Uno de los recuerdos inolvidables
de la Cuaresma, durante los años de la escuela primaria, es el del
día que nos llevaban al templo del Carmen. Salíamos de nuestro centro, las llamadas "escuelas nuevas" aunque su nombre oficial era Grupo Escolar
"Alfonso X el Sabio", en fila de a dos y las
niñas, con nuestros uniformes
escolares blancos,
atravesábamos la plaza del Portal, dejando a nuestra derecha la
fuente de los Patos, y por la calle del Peso, la plaza de España y la calle del Carmen llegábamos a la iglesia. Supongo que
detrás venían los niños pero sólo recuerdo el follón que
montaban. Nos arrodillábamos ante el Cristo de la
Vera Cruz y cantábamos “Perdona a tu pueblo, Señor”, una
canción que nunca olvidé, pese a mis muchos años posteriores de
ausencia de práctica religiosa, posiblemente porque iba vinculada a
aquellos recuerdos de la escuela. Allí arrodillados, niños y niñas,
pronto comenzaban los empujones, las caídas y las risas.
Los años del Instituto nos daban
ejercicios espirituales, al menos durante los cuatro cursos del
Bachiller Elemental. Eran dos o tres días previos a las vacaciones
de Semana Santa, no recuerdo ni quien nos lo daba, ni de qué
trataban, pero sí el lugar: la capilla del Colegio de la
Consolación, porque era muy linda y la imagen de la Virgen María
muy bonita, además los recreos eran en la querida Glorieta. Durante el Bachiller Superior no recuerdo si los hubo o no.
En la iglesias las imágenes se
recubrían con lienzos morados durante toda la Cuaresma, en la Semana Santa no había
cine -que era lo que más nos dolía- y en la radio sólo se oía
música clásica. Nuestra
fe era muy rudimentaria, de primera comunión, con lo cual no puedo
decir que viviésemos aquellos días con hondura espiritual,
simplemente era un tiempo especial del que disfrutamos
a nuestra manera.
De la Semana Santa, lo que en mi
infancia me generaba más expectación eran las procesiones. Y por
los comentarios de mis compañeros de Bachiller, creo que era, más o
menos, igual para todos los niños y jóvenes. No sé
como funcionaban las cofradías en Requena, solo sé que eran algo
que organizaban
las procesiones, que tenían
“pasos” que se guardaban en las iglesias, que
se afiliaban los chicos, pagaban un recibo, vendían lotería en
Navidad... Creo que había cierta rivalidad entre ellas, según me
comentan, pero no era un mundo en el que entrásemos las niñas. Ni
sé
como se llamaban los señores que andaban por medio de la procesión
con algo parecido a una vara de mando y dando órdenes. Pero sí,
y muy especialmente, recuerdo como me fascinaban los trajes de los
capuchinos, que es como llamábamos a los cofrades. Aquellas glamurosas capas de raso
me encantaban y eran objeto de deseo, máxime en aquellos tiempo de “cine de
romanos”. No obstante, me tuve que conformar con ponerme en casa la
capa de mi hermano y pasearme con ella por el pasillo. En aquellos
tiempo las mujeres no podían salir de capuchinas. Lo más que podían
salir eran con un traje negro, tocadas de teja y mantilla,
acompañando a la Virgen. Pero esto, a mi, pese a la elegancia de la
indumentaria, la extrínseca belleza de la filigrana del carey y la
exquisitez de la blonda negra, no me gustaba. Me gustaba lo que
vestían los chicos.
Había diversas cofradías. Que
recuerde la primera que salía era la de La
Oración del Huerto, lo hacía el Martes Santo, tenía un paso grande
y hermoso, posteriormente
adquirió el paso de
La Virgen de las
Angustias. Su
indumentaria
constaba de
hábito morado y capa blanca, como el fajín y el capirote. A ella
pertenecían, además de mi hermano Luis, Bernardo Gavilá y Toni
Gresa, que lo recuerdan gratamente. Tenía su sede en el convento del
Corazón de María, de los PP Claretianos y salía de allí, detrás
de mi casa.
Me parece que era una de las más numerosas. El Miércoles Santo, a las
11 de la noche, salía la Procesión
del Silencio, con el
Nazareno del Arrabal, solía hacer frío, pero íbamos a verla. En
ocasiones la veía desde el
balcón de casa, pues
pasaba por delante, y realmente me impresionaba la expresión de aquel
Nazareno mirando al cielo. Los cofrades vestían túnica y capa de color morado. A esta cofradía pertenecía
Julián López Gorbe, que fue costalero por muchos años. En una de las cofradía, me
parece recordar que era
la que llevaba los pasos de
la Flagelación
y el Santo Entierro,
vestían túnica y capa
de color naranja, algo descoloridas algunas,
bastantes años después los vi con túnica, capa y capirote de un
hermoso y brillante color
rojo, todos nuevecitos.
Entonces no eran muchos. En la cofradía de la Vera Cruz, me parece recordar, había dos indumentarias diferentes, ambas en blanco y negro. Una
llevaba túnica y capirote blancos y capa negra, otra era un hábito de terciopelo negro y cuello de encaje blanco y lo vestían, al menos en mi infancia, señores mayores y niños, tenía capirote blanco, pero no solían usarlo, algo que no
le gustaba a los jóvenes. No obstante hay algunas fotografías en las que si aparcen los cofrades con él.
Las procesiones por excelencia, por el mayor número de pasos y por su duración, eran las del Jueves y Viernes Santo,
duraban casi toda la tarde. Salían cuando terminaban los oficios
religiosos, de los que recuerdo que no se tocaba la campanilla que
guiaba a los fieles a lo largo de las celebraciones litúrgicas, sino
una carraca. A lo largo de las calles la gente iba tomando posición
para ver pasar la procesión, hasta se sacaban sillas de las casas
para esperar, formando un
entretenido ambiente. Pero
los niños no podíamos parar en ningún sitio concreto. Al
comienzo
de la tarde ya salíamos a pasear por la Avenida
y esperar la hora de salida
de la procesión. Eran
momentos en los que los chicos vestidos con sus trajes de capuchinos,
pero a cara descubierta, con el capuchón en la mano, faroleaban un
poco ante las chicas. En realidad teníamos que ver pasar la
procesión en varios sitios. Nos
ubicábamos en uno y
todavía no había terminado de pasar copleta cuando ya estábamos corriendo
para esperarla en otro. Recuerdo que
me gustaba verlas salir del
templo del Carmen, o al principio de la calle Verdú Diana, y salir
corriendo para verla en la Glorieta, o en el Portalejo. Si subía
hasta el Corazón de María por la calle la Plata, allí la esperaba
y si giraba por mi calle, la Carretera, la esperaba en mi casa o en
la Cuatro Esquinas, para salir corriendo al terminar y, por los
callejones de Marco y Marquillo, salir a esperarla a la plaza.
El Viernes Santo era
un día completito. Además de la procesión de la tarde, había
dos procesiones especiales y
la visita a los “monumentos”.
En la madrugada tenía lugar la procesión de Los
Pasos, a la que sólo
asistí ya de jovencita, dado que salía muy temprano, a las 6 de la
mañana, pero de niña recuerdo “oírla” y asomarme al
balcón a verla pasar por
las Cuatro Esquinas. Y digo “oirla”
porque los cantos no solo,
en el silencio de la madrugada, se oían desde lejos, sino que para
mí eran “muy raros”. Mucho tiempo después aprendí que se
trataba de motetes, interpretados por unos cantores que venían de
Valencia todos los años.
Era una procesión realmente singular, en
realidad se trataba de un Vía Crucis, pero
las imágenes de la Virgen y Jesús Nazareno, que se custodiaban en
la ermita de San Sebastián, era de un sobriedad proverbial, además
de despertar una gran devoción popular.
Julián López Gorbe me recuerda que él y otros jóvenes se juntaban
de madrugada en el Mesón del Vino para ensayar los cantos, luego
iban hasta la iglesia del Salvador, de donde salía la procesión,
para bajar, tal vez por la cuesta del Castillo, y subir por la calle
Las Monjas hacia la Carretera, que era donde yo la oía. Desde allí
iniciaba la subida a las Peñas por la calle San Luis, hasta terminar
en la plaza, ante la ermita de San Sebastián. De esta singular
procesión quedan interesantes muestras en unas fotografías que
recientemente ha aportado Luis Ramos González. Para
los buenos “peñeros” como Toni Gresa, ésta era la mejor
procesión de toda la Semana Santa.
Lo que nunca entendí es
la costumbre de ir después a "comer pasteles". Finalizada la procesión se enfilaba el camino de las pastelerías a
comprar merengues o pasteles de crema y, a continuación, se marchaban a comerlos al campo, a parajes como el
Estanque o en el Nacimiento. En ocasiones no llegaban los pasteles porque se comían por el camino,
y al arribar
al sitio elegido más bien había que lavarse, porque los
chicos andaban llenos de
merengue o crema. Pero los jóvenes lo pasaban muy bien, yo fui en
alguna
ocasión,
de alguna manera preludiaba los deliciosos días de la Pascua.
La procesión de la Soledad, he de reconocer más de medio siglo después,
fue la que a
mí, más me impresionó o más huella me dejó. Desde
bien pequeña salía en
ella, acompañando a mi
madre. Casi siempre nos incorporábamos a la procesión cuando pasaba
por casa, porque el Viernes Santo se cenaba tarde, debido a la
duración de la procesión de la tarde, y la de la Soledad salía a
la 11. Aun así recorríamos todo el trayecto desde mi casa, por el
resto del tramo de la calle Generalísimo, bajábamos por Norberto
Piñango y subíamos hacia la Villa, atravesando Cantarranas, por la
cuesta del Cristo y por la calle homónima salíamos a la plaza de la
Villa en dirección a la calle de Santa María, para iniciar el
descenso por la Cuesta de San Julián o de las Carnicería. El
trayecto de la Villa resultaba impresionante porque en aquellas estrechas calles, escasamente iluminadas, destacaba la interminable guirnalda de luz que formaban las velas que portaban las mujeres y el silencio sepulcral, que envolvía aquellas viejas casas, solo era interrumpido por el rezo
del rosario. Iban casi todas las madres del pueblo con sus hijas. Al menos yo recuerdo una
inmensa hilera de mujeres y niñas. Cada cierto tiempo había
relevo de las mujeres que portaban a la Virgen, todas
quería tener su momento de amor llevando sobre su hombros a la Madre
Dolorosa, acompañándola en silencio en aquella noche que el Hijo ha
muerto. La llegada al
Carmen, a dejar a la Virgen en su casa, era apoteósico. Aquella
Salve Regina en latín cantada por todas aquellas mujeres, con
auténtica devoción, era tan intensamente vivo que pervive en mi
memoria como uno de los más impactantes de mi vida. Es más, incluso
cuando volvía en Semana Santa en los años que yo anduve apartada de
toda práctica religiosa, no pude dejar de asistir a la procesión de
la Soledad. La intensa vivencia infantil fue
superior a mis trasnochados prejuicios y a mi ignorancia en materia de espiritualidad
cristiana.
El Viernes Santo también se iba a
“recorrer los monumentos”. En cada iglesia se hacia una
Exposición del Santísimo en medio de una, por lo general, exquisita
decoración. Al menos a mi me gustaban mucho. No había convento con
capilla ni iglesia que no tuviese su “monumento”. Desde el Carmen
y el Salvador, a la capilla de San Francisco, en el hospital
de la Loma,
pasando por el colegio de
la Consolación, los
conventos de las
Agustinas, de los Dominicos
y el del Corazón de María,
recorríamos el pueblo con nuestras mejores galas, era un día
especial.
Tras la procesión de la Soledad
se acaban las procesiones. Litúrgicamente ya no había más
celebraciones hasta el Domingo de Resurrección. Supongo que habría
alguna Vigilia Pascual, aunque no recuerdo ir a ninguna. Pero
quedaban los tres días de pascua ¡Qué días!
A poco kilómetros de Requena, en
Chiva, población a la que iba con frecuencia a casa de unos amigos
de mis padres, se celebraba de otra manera. La noche del sábado al
domingo, a las 12 en punto las campanas de la iglesia comenzaban a
sonar y sonar, al día siguiente había una procesión llamada del
“Encuentro”
en la que la Virgen, que residía en el Castillo, era bajadas hasta
el pueblo y allí se encontraba
con Jesús resucitado.
Había mucha fiesta. Y allí también se celebraban, como en toda la
provincia de Valencia,
los tres días de Pascua. Recalco esto porque es algo que me
sorprendió al llegar a Andalucía. Aquí no se celebraba la Pascua
como allí. Pero esto ya responde a mi vida adulta, no a los
recuerdos de mi infancia.
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