
“¡Es hora de cerrar!”, dijo el bibliotecario, un señor mayor
con un sobretodo gris y aspecto de muy serio. Lo miré con inquietud,
no había terminado el libro y no podía pensar que no podría seguir
leyendo hasta el día siguiente. No había mucha gente y el viejo
funcionario debió captar mi inquietud y me dijo: “Puedes
llevártelo a tu casa en préstamo”. Yo no podía dar crédito a
mis oídos. “¿De verdad?”. “Claro, tu padre fue socio fundador
de esta biblioteca y tú puedes usar su carné”. No recuerdo a que
edad comencé a ir a la Biblioteca, mi padre debió llevarme con él
desde bien chica, luego aprendí a ir sola y se convirtió en un
lugar al que nunca dejé de ir mientras viví en Requena.
En un rincón de la Glorieta, en las “escalerillas”, encima de lo
que creo que es la sacristía de la iglesia del Carmen, junto a la
Casa Consistorial y a espaldas del Instituto, había un lugar
maravilloso donde podías leer mil y una aventuras. Nada más entrar
te topabas con el mostrador donde estaba el bibliotecario y donde
había un libro en el que había que firmar cada vez que ibas. Era
una gran sala en la que las paredes estaban cubiertas de unos grandes
armarios con puertas de cristales donde se mostraban ordenadamente
bonitos lomos de unos libros que esperaban pacientemente que alguien
los sacase de allí para contar cosas. ¡Y vaya que contaban!
Encontré una fotografía ilustrativa de la Biblioteca en los años
cincuenta, porque el bibliotecario que está en el mostrador, cuyo
nombre no recuerdo, ya no estaba en los sesenta. Le sustituyó
Miguel, tampoco recuerdo el apellido. En la sala había cuatro
grandes mesas y en el centro una estufa de leña. Las dos primeras
mesas estaban cubiertas de periódicos y revistas para los adultos y
las otras dos de cuentos y tebeos para niños y jóvenes. Podías
pasar tardes enteras, que se esfumaban en un instante, porque el
entretenimiento estaba garantizado.
Los primeros años creo que solo
me sentaba en las mesas del fondo, las de los tebeos y revistas
infantiles y juveniles, pero estaba tan bien surtida que no recuerdo
haberme aburrido jamás. No sé qué edad tenía cuando aprendí a
leer, supongo que en torno a los cinco o seis años, pero ante mis
ojos desfilaron las protagonistas de los “cuentos de hadas”, el
divertido Pumby, Mortadelo y Filemón, el inigualable TBO, las
publicaciones específicas para chicas como Florita, Mary
Noticias o Lilian, azafata del aire, y todos los héroes
masculinos posibles como el Capitán Trueno, el Jabato,
el Guerrero del Antifaz, el listísimo detective Roberto
Alcázar y su juvenil ayudante Pedrín. Y Hazañas bélicas.
No sé si los chicos leían los tebeos de niñas, pero doy fe que las
chicas sí leíamos las de chicos. Trueno, Goliat, Crispín... sí,
pero y aquella gran mujer que era Sigrid reina de Thule, o la Claudia
del Jabato, o tanto Ana María como Zoraida del Guerrero del Antifaz,
mujeres nada convencionales. Muchas cosas podríamos decir de
Florita, la nueva chica de clase media o, indudablemente avanzada
para la época, la azafata Lilian. Pese a la férrea censura de la
época las ideas sobre el papel de la mujer en la historia y en la
vida comenzaban a cambiar, aunque se transmitiesen de la más
subliminar de las maneras. Claro que entonces yo no sabía esas
cosas, pero indudablemente me empapé de ellas.
Luego había excelentes series como las de Vidas ejemplares y
Vidas ilustres, claramente didácticas, muy buenas para
introducirnos en el conocimiento de la historia y de hombre y mujeres
portadores de grandes valores: santos, científicos, médicos… Y
sobre todo Joyas literarias. Una serie que adaptó en viñetas
casi trescientos títulos de obras clásicas de la literatura
infantil y juvenil. Sinceramente, creo que contribuyó de manera
notable a hacer de nuestra generación una generación amante de los
libros: ¿quién no leyó en nuestra Biblioteca municipal, primero en
forma de historieta ilustrada y luego “en serio”, 20.000
leguas de viaje submarino, Miguel Strogoff, La Isla del
Tesoro, La vuelta al mundo en 80 días, Rob Roy,
El faro del fin del mundo, Las aventuras de Tom Sawyer,
Las minas del Rey Salomón, De los Apeninos a los Andes,
Los hijos del Capitán Grant, El último mohicano…?
De aquellas lecturas no fue difícil pasar, un poco más mayor, a
releer aquellas aventuras en la versión escrita, sin dibujos. Los
libros de W. Scott, J. Verne, A. Daudet, E. Salgari, B. Pérez
Galdós, J. London, D. Defoe, M. Twain, C. Dickens, L. M. Alcot, C.
Doyle, R. Stevenson…, todos estaban en la Biblioteca, a nuestro
alcance.
Sí, en aquel armonioso rincón de la Glorieta comenzó mi vida
“aventurera” porque allí se inició mi pasión por la lectura y
cada tebeo, cada libro era una aventura. De pequeña me gustaba ir a
la escuela y, luego, al Instituto, tanto como sumergirme en la
iluminada penumbra de las salas de cine y leer cuentos de hadas,
fábulas de animalitos, aventuras de guerreros o de chicas
espabiladitas, detectives, hazañas bélicas y vidas de santos, de
héroes y heroínas de la historia. Leía todo lo que caía en mis
manos.
En aquella época todo nos resultaba caro, los libros eran caros y
los tebeos también, podíamos comprar alguno y punto. En nuestras
casas, por lo menos en la mía, solía haber libros que leería un
poco más mayor, pero no de niña. A decir verdad, contaba con lo que
a mi hermano le supuso un gran esfuerzo y más de algún que otro
pescozón: las colecciones del Capitán Trueno, Roberto
Alcázar y Pedrín, y El Guerrero del Antifaz. Entonces
existía el alquiler de libros, que permitía acceder al alquiler de
novelas por un precio módico, allí en “Casa Guillermo”, y creo
que también en “las casetas” que había bajo la Cuesta del
Castillo. Mi madre las alquilaba porque yo recuerdo ir con mucha
frecuencia a devolverlas y recoger otras, eran novelas románticas de
amor, sobre todo las de Corín Tellado, pero también del oeste de Marcial Lafuente Etefanía o José Mallorquí y de
misterio, sobre todo de Agatha Christie. De paso, yo también las
leía.
En la Biblioteca pública, poco a poco fui pasando de las mesas de
los niños a las de los adultos. No había ningún problema. El señor
bibliotecario era un hombre serio y mantenía el silencio y el orden,
porque allí no recuerdo ni siquiera susurros, ni tonterías, los
chistes y las risas eran en la puerta y en las escalerillas, pero
debía ser lo suficientemente observador para facilitarnos el
tránsito de la lectura infantil a la de los adultos. En aquellas
mesas estaban los diarios de la época, pero también buenas
revistas. Life, Fotogramas, Blanco y Negro, que contribuirían
a introducirnos en el mundo real, en lo que sucedía más allá de
nuestro pueblo. Política, moda, películas…, todo entraba en
aquella sala, casi tan mágica como las del cine.
Además de los tebeos estaban los libros. Siempre me resultan
fascinantes la disciplinada ordenación de los libros en las
estanterías de una biblioteca, creo que los de la Biblioteca de
Requena debí leerlos y releerlos infinidad de veces, había que
elegir alguno. No puedo recordar todo lo que leí, pero sí tres
títulos que impactaron en mi joven mente: Cuando las rosas
florecen, de Montserrat del Amo; Cuando las grandes santas
eran niñas, de Helena Foix; y Cuando las grandes heroínas
eran niñas, de Fernando Velasco
Algo más mayor, sobre todo cuando ingresé en el Instituto, pronto
comenzó la lectura de otro tipo de libros. No puedo dejar de
mencionar al viejo y sabio Espasa, ese diccionario enciclopédico,
hoy en desuso, pero toda una auténtica fuente de información para
la época. Allí acudía cuando quería iniciarme en conocer algo.
Todavía lo consulto como inigualable fuente histórica.
En Requena, un pueblo agrícola, con una larga historia que sus
viejas calles testimoniaban, un entorno geográfico hermoso, contaba
en mi infancia con algo básico, pero con el que no todos los pueblos
contaban: escuela pública –la mía fue la de Alfonso X el
Sabio–, instituto de enseñanza media y biblioteca pública.
Siempre me he considerado una privilegiada por contar con semejante
plataforma docente y cultural. “Mi Escuela, mi Biblioteca, mi
Instituto”, los amé y los sigo amando intensamente porque en ellos
adquirí un preciado bagaje, fundamental para el desarrollo posterior
de mi vida. Allí comenzó la apasionante aventura de leer y todavía
no la he dejado.
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