
Que bonito!!!yo también guardo muchisimos recuerdos de los domingos de estanque.
ResponderEliminarQue pena que no se conserve como antes, yo también aprendí a nadar en el estanque y me da mucha pena verlo como esta.
ResponderEliminarQue pena que no se conserve como antes, yo también aprendí a nadar en el estanque y me da mucha pena verlo como esta.
ResponderEliminarUn recuerdo maravilloso también para mí Con mis heas y primos esomingos eran la aventura de la semana.
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