sábado, 19 de marzo de 2016

CUARESMA Y SEMANA SANTAhttp://minfanciasonrecuerdosderequena.blogspot.com/



Uno de los recuerdos inolvidables de la Cuaresma, durante los años de la escuela primaria, es el del día que nos llevaban al templo del Carmen. Salíamos de nuestro centro, las llamadas "escuelas nuevas" aunque su nombre oficial era Grupo Escolar  "Alfonso X el Sabio", en fila de a dos y las niñas, con nuestros uniformes escolares blancos, atravesábamos la plaza del Portal, dejando a nuestra derecha la fuente de los Patos, y por la calle del Peso, la plaza de España y la calle del Carmen llegábamos a la iglesia. Supongo que detrás venían los niños pero sólo recuerdo el follón que montaban. Nos arrodillábamos ante el Cristo de la Vera Cruz y cantábamos “Perdona a tu pueblo, Señor”, una canción que nunca olvidé, pese a mis muchos años posteriores de ausencia de práctica religiosa, posiblemente porque iba vinculada a aquellos recuerdos de la escuela. Allí arrodillados, niños y niñas, pronto comenzaban los empujones, las caídas y las risas.

Los años del Instituto nos daban ejercicios espirituales, al menos durante los cuatro cursos del Bachiller Elemental. Eran dos o tres días previos a las vacaciones de Semana Santa, no recuerdo ni quien nos lo daba, ni de qué trataban, pero sí el lugar: la capilla del Colegio de la Consolación, porque era muy linda y la imagen de la Virgen María muy bonita, además los recreos eran en la querida Glorieta. Durante el Bachiller Superior no recuerdo si los hubo o no.

En la iglesias las imágenes se recubrían con lienzos morados durante toda la Cuaresma, en la Semana Santa no había cine -que era lo que más nos dolía- y en la radio sólo se oía música clásica. Nuestra fe era muy rudimentaria, de primera comunión, con lo cual no puedo decir que viviésemos aquellos días con hondura espiritual, simplemente era un tiempo especial del que disfrutamos a nuestra manera.

El viernes de la semana de pasión, “Viernes de Dolores”, era el día de la patrona de Requena, Nª Señora de los Dolores, marcaba el inicio de la Semana Santa, al menos para nosotros dado que con él comenzaban las vacaciones escolares hasta después de Pascua. El Domingo de Ramos era costumbre estrenar algo, aunque fuese una nimiedad, lo cierto es que nos endomingábamos para ir a misa y asistir, o ver pasar, la procesión de los Ramos. No recuerdo mucho de ella salvo la belleza de las doradas palmas cimbreándose al ritmo de la procesión. Las hojas de palmera quedaban, posteriormente, colgadas en algunos balcones, en mi casa lo más que entraba eran las ramas de olivo que nos daban en misa.

De la Semana Santa, lo que en mi infancia me generaba más expectación eran las procesiones. Y por los comentarios de mis compañeros de Bachiller, creo que era, más o menos, igual para todos los niños y jóvenes. No sé como funcionaban las cofradías en Requena, solo sé que eran algo que organizaban las procesiones, que tenían “pasos” que se guardaban en las iglesias, que se afiliaban los chicos, pagaban un recibo, vendían lotería en Navidad... Creo que había cierta rivalidad entre ellas, según me comentan, pero no era un mundo en el que entrásemos las niñas. Ni sé como se llamaban los señores que andaban por medio de la procesión con algo parecido a una vara de mando y dando órdenes. Pero sí, y muy especialmente, recuerdo como me fascinaban los trajes de los capuchinos, que es como llamábamos a los cofrades. Aquellas glamurosas capas de raso me encantaban y eran objeto de deseo, máxime en aquellos tiempo de “cine de romanos”. No obstante, me tuve que conformar con ponerme en casa la capa de mi hermano y pasearme con ella por el pasillo. En aquellos tiempo las mujeres no podían salir de capuchinas. Lo más que podían salir eran con un traje negro, tocadas de teja y mantilla, acompañando a la Virgen. Pero esto, a mi, pese a la elegancia de la indumentaria, la extrínseca belleza de la filigrana del carey y la exquisitez de la blonda negra, no me gustaba. Me gustaba lo que vestían los chicos.

Había diversas cofradías. Que recuerde la primera que salía era la de La Oración del Huerto, lo hacía el Martes Santo, tenía un paso grande y hermoso, posteriormente adquirió el paso de La Virgen de las Angustias. Su indumentaria constaba de hábito morado y capa blanca, como el fajín y el capirote. A ella pertenecían, además de mi hermano Luis, Bernardo Gavilá y Toni Gresa, que lo recuerdan gratamente. Tenía su sede en el convento del Corazón de María, de los PP Claretianos y salía de allí, detrás de mi casa. Me parece que era una de las más numerosas. El Miércoles Santo, a las 11 de la noche, salía la Procesión del Silencio, con el Nazareno del Arrabal, solía hacer frío, pero íbamos a verla. En ocasiones la veía desde el balcón de casa, pues pasaba por delante, y realmente me impresionaba la expresión de aquel Nazareno mirando al cielo. Los cofrades vestían túnica y capa de color morado. A esta cofradía pertenecía Julián López Gorbe, que fue costalero por muchos años. En una de las cofradía, me parece recordar que era la que llevaba los pasos de la Flagelación y el Santo Entierro, vestían túnica y capa de color naranja, algo descoloridas algunas, bastantes años después los vi con túnica, capa y capirote de un hermoso y brillante color rojo, todos nuevecitos. Entonces no eran muchos. En la cofradía de la Vera Cruz, me parece recordar, había dos indumentarias diferentes, ambas en blanco y negro. Una llevaba túnica y capirote blancos y capa  negra, otra era un hábito de terciopelo negro y cuello de encaje blanco y lo vestían, al menos en mi infancia, señores mayores y niños, tenía capirote blanco, pero no solían usarlo, algo que no le gustaba a los jóvenes. No obstante hay algunas fotografías en las que si aparcen los cofrades con él.

El Jueves Santo salían unos cuantos pasos. No recuerdo el orden, pero iban las imágenes de La Oración del Huerto, el Nazareno de Arrabal, la Flagelación, el Cristo de la Vera Cruz, y la Virgen de los Dolores, cerrando la procesión, a la que acompañaba mucha gente del pueblo. El Viernes Santo salía también un Ecce Homo, el Descendimiento, que era un enorme paso, tal como me parecía entonces, el único que procesionaba sobre ruedas, y que había que ver la que montaban para bajarlo por la cuesta del Castillo. Finalizaba la procesión el Santo Entierro, flanqueado por unos impecables guardias civiles. Era un procesión, para entonces de una extensión considerble, y aún así me apenaba que se acabase. Todos los pasos me parecían hermosos, me gustaba verlos una y otra vez. Realmente ver pasar la procesión era algo que me gustaba, que disfrutaba, que me hacía feliz.

Pero desde nuestra perspectiva de niños lo que nos entusiasmaba era el cachucheo de los caramelos. Los capuchinos llevaban los bolsillos llenos de caramelos que repartían según se iban encontrando en el camino con familiares, amigos, conocidos o a quien le apeteciese dárselos. Yo, que era algo tímida, nunca se me ocurría pedir caramelos, pero me gustaba que me diesen y, ciertamente, como recuerda Bernardo, nos fijábamos en los zapatos para identificarlos por los pies y esperar a ver si nos daban algún caramelo, otros niños lo pedían sin mas. Entre los caramelos, Toni Gresa recuerda especialmente unos en forma de aceitunas y de color verde. Niños que luego ingresarían en las cofradías y se harían costaleros, palabra que yo nunca oí hasta venir a Andalucía. No sé como se les decía entonces, y eso que mi hermano Luis, que era un buen mozo alto y fuerte, durante muchos años salió llevando “en andas” el paso de la Oración del Huerto, que pesaba lo suyo pues lo portaban entre cuarenta y ocho varones, veinticuatro delante y otros tantos detrás. Mi hermano volvía con los hombros machacados y mi madre le daba un linimento o algo así. También nos gustaba mucho ver correr el Pendón de la Vera Cruz. Iba un señor mayor llevando el estandarte y unos niños pequeñitos llevando los extremos y me parce que unas borlas. En algún momento aquel señor echaba a correr y los niños también corrían, casi siempre dando traspiés. Hay una fotografía en Internet de don Rafael Bernabeú llevando ese pendón en 1953.

Las procesiones por excelencia, por el mayor número de pasos y por su duración, eran las del Jueves y Viernes Santo, duraban casi toda la tarde. Salían cuando terminaban los oficios religiosos, de los que recuerdo que no se tocaba la campanilla que guiaba a los fieles a lo largo de las celebraciones litúrgicas, sino una carraca. A lo largo de las calles la gente iba tomando posición para ver pasar la procesión, hasta se sacaban sillas de las casas para esperar, formando un entretenido ambiente. Pero los niños no podíamos parar en ningún sitio concreto. Al comienzo de la tarde ya salíamos a pasear por la Avenida y esperar la hora de salida de la procesión. Eran momentos en los que los chicos vestidos con sus trajes de capuchinos, pero a cara descubierta, con el capuchón en la mano, faroleaban un poco ante las chicas. En realidad teníamos que ver pasar la procesión en varios sitios. Nos ubicábamos en uno y todavía no había terminado de pasar copleta cuando ya estábamos corriendo para esperarla en otro. Recuerdo que me gustaba verlas salir del templo del Carmen, o al principio de la calle Verdú Diana, y salir corriendo para verla en la Glorieta, o en el Portalejo. Si subía hasta el Corazón de María por la calle la Plata, allí la esperaba y si giraba por mi calle, la Carretera, la esperaba en mi casa o en la Cuatro Esquinas, para salir corriendo al terminar y, por los callejones de Marco y Marquillo, salir a esperarla a la plaza.

El Viernes Santo era un día completito. Además de la procesión de la tarde, había dos procesiones especiales y la visita a los “monumentos”. En la madrugada tenía lugar la procesión de Los Pasos, a la que sólo asistí ya de jovencita, dado que salía muy temprano, a las 6 de la mañana, pero de niña recuerdo “oírla” y asomarme al balcón a verla pasar por las Cuatro Esquinas. Y digo “oirla” porque los cantos no solo, en el silencio de la madrugada, se oían desde lejos, sino que para mí eran “muy raros”. Mucho tiempo después aprendí que se trataba de motetes, interpretados por unos cantores que venían de Valencia todos los años. Era una procesión realmente singular, en realidad se trataba de un Vía Crucis, pero las imágenes de la Virgen y Jesús Nazareno, que se custodiaban en la ermita de San Sebastián, era de un sobriedad proverbial, además de despertar una gran devoción popular. Julián López Gorbe me recuerda que él y otros jóvenes se juntaban de madrugada en el Mesón del Vino para ensayar los cantos, luego iban hasta la iglesia del Salvador, de donde salía la procesión, para bajar, tal vez por la cuesta del Castillo, y subir por la calle Las Monjas hacia la Carretera, que era donde yo la oía. Desde allí iniciaba la subida a las Peñas por la calle San Luis, hasta terminar en la plaza, ante la ermita de San Sebastián. De esta singular procesión quedan interesantes muestras en unas fotografías que recientemente ha aportado Luis Ramos González. Para los buenos “peñeros” como Toni Gresa, ésta era la mejor procesión de toda la Semana Santa.

Lo que nunca entendí es la costumbre de ir después a "comer pasteles". Finalizada la procesión se enfilaba el camino de las pastelerías a comprar merengues o pasteles de crema y, a continuación, se marchaban a comerlos al campo, a parajes como el Estanque o en el Nacimiento. En ocasiones no llegaban los pasteles porque se comían por el camino, y al arribar al sitio elegido más bien había que lavarse, porque los chicos andaban llenos de merengue o crema. Pero los jóvenes lo pasaban muy bien, yo fui en alguna ocasión, de alguna manera preludiaba los deliciosos días de la Pascua.

La procesión de la Soledad, he de reconocer más de medio siglo después, fue la que a mí, más me impresionó o más huella me dejó. Desde bien pequeña salía en ella, acompañando a mi madre. Casi siempre nos incorporábamos a la procesión cuando pasaba por casa, porque el Viernes Santo se cenaba tarde, debido a la duración de la procesión de la tarde, y la de la Soledad salía a la 11. Aun así recorríamos todo el trayecto desde mi casa, por el resto del tramo de la calle Generalísimo, bajábamos por Norberto Piñango y subíamos hacia la Villa, atravesando Cantarranas, por la cuesta del Cristo y por la calle homónima salíamos a la plaza de la Villa en dirección a la calle de Santa María, para iniciar el descenso por la Cuesta de San Julián o de las Carnicería. El trayecto de la Villa resultaba impresionante porque en aquellas estrechas calles, escasamente iluminadas, destacaba la interminable guirnalda de luz que formaban las velas que  portaban las mujeres y el silencio sepulcral, que envolvía aquellas viejas casas, solo era interrumpido por el rezo del rosario. Iban casi todas las madres del pueblo con sus hijas. Al menos yo recuerdo una inmensa hilera de mujeres y niñas. Cada cierto tiempo había relevo de las mujeres que portaban a la Virgen, todas quería tener su momento de amor llevando sobre su hombros a la Madre Dolorosa, acompañándola en silencio en aquella noche que el Hijo ha muerto. La llegada al Carmen, a dejar a la Virgen en su casa, era apoteósico. Aquella Salve Regina en latín cantada por todas aquellas mujeres, con auténtica devoción, era tan intensamente vivo que pervive en mi memoria como uno de los más impactantes de mi vida. Es más, incluso cuando volvía en Semana Santa en los años que yo anduve apartada de toda práctica religiosa, no pude dejar de asistir a la procesión de la Soledad. La intensa vivencia infantil fue superior a mis trasnochados prejuicios  y a mi ignorancia en materia de espiritualidad cristiana.

El Viernes Santo también se iba a “recorrer los monumentos”. En cada iglesia se hacia una Exposición del Santísimo en medio de una, por lo general, exquisita decoración. Al menos a mi me gustaban mucho. No había convento con capilla ni iglesia que no tuviese su “monumento”. Desde el Carmen y el Salvador, a la capilla de San Francisco, en el hospital de la Loma, pasando por el colegio de la Consolación, los conventos de las Agustinas, de los Dominicos y el del Corazón de María, recorríamos el pueblo con nuestras mejores galas, era un día especial.

Tras la procesión de la Soledad se acaban las procesiones. Litúrgicamente ya no había más celebraciones hasta el Domingo de Resurrección. Supongo que habría alguna Vigilia Pascual, aunque no recuerdo ir a ninguna. Pero quedaban los tres días de pascua ¡Qué días!

A poco kilómetros de Requena, en Chiva, población a la que iba con frecuencia a casa de unos amigos de mis padres, se celebraba de otra manera. La noche del sábado al domingo, a las 12 en punto las campanas de la iglesia comenzaban a sonar y sonar, al día siguiente había una procesión llamada del “Encuentro” en la que la Virgen, que residía en el Castillo, era bajadas hasta el pueblo y allí se encontraba con Jesús resucitado. Había mucha fiesta. Y allí también se celebraban, como en toda la provincia de Valencia, los tres días de Pascua. Recalco esto porque es algo que me sorprendió al llegar a Andalucía. Aquí no se celebraba la Pascua como allí. Pero esto ya responde a mi vida adulta, no a los recuerdos de mi infancia.

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