sábado, 3 de octubre de 2015

La Biblioteca Pública Municipal: la apasionante aventura de leer


“¡Es hora de cerrar!”, dijo el bibliotecario, un señor mayor con un sobretodo gris y aspecto de muy serio. Lo miré con inquietud, no había terminado el libro y no podía pensar que no podría seguir leyendo hasta el día siguiente. No había mucha gente y el viejo funcionario debió captar mi inquietud y me dijo: “Puedes llevártelo a tu casa en préstamo”. Yo no podía dar crédito a mis oídos. “¿De verdad?”. “Claro, tu padre fue socio fundador de esta biblioteca y tú puedes usar su carné”. No recuerdo a que edad comencé a ir a la Biblioteca, mi padre debió llevarme con él desde bien chica, luego aprendí a ir sola y se convirtió en un lugar al que nunca dejé de ir mientras viví en Requena.
En un rincón de la Glorieta, en las “escalerillas”, encima de lo que creo que es la sacristía de la iglesia del Carmen, junto a la Casa Consistorial y a espaldas del Instituto, había un lugar maravilloso donde podías leer mil y una aventuras. Nada más entrar te topabas con el mostrador donde estaba el bibliotecario y donde había un libro en el que había que firmar cada vez que ibas. Era una gran sala en la que las paredes estaban cubiertas de unos grandes armarios con puertas de cristales donde se mostraban ordenadamente bonitos lomos de unos libros que esperaban pacientemente que alguien los sacase de allí para contar cosas. ¡Y vaya que contaban!
Encontré una fotografía ilustrativa de la Biblioteca en los años cincuenta, porque el bibliotecario que está en el mostrador, cuyo nombre no recuerdo, ya no estaba en los sesenta. Le sustituyó Miguel, tampoco recuerdo el apellido. En la sala había cuatro grandes mesas y en el centro una estufa de leña. Las dos primeras mesas estaban cubiertas de periódicos y revistas para los adultos y las otras dos de cuentos y tebeos para niños y jóvenes. Podías pasar tardes enteras, que se esfumaban en un instante, porque el entretenimiento estaba garantizado. 
Los primeros años creo que solo me sentaba en las mesas del fondo, las de los tebeos y revistas infantiles y juveniles, pero estaba tan bien surtida que no recuerdo haberme aburrido jamás. No sé qué edad tenía cuando aprendí a leer, supongo que en torno a los cinco o seis años, pero ante mis ojos desfilaron las protagonistas de los “cuentos de hadas”, el divertido Pumby, Mortadelo y Filemón, el inigualable TBO, las publicaciones específicas para chicas como Florita, Mary Noticias o Lilian, azafata del aire, y todos los héroes masculinos posibles como el Capitán Trueno, el Jabato, el Guerrero del Antifaz, el listísimo detective Roberto Alcázar y su juvenil ayudante Pedrín. Y Hazañas bélicas.
No sé si los chicos leían los tebeos de niñas, pero doy fe que las chicas sí leíamos las de chicos. Trueno, Goliat, Crispín... sí, pero y aquella gran mujer que era Sigrid reina de Thule, o la Claudia del Jabato, o tanto Ana María como Zoraida del Guerrero del Antifaz, mujeres nada convencionales. Muchas cosas podríamos decir de Florita, la nueva chica de clase media o, indudablemente avanzada para la época, la azafata Lilian. Pese a la férrea censura de la época las ideas sobre el papel de la mujer en la historia y en la vida comenzaban a cambiar, aunque se transmitiesen de la más subliminar de las maneras. Claro que entonces yo no sabía esas cosas, pero indudablemente me empapé de ellas.
Luego había excelentes series como las de Vidas ejemplares y Vidas ilustres, claramente didácticas, muy buenas para introducirnos en el conocimiento de la historia y de hombre y mujeres portadores de grandes valores: santos, científicos, médicos… Y sobre todo Joyas literarias. Una serie que adaptó en viñetas casi trescientos títulos de obras clásicas de la literatura infantil y juvenil. Sinceramente, creo que contribuyó de manera notable a hacer de nuestra generación una generación amante de los libros: ¿quién no leyó en nuestra Biblioteca municipal, primero en forma de historieta ilustrada y luego “en serio”, 20.000 leguas de viaje submarino, Miguel Strogoff, La Isla del Tesoro, La vuelta al mundo en 80 días, Rob Roy, El faro del fin del mundo, Las aventuras de Tom Sawyer, Las minas del Rey Salomón, De los Apeninos a los Andes, Los hijos del Capitán Grant, El último mohicano…? De aquellas lecturas no fue difícil pasar, un poco más mayor, a releer aquellas aventuras en la versión escrita, sin dibujos. Los libros de W. Scott, J. Verne, A. Daudet, E. Salgari, B. Pérez Galdós, J. London, D. Defoe, M. Twain, C. Dickens, L. M. Alcot, C. Doyle, R. Stevenson…, todos estaban en la Biblioteca, a nuestro alcance.

Sí, en aquel armonioso rincón de la Glorieta comenzó mi vida “aventurera” porque allí se inició mi pasión por la lectura y cada tebeo, cada libro era una aventura. De pequeña me gustaba ir a la escuela y, luego, al Instituto, tanto como sumergirme en la iluminada penumbra de las salas de cine y leer cuentos de hadas, fábulas de animalitos, aventuras de guerreros o de chicas espabiladitas, detectives, hazañas bélicas y vidas de santos, de héroes y heroínas de la historia. Leía todo lo que caía en mis manos.
En aquella época todo nos resultaba caro, los libros eran caros y los tebeos también, podíamos comprar alguno y punto. En nuestras casas, por lo menos en la mía, solía haber libros que leería un poco más mayor, pero no de niña. A decir verdad, contaba con lo que a mi hermano le supuso un gran esfuerzo y más de algún que otro pescozón: las colecciones del Capitán Trueno, Roberto Alcázar y Pedrín, y El Guerrero del Antifaz. Entonces existía el alquiler de libros, que permitía acceder al alquiler de novelas por un precio módico, allí en “Casa Guillermo”, y creo que también en “las casetas” que había bajo la Cuesta del Castillo. Mi madre las alquilaba porque yo recuerdo ir con mucha frecuencia a devolverlas y recoger otras, eran novelas románticas de amor, sobre todo las de Corín Tellado, pero también del oeste de Marcial Lafuente Etefanía o José Mallorquí y de misterio, sobre todo de Agatha Christie. De paso, yo también las leía.
En la Biblioteca pública, poco a poco fui pasando de las mesas de los niños a las de los adultos. No había ningún problema. El señor bibliotecario era un hombre serio y mantenía el silencio y el orden, porque allí no recuerdo ni siquiera susurros, ni tonterías, los chistes y las risas eran en la puerta y en las escalerillas, pero debía ser lo suficientemente observador para facilitarnos el tránsito de la lectura infantil a la de los adultos. En aquellas mesas estaban los diarios de la época, pero también buenas revistas. Life, Fotogramas, Blanco y Negro, que contribuirían a introducirnos en el mundo real, en lo que sucedía más allá de nuestro pueblo. Política, moda, películas…, todo entraba en aquella sala, casi tan mágica como las del cine.
Además de los tebeos estaban los libros. Siempre me resultan fascinantes la disciplinada ordenación de los libros en las estanterías de una biblioteca, creo que los de la Biblioteca de Requena debí leerlos y releerlos infinidad de veces, había que elegir alguno. No puedo recordar todo lo que leí, pero sí tres títulos que impactaron en mi joven mente: Cuando las rosas florecen, de Montserrat del Amo; Cuando las grandes santas eran niñas, de Helena Foix; y Cuando las grandes heroínas eran niñas, de Fernando Velasco
Algo más mayor, sobre todo cuando ingresé en el Instituto, pronto comenzó la lectura de otro tipo de libros. No puedo dejar de mencionar al viejo y sabio Espasa, ese diccionario enciclopédico, hoy en desuso, pero toda una auténtica fuente de información para la época. Allí acudía cuando quería iniciarme en conocer algo. Todavía lo consulto como inigualable fuente histórica.
En Requena, un pueblo agrícola, con una larga historia que sus viejas calles testimoniaban, un entorno geográfico hermoso, contaba en mi infancia con algo básico, pero con el que no todos los pueblos contaban: escuela pública –la mía fue la de Alfonso X el Sabio–, instituto de enseñanza media y biblioteca pública. Siempre me he considerado una privilegiada por contar con semejante plataforma docente y cultural. “Mi Escuela, mi Biblioteca, mi Instituto”, los amé y los sigo amando intensamente porque en ellos adquirí un preciado bagaje, fundamental para el desarrollo posterior de mi vida. Allí comenzó la apasionante aventura de leer y todavía no la he dejado.


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