jueves, 24 de diciembre de 2015

Las películas de nuestra vida

Una película, por la fuerza de la imagen y del sonido, suele resultar más impactante emocionalmente que un libro. De ahí que entre los cientos de películas que vi durante mi infancia y adolescencia, al igual que le sucede a mis compañeros de instituto, algunas guardan una especial y preeminente posición en nuestra memoria, independientemente de su calidad cinematográfica.
     Cuando Los Diez Mandamientos, película dirigida por De Mille en 1956, se estrenó en España el 21 de diciembre de 1959, yo tenía ocho años y me dejó tal huella que ha condicionado mi estética bíblica de por vida. He visto películas basadas en el relato bíblico del Éxodo, pero ninguna me ha entusiasmado. Mi “Moisés” sigue teniendo el rostro de Heston, lo mismo que Ramsés, el de Brynner, o Birthia, el de Nina Foch, la hija del Faraón que recoge a Moisés del Nilo, y el perverso Datán siempre es como Edward G. Robinson.
Hay multitud de teorías sobre lo que realmente pudo ser el paso del mar Rojo, o las plagas de Egipto, pero la genialidad de las imágenes de De Mille permanecen imborrables. A la conmoción de la película hay que añadir, como reconocía Julián López Gorbe, que fue una época en la que se estilaban los álbumes de cromos, y completar la colección de la película nos llevó muchos meses, entusiasmo y los pocos reales o céntimos que podíamos conseguir, porque todavía podíamos comprar cosas con menos de una peseta.
     La Biblia fue fuente de inspiración para muchos cineastas. Otra película que conmocionó al público y a Bernardo Gavilá, por ser su primera película, fue la Túnica Sagrada, película de 1953 dirigida por H. Koster, una de las películas más taquilleras de los cincuenta, la primera en cinemascope. A mi me marcó Quo vadis? La novela de Henryk Sienkiewicz vale la pena leerla, pero la película de Mervin Leroy de 1951 no me canso de verla. Marco Vinicio, el guapísimo Robert Taylor, es mi arquetipo de romano y San Pedro, pese a toda la preciosa tradición iconográfica cristiana de grandes pintores, para mí sigue teniendo el rostro de Finlay Currie, y san Pablo, el de Abraham Sofaer. Ahora, como arquetipo de héroe creyente..., el príncipe Judá Ben-Hur, Charlton Heston lo borda. Recomiendo especialmente la lectura de la novela de Lewis Vallace, Ben-Hur, pero la película de 1959 dirigida por William Wyler es sencillamente extraodinaria, no es, pues, de extrañar que resultase ser la más oscarizada de la historia del cine, máxime cuando el Óscar significaba algo.
     Lo que el viento se llevó es otra de esas películas que impactaron en mis infantiles ojos. Irrepetible la Scarlet de Vivian Leigth, pero es que el Red Bullter de Clark Gable es inolvidable. Recuerdo algunas del Oeste, como Raíces profundas -yo debía ser casi tan pequeña como el niño Joey Starrett (Brandon de Wilde)- Flecha Rota, Fort Apache, La legión invencible y Centauros del desierto, pero creo que me dejó sobrecogida Duelo al Sol, de 1953, el único papel de malo de mi querido Gregory Peck, que luego me resarciría con el papel del capitán James Mckay en Horizontes de grandeza, película de 1958 dirigida por William Wyler. Sin embargo, por encima de estas grandes películas ni qué decir tiene que disfrutábamos con las menos buenas con indios, el 7º de caballería y sus chaquetas azules, vaqueros... ¡De verdad que nos proporcionaron muchas tardes de regocijo! Recuerdo la saga de películas basadas en las novelas de Karl May en la que los héroes eran un apache mescalero llamado Winnetou y, sobre todo, los guapísimos Lex Baker y Steward Granger. José Antonio Sánchez exhuma del baúl de los recuerdos a su héroe: Kit Carson, el mítico explorador y agente indígena sobre el que se vertieron muchas películas. 
     En la infancia diría que eran conocidos tres directores, por supuesto Walt Disney cuya película Fantasía (1940) me resultó tan especial que nunca se desdibujó en mí aquel film en el que Disney movía a sus personajes al compás de los clásicos. Mickey Mouse siguiendo el ritmo frenético de El aprendiz de brujo de Dukas o las hipopótamas bailando La danza de las horas de Poncielli son de antología. Conocimos a Alfred Hictchcok, Recuerda (1945) y La Ventana Indiscreta (1954) se grabaron en mis recuerdos. También alternamos tempranamente con otro gran director, Orson Welles, en La guerra de los mundos de 1938, que marcó huella. En 1954, Godzilla, película japonesa, que rememora Toni Gresa, o aquella extrañísima La Mujer y el monstruo (1954), dirigida por Jack Arnold, iniciaban la serie de películas de monstruos y de terror. Y para terror, el inolvidable miedo que pasé, mejor dicho que pasamos las niñas de entonces, como confesábamos hace poco Elvira Salinas y yo, con El Cebo, dirigida por Ladislao Wajda en 1959, sobre un
asesino en serie de niñas, Schrot, interpretado por Gert Fröbe, de modo que cada vez que he visto a este actor alemán me he acordado de aquel papel. El gran carnaval dirigida por Billy Wilder en 1951 no era de terror, pero me impactó casi terroríficamente la banalización del mal tal como allí se expone. En el otro extremo brota de mi memoria el disfrute con Siete novias para siete hermanos de Stanley Donen (1955), o con alguno de los melodramas como Imitación a la vida de D. Sirk en 1959.
   Pese a la invasión de películas norteamericanas también hubo sitio para el cine español. En la memoria colectiva el premio se lo lleva Pablito Calvo en Marcelino, pan y vino, película de 1955 dirigida por Ladislao Vajda. El alacrán, los monjes, el trozo de pan que le ofrece
Marcelino a Cristo, y este acepta, y la escena del niño en sus brazos son inolvidables. Como fenómeno de películas populares que, si bien no nos marcaron significativamente, al menos a mí, sí es cierto que nos gustaron mucho, fueron las películas de Joselito, sobre todo la trilogía del ruiseñor dirigida por Antonio del Amo: El pequeño ruiseñor (1956), La saeta del ruiseñor (1957) y El ruiseñor de las cumbres (1958). Marisol tenía su propio encanto y nos hicimos sus amigos desde la primera: Un rayo de luz, de Luis Lucía, en 1960. Sí me resultó inolvidable aquel pedazo de “El relicario” cantado por nuestra Sara en la película El último Cuplé (1957), de Juan de Orduña. No obstante, hubo algunas de gran calidad que se nos quedaron impresas en la memoria, como la entrañable película, rememorada por José Antonio Sánchez, El maestro, coproducción hispanoitaliana de 1957 dirigida por Aldo Fabrizi y E. Brochero. De 1960 es El cochecito, de Marco Ferreri, interpretado por el inolvidable Pepe Isbert, que tanto le gustó a Salvador Albertos.

     La década de los sesenta se inauguró con una pléyade de grandes superproducciones, películas realmente magníficas, que son objeto de otro escrito, pero las películas de nuestra vida se sitúan en las décadas anteriores, casi cuando comenzábamos a vivir, cuando se configuraba nuestro universo personal. La magia de una película vista en aquellos grandes cines no es la misma que si la vemos en la TV o en los minicines. Cierto que podemos verlas cuanto queramos y escuchar sus bellísimas bandas sonoras, pero la magia de aquel primer momento sólo pervive en la belleza de nuestro recuerdo.

viernes, 18 de diciembre de 2015

… al llegar la dulce Navidad


Los partocillos más lindos de mi belén
     Al llegar la dulce Navidad mi padre venía a casa de vacaciones, mi abuela me llevaba con ella al horno a preparar los dulces navideños, mi madre preparaba austeras pero exquisitas comidas, en los cines se celebraban matinales, los Reyes Magos eran esperados, el pueblo olía a dulce... pero, sobre todo, recuerdo que todo el trajín de aquellos días se orientaba al primer día de las fiestas, el día de Nochebuena. Al llegar diciembre todo comenzaba a volverse dulce y los niños vivíamos una expectación creciente.
Ferrandiz, postal navideña
     Los últimos días de escuela, antes de las vacaciones, se preparaba el tradicional belén viviente. Bueno, en realidad no sé si se celebró desde siempre, lo cierto es que yo recuerdo especialmente el de uno de los dos últimos cursos en la escuela, antes de ingresar en el instituto, debían ser las Navidades de 1958 o 1959. Aprendíamos villancicos que cantábamos ante el portal de Belén, que nuestras queridas maestras escenificaban como podían, y nuestras madres nos disfrazaban con el ingenio de quien tiene pocos recursos, pero salíamos de pastores. Mucho esfuerzo e imaginación para tan pocos recursos en aquellos años cincuenta. Recuerdo especialmente aquel año porque mi madre me vistió de pastora con el refajo que había llevado en la Fiesta de la Vendimia.
Mi abuela Emilia Ibáñez Ochando
   Para dulces, dulces... las empanadillas de boniato: ¡uno de los sabores que más echo de menos! Por aquel entonces la panadería industrial no existía, por lo menos en Requena, todo era casero. Una de las actividades que más nos hacía disfrutar a mi primo Tonín y a mí era acompañar a nuestra abuela Emilia al horno de Benito a hacer las pastas. Mis abuelos habían tenido horno y molino, con lo cual mi abuela era toda una experta en mantecados, rollitos de anís, magdalenas, almendrados, tortas de chichorritas, galletas estriadas y unos bollitos especiales, parecidos al panquemado, su especialidad. Resultaba fascinante ver cómo de aquella mezcla de agua, harina, anís y no sé qué más, las hábiles manos de la abuela hacían diversos tipos de masa a la que luego les daba diferentes formas, para después bajárselos a Benito el hornero para que los hornease. A los niños, bueno, al menos a mi primo y a mí, lo que nos gustaba era comer masa cruda con sabor a anís, que estaba muy rica, aunque nuestra querida abuela nos diese algún que otro pescozón. El día de antes habíamos contemplado –y metido la cuchara de vez en cuando– la elaboración de la exquisita mezcla que servía de relleno a las empanadillas, el dulce de boniato. Eso sí que se hacía a fuego lento, el de la estufa de leña que iba transformando el boniato, el azúcar y la canela en una masa compacta y sabrosísima a lo largo de toda una tarde. El aroma que se extendía por la casa era de ensueño.

Empanadillas de boniato, típicas de Navidad.
     Aquellos días casi todas las familias hacían lo mismo en los diversos hornos. Hay que decir que el horno habitual de mis abuelos, el de Benito, estaba en la calle las Monjas (actual Norberto Piñango), en la cual había dos hornos más, el de Florentino, hermano de Benito, estaba justamente al lado y, más abajo, el de la Tomaseta. Por aquel entonces los hornos eran de leña y se alimentaban con garbas de ramas de oloroso pino procedentes de los montes, con lo cual, el pan, los dulces o lo que se cociera allí tenía un valor añadido, realmente inimitable en los actuales hornos, y en aquellos días mezclado con el olor de los dulces convertían aquella calle en una verdadera delicia. Además, eran unos dulces que solo se hacían en aquellas fechas, con lo cual los añorabas el resto del año y cuando llegaba su hora lo paladeabas con el sabor que no tiene lo que ahora conseguimos con facilidad en cualquier día y hora.
Los Reyes Magos, viejas figuritas de barro de los '50
     El belén, montar el belén era todo un ritual. Mi primo Tonín comenzaba para la Inmaculada, él era muy manitas y montaba un nacimiento grande y bonito, yo algo más tarde, cuando el taller de costura de mi madre se despejaba un poco. Las figuritas eran todas de barro, habitualmente las comprábamos en casa de Pepe Corell, un señor ataviado siempre con una de las tradicionales camisas ablusonadas de color oscuro y gorra en una tiendecita minúscula que había en la calle del Peso, entre la mercería de la Valeriana y los ultramarinos de Ramón Martínez. Todavía conservo algunas figuritas de aquella época, medio rotas, pero que me resisto a tirar: algún pastor, una lavandera y, sobre todo, los Reyes Magos, tosquísimos, pero... ¡¡¡entrañablemente maravillosos!!! Las casitas las hacíamos a mano, con corcho y cáscaras de huevo a modo de tejado. Para las montañas siempre había cepas que se adaptaban bien a hacer de montañas y serrín para formar el suelo, el papel de plata de las chocolatinas nos servía para construir el río y un poquito de harina para dar el toque de una nevada. No faltaba el precioso y brillante musgo, que entonces no estaba protegido, y los teníamos en los tejados de las casas y, si no, por la fuente Bernate y la fuente de las Pilas, de las cuales regresábamos ateridos, rozando la congelación pero rebosantes de musgo, y nos calentábamos en la lumbre que todavía mantenían mis abuelos en la planta baja. Entonces no se estilaba el árbol, ni teníamos bolitas de colores, ni espumillón, por lo menos en nuestras casas. A decir verdad, tampoco nos hizo falta para disfrutar a tope de los días navideños.
La Requenense, mi padre y yo.
     Casi vísperas de Nochebuena llegaba mi padre a pasar las vacaciones anuales, venía en la Requenense, que tenía su parada en la Avenida, junto al bar Rioma. Posiblemente tuviese anunciada su llegada, pero lo cierto es que mi primo y yo nos íbamos a esperar el autobús con varias horas de antelación. Recorríamos aquella avenida, desde la parada oficial del autobús hasta la esquina de la avenida Lamo de Espinosa, multitud de veces, nos congelábamos, entrábamos en las oficinas y sala de estar de los viajeros, nos calentábamos y volvíamos a salir a jugar. Así hasta que llegaba la Requenense. ¡Qué júbilo ver doblar aquel autobús que parecía una linda cebra, blanco con rayas negras, doblar la esquina de la gran Avenida y acercarse lentamente, hasta que se paraba y mi padre bajaba! ¡Qué brazos tan fuertes y seguros los de mi padre! ¡Qué aroma inolvidable el de su pañuelo, aquella mezcla de tabaco y colonia Varón Dandy, cuando limpiaba mi nariz, casi siempre necesitada de que la limpiaran!
El Niño Jesús
     El día de Nochebuena por la mañana la calle Olivas, la calle las Monjas, la calle el Peso y el Portalejo eran un trasiego de mujeres con sus cestos y de niños correteando. Todo el mundo se felicitaba y supongo que se pararían a hablar de la familia que venía. La tarde la recuerdo jugando cerca de alguna estufa o la lumbre de los abuelos y esperando a que nos llegase el olorcillo de la carne guisada para esa noche. Al lado de las de ahora eran unas cenas muy sencillas, casi austeras, pero ¡qué felices nos hacían! Y tras el champán y los dulces, a esperar la hora de la misa de medianoche. ¡Qué frío hacía! Pero allí estábamos, casi siempre en aquellos años íbamos al convento claretiano del Corazón de María, estaba cerca de casa y era el lugar habitual de mi abuela de ir a misa. A los niños se nos enseñó a estar calladitos y respetuosos en misa, allí no se jugaba ni se hablaba, y luego venía el besar al Niño. El día de Navidad mis abuelos nos daban el aguinaldo, un duro de verdad, porque había muchos de chocolate. ¡Toda una fortuna!
Típica carta para los RRMM
     La carta a los Reyes Magos la escribía escrupulosamente. La noche de antes, en el balcón de casa, les poníamos una cesta con paja para los camellos. No me acuerdo qué les pedía, pero sí sé que rara vez traían lo que les pedíamos. Ahora me cuestiono si realmente nuestros padres se enteraban de la carta a los Reyes Magos, porque copia no hacíamos y luego, tras escribirlas, las echábamos al buzón. Hace poco, hablando con Bernardo Gavilá de nuestra infancia, exhumaba de esa maravillosa caja que es nuestra memoria, al Rey Mago de cartón que había en la puerta de la tienda de la Valeriana y que tenía en sus manos el buzón donde echábamos nuestras cartas. Lo más probable es que nuestros padres ni se acordasen de lo que pedíamos, de todos modos, eran tiempos de austeridad, las muñecas, un lujo, y la bicicleta, un imposible, en alguna ocasión me trajeron una muñeca de cartón, claro que no podía lavarla mucho porque se rompía. Más adelante llegaron las de plástico, aunque siempre pequeñitas, ciertamente más manejables. Y, sobre todo, cosas prácticas, estuches de lápices, carteras para el colegio, cuentos, caramelos... creo que no respondía a nuestras expectativas, pero tampoco nos duraba mucho, porque mis primos y yo disfrutábamos con lo que nos traían.
Cartel de la película
     Los festivos por la mañana sucedía algo extraordinario, teníamos matinal de cine y el programa contemplaba las películas cómicas de Charlot, las del Gordo y el Flaco, las de Jaimito y los dibujos animados de Tom y Jerry , el Pato Donald, Trotacaminos..., pero sobre todo las clásicas de Walt Disney, como Blanca Nieves, Fantasía y Bambi o, ya más mayorcitos, con 101 dálmatas. Fundamentalmente vienen a mi recuerdo las matinales en el Cinema y en el Teatro Principal, pero según me recuerdan otros amigos también las había en el convento del Corazón de María.

     Sinceramente, pienso que durante la mayor parte de mis más de seis décadas de vida, la Navidad ha estado asociada a esa dulce espera y, siempre, algo se me ha escabullido entre los dedos como el humo y dejado una cierta frustración. Solamente ya de bastante mayor, cuando comencé a llenar mi brecha existencial del auténtico sentido de la Navidad, mi corazón comenzó a latir, lleno de dulce y gozosa esperanza, como entonces.

lunes, 14 de diciembre de 2015

Tardes de cine.



Cinema Astoria, o Cinema Armero
Hubo un tiempo en mi vida en el que no podía concebir el mundo sin cine. Fueron los años de la infancia y adolescencia en Requena. Desde que tengo memoria recuerdo haber ido al cine, no sé cuando fue la primera vez, deduzco que mis padres me llevaron con ellos desde bien pequeña. En la Requena de los cincuenta existían dos salas de cines: el Cinema Armero, inaugurado en 1934, y el Teatro Principal, este era el antiguo Teatro Circo que fue comprado por la familia de los Lorente, reformado e inaugurado como lo conocemos en 1946, me explica Teresa Ramos, buena conocedora del Principal. También había otras instituciones donde podíamos ver cine. Recuerdo especialmente el convento del Corazón de María, de los padre Claretianos, donde vimos por primera vez Marcelino Pan y Vino, como evoca Julián López Gorbe, y otras películas habituales entonces para niños, como las de Charlot (Charlie Chaplin) y las del Gordo y el Flaco (Laurel y Hardy), además de las producciones dom Bosco. El otro centro donde nos proyectaban películas de ese tipo estaba en las “escuelas nuevas”, así llamábamos al grupo escolar “Alfonso X, el Sabio”. En 1964 se añadió otro cine, el Avenida, pero ya era otra época, para esa fecha nuestro ritual cinematográfico estaba establecido en los sábados al Cinema y los domingos al Principal. Aún así, fui mucho a ese cine. En realidad creo que, de niños o de adolescentes, fuimos a cuantas películas echaron en nuestros cines. Algunos amigos me hablan de los teatros Romea y Cortés, pero yo no tengo referencia personal de ellos.

Teatro Principal
     El sábado por la tarde asistíamos al estreno correspondiente en el Cinema Armero, en la calle del Carmen, y el domingo por la tarde lo hacíamos en el Teatro Principal, en la calle Tres Cruces. El ritual de las tardes de cine se iniciaba posiblemente un rato después de comer, nos “arreglábamos” y salíamos a pasear hasta la hora de ir al cine, ya con las entradas en el bolsillo. Y la tan anhelada hora llegaba. Una vez entrábamos, buscábamos nuestras butacas y dejábamos el abrigo o la chaqueta o cualquier trasto que llevásemos, luego deambulábamos un poco saludando a los amigos... hasta que... ring, ring, el primero aviso de que la sesión iba a comenzar, entonces nos apresurábamos a volver a nuestro sitio a esperar el “No-Do” y los tráilers o avances de películas. No todas las personas eran puntuales y algunas llegaban cuando ya estábamos sentados, nos hacía muy poca gracia que no nos dejaran ver las imágenes aunque fuese por una fracción de segundo.

Interior del Teatro Principal
     Finalizado el último de los tráilers venía el descanso, un lapso de tiempo de unos 15 minutos antes del inicio de la película. En este tiempo se desarrollaba una actividad frenética a por suministros para tomar posteriormente mientras veíamos la película. Parecía que estábamos muertos de sed o de hambre, porque salíamos disparados al bar del cine a comprar gaseosas, caramelos, chicles, chupa-chups, pasteles, cacahuetes y pipas, chucherías en general. O los fumadores se lanzaban enfebrecidos a fumarse el cigarrillo con lo que el pequeño local que hacía de bar en el Cinema tenía un ambiente irrespirable que, a decir verdad, entonces nos preocupaba poco. Incluso en el amplio y hermoso entresuelo del Principal, el ambiente estaba cargadito. En muchas ocasiones salíamos fuera del edificio a comprar nuestras chuches en alguna tienda cercana. Cerca del Cinema, en la Plaza de España, estaban las pastelerías de Gorbe y Redolar, además del kiosco en el centro de la plaza. Desde el Principal, la tienda más cercana era la de María, “la Punta”, en la esquina de la plaza de Janini y la calle las Monjas, actual Norberto Piñango. Toni Gresa me relata como se acercaba corriendo hasta el bar Deportivo, unos metros más abajo, a ver cómo iban los partidos y a comprar cacao americano a la tía Carmen, “la Vasa”, y dulces en la zuclería de Royo, en la calle Poeta Herrero.

Interior del Cinema
     Otro ring, ring, que en el Cinema iba acompañado de luces de colores intermitentes que enmarcaban el escenario, nos avisaba del comienzo de la película. Volvíamos a nuestros asientos y entonces se abría como un espacio mágico, se descorrían el telón y sobre la blanca pantalla se proyectaban los faros de la Twenty, o el león de la Metro, o el monte con estrellas de la Paramount, la dama con la antorcha de la Columbia, el planeta de la Universal Pictures o la Warner Bross, los nombres de las productoras con la que se iniciaba el film y que automáticamente nos transportaban a otros tiempos y lugares, a vivir unas aventuras apasionadas y apasionantes. Cuando el “The End” aparecía en pantalla, creo que nadie tenía ganas de levantarse de la butaca, iniciábamos nuestra salida bastante lentamente. Lógicamente no se sale de una aglomeración corriendo, pero tampoco teníamos como mucha prisa. Normalmente teníamos tan buen sabor de boca con lo que habíamos visto, más que sabor de boca era un placer anímico, que nos dejaba como somnolientos durante un rato. Tras salir del cine todavía había tiempo para dar una vueltecita por la Avenida.

     ¿Cómo olvidar aquel impacto si todavía alienta en mí la belleza de las imágenes, las casi extraordinarias bandas sonoras, los rostros de los actores, la historia narrada, todo bajo la batuta de algún genial director? Claro que entonces no sabíamos nada de eso, en realidad sólo éramos conscientes de “que nos había gustado la peli”. No era necesario que fueran obras maestras, a fuer de ser sincera, en aquella etapa de nuestra vida nos gustaban todas. Cierto que no todas las películas fueron obras maestras, pero sí hubo muchas buenas, otras más flojas y otras menos buenas, pero, a decir verdad, todas nos gustaban.

     Las entradas habitualmente se sacaban con antelación porque cada familia estaba “abonada” a un cine u otro, es decir, tenían comprometida la compra semanalmente de un número determinado de entradas y la taquillera se las guardaba hasta una hora prudencial. De ahí que tuviésemos que ir a recogerlas por la mañana, tal vez el día de antes. Recuerdo que mis padres estaban abonados al Cinema, tenían la fila 23 números 9 y 11. Los pequeños y jóvenes procurábamos adquirir las entradas con antelación, no obstante, siempre podías sacarlas un rato antes de la hora de inicio de la película, claro que te arriesgabas a que te tocasen las primeras filas, lo que no resultaba nada cómodo. Las taquilleras de los cines perviven en nuestra memoria. Eran dos señoras del pueblo, la del Cinema se llamaba Juliana, vivía en la calle Verdú Diana, tal vez era un poco susceptible y quisquillosa, pero hacía bien su trabajo. La del teatro Principal era Luisa, siempre estaba perfectamente arreglada, era simpática y acogedora, nos facilitaba las entradas en su casa de la calle las Monjas, durante mucho tiempo conocida como la calle donde ponen los “cartelillos del Principal”. Allí también tenía la zapatería su marido Paco Ramos, que era el proyector de las películas. Era un matrimonio muy agradable, muy cinéfilo, y se les recuerda con cariño. Su sobrina y ahijada, Teresa Ramos, era compañera del Instituto y se vio todas las películas que se proyectaron en aquel cine. Como mi primo Tonín, amigo de Luisa y Paco, que no se perdió una.

Lámpara del interior del Teatro Principal
  Las proyecciones cinematográficas no se limitaban a los estrenos del fin de semana, también entre semana teníamos lo que se denominaba “sesión continua”, la proyección de dos películas seguidas, en sesión de tarde y de noche. Podías entrar a cualquier hora y quedarte a la siguiente sesión. Me parece que en verano no había tantos estrenos porque los sábados y domingos también había sesión continua, pero no por ser verano disminuía la afición, al menos yo me metía en el cine a la primera sesión, veía las dos película y luego me quedaba y “guardaba sitio” para mi madre y mi hermano, que venían más tarde, me traían el bocadillo de la cena y yo volvía a ver las dos películas. Entre semana, excepto el lunes, que me parecía un día terrible precisamente porque no había cine, se abrían ambos cines, pero en días diferentes. En Navidad había sesión matinal los días festivos. ¡Días maravillosos aquellos de todo el día en el cine! Fue el tiempo de empaparnos de las películas de Walt Disney.


     No puedo dejar de ver aquel maravilloso tiempo con ojos de cinéfila, cierto que antes de los dieciocho años había visto la mayoría de las grandes películas de la historia del cine, si bien ahora no voy a hablar de ello. Sin embargo, no puedo terminar sin reconocer que aquellas tardes de cine contribuyeron a formarnos en una cultura cinematográfica, entonces poco valorada, porque cuando posteriormente, ya en la universidad, comencé a oír hablar de géneros cinematográficos y de directores, entonces me di cuenta de que en realidad se trataba de viejos conocidos míos, porque todos aquellos señores como Capra, Curtiz, Cukor, DeMille, Fleming, Ford, Hawks, Hathaway, Kramer, Kazan, Kubrick, Lang, Lean, Lubitsch, Mamoulian, Mankiewicz, von Stemberg, Minnelli, Preminger, Ophüls, Ray, Rossen, Vidor, Walsh, Welles, Wilder, Wyler y también algunos españoles, como Florián Rey, Juan de Orduña y Benito Perojo, me habían acompañado ininterrumpidamente desde la infancia.