lunes, 10 de julio de 2017

EL SABOR DE LA MEMORIA

Hace unos días, durante el segundo encuentro anual con compañeros de los gloriosos años del Bachillerato, en Requena, hablando con algunos de ellos, me cuestionaban sobre el sentido de recordar o de reencontrarse una vez más, si ya nada de eso es lo mismo. Incluso ya ni existe. Es cierto. ¿De qué sirve recordar? ¡Pues a mí me ha resultado muy útil! Poner sobre la mesa lo malo de mi vida me ha servido para sanearlo, superarlo y dejarlo en algún cajón del archivo sin más interés. Pero lo bueno es como contemplar, una vez más, las cosas bellas, nunca me canso. Dicen que el verdadero paraíso del ser humano es la infancia, posiblemente. A ella me gusta retrotraerme de vez en cuando. Y eso no invalida mi presente, el cual aprecio y no daría ni un paso hacia atrás. Cierto que ya he entrado en la vejez. No voy  utilizar el eufemismo de la cultura actual diciendo que estoy en la tercera edad, nuestras abuelas eran viejas, y yo ya soy abuela. Cierto que las fuerzas remiten, los achaques aumentan, pero mi vida no es sólo lo material. Es muchas cosas más. Ahora dispongo de un tiempo para, tranquilamente, disfrutar de una buena película rodada con entrañables coprotagonistas. Por ejemplo recordar los siete maravillosos años vivido durante el Bachilllerato me sumerge en un tiempo en el que el futuro no existía, eso era cosa de los mayores.
Lo nuestro era jugar, leer, ir al cine… estudiar. Y en aquel tiempo y lugar había otros chicos y chicas, es decir los que compartimos el mismo tiempo y el mismo espacio, forman parte de los recuerdos y hoy son mis entrañables compañeros de Bachiller. El simple hecho de volver a verlos y saludarlos, aunque sea un solo día, sinceramente, me hace feliz.

       Es cierto que cada vez que subo la cuesta del estanque de Rozaleme corro el riesgo de que una vez  rebasada, nada pueda quitarme el posible trallazo del impacto visual de no encontrar nada más que desolación. Arbustos y  pequeños árboles crecen en el suelo de aquel hermoso estanque, construido para regar nuestras feraces huertas requenenses, y que tantos momentos de frescor nos suministraba en verano con los baños. Pero tampoco nada puede hacerme olvidar la belleza del entonces.
       Los versos de la Oda a la inmortalidad del poeta William Wordsworth, que leí por primera vez en los títulos preliminares de la película Esplendor en la hierba (E. Kazan, 1961), aunque la vi muchos años después, claro, hacia 1968 o 1969, han sido como uno de los leitmotiv de mi vida. Algo que siempre tuve claro porque venían a expresar una vivencia real en mí, la belleza de lo recordado. O, tal vez, como señala una articulista (1), lo recitaba Natalie Wood en un momento de su vida en el que el dolor era más fuerte que la esperanza.
 Aunque el resplandor que
en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas.

Aunque mis ojos ya no
puedan ver ese puro destello
Que en mi juventud me deslumbraba

Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porqué la belleza subsiste siempre en el recuerdo.

En aquella primera
simpatía que habiendo
sido una vez,
habrá de ser por siempre
en los consoladores pensamientos
que brotaron del humano sufrimiento,
y en la fe que mira a través de la
muerte.

Gracias al corazón humano,
por el cual vivimos,
gracias a sus ternuras, a sus
alegrías y a sus temores, la flor más humilde al florecer,
puede inspirarme ideas que, a menudo,
se muestran demasiado profundas
para las lágrimas.

De ahí que, por encima del aspecto desolador que presenta lo que otrora fue uno de los lugares más hermosos de Requena,  yo puedo descorrer el telón, como en los cines de entonces, darle al play de mi memoria y volver a vivir cada uno de los momentos dichosos. Puedo acercarme al hoy enmarañado sitio cubierto de zarzas donde la acequia, por la que entraba el agua al Estanque, se ensanchaba a modo de piscinilla para los niños, y contemplarme hasta con la corchera y aquellos bañadores caseros. Y puedo sentir  el frescor del agua y hasta un cierto temor a algún bicho acuático, o el repelús que me provocaba el escurridizo lodo del fondo de la acequia.  Mi memoria adquiere un dulce sabor al recuperar todos esos recuerdos que se almacenan en algún lugar que sólo ella sabe, y mientras siga siendo mi compañera de viaje recurriré a ella. Y con ella me extasiaré en aquellos lugares de la Requena de mi infancia y adolescencia en los que viví la vida tan plenamente.
El sabor de las cerezas (Abbas Kiarostami,1997) es una interesante película en la cual el cineasta iraní establece una metáfora entre el sentido de la vida y el sabor de las cerezas. Pues, mucho más humildemente establezco el paralelismo entre el sabor de mi infancia con el sabor de los caracoles de la Monaras en el estanque, con el sabor de las ciruelas amarillas en El Duende, junto al río Magro, en los albaricoques verdes de los albaricoqueros que estaban junto al camino en las huertas que se extendían entre la estación del tren y el teatro Principal, con el sabor de las monas de Pascua, con el sabor de… ¡tantas cosas!
     Alguien me pregunto en una ocasión ¿Es que no tienes recuerdos malos de la infancia? ¡Claro que sí! Toda vida, hasta la de la persona más privilegiada, la familia más distinguida tiene sus sombras. La mías es de lo más normal, también se fue la luz de vez en cuando. Ahora bien ¿para qué voy evocar lo malo? Eso se deja para los terapeutas, para superar aquello del pasado cuya densa oscuridad acaba traumatizando la mente y envenenando el alma, como indicaba al comienzo. Nunca me gustaron las películas de terror, bueno entonces decíamos de miedo, pero si un buen thriller, un cierto suspense. Tampoco me gusta recordar circunstancias más o menos penosas. Los malos recuerdos hay que dejar que se vayan evanesciendo como las volutas de humo de un cigarrillo.
       La Requena de mi infancia ya apenas existe, el devenir histórico nos ubica en una Requena con bastantes diferencias. Y esas  desemejanzas, en ocasiones, nos laceran el corazón. Me gustaría que las calles Verdú Diana y Antonio López, fuesen las mismas que cuando pasaban las procesiones, que la calle Olivas bullese de mujeres comprando, y la de las Monjas oliese a pan cocido con ramas de pino. Volvería a ser un placer inmenso  si al final de las recónditas escalerillas de la Glorieta se encontrase mi querida Biblioteca, me agradaría que la fuente Bernate y el Regajo estuviesen limpios, con abundante agua, me gustaría encontrarme bares y tiendas ya desaparecidos y tras ellos a quienes los mantenían activos. Pero a lo largo de casi medio siglo la economía, la sociedad, el urbanismo han ido cambiando, nuestros paisajes cotidianos han variado, incuestionablemente no son los mismos, pero no me lamento del presente. No está lo de entonces pero hay otras cosas, algo bueno desapareció, pero también han ido surgiendo otros algo bueno que podemos percibir en este devenir histórico. No estaría lúcida si viviese anclada en el pasado.
     Muchas veces he reflexionado sobre el impacto que tuvo que producir a nuestras abuelas el derribo, en la primera mitad de los años treinta, del convento de las Agustinas. Aquel edificio cerraba una linda plaza, la de Canalejas. De pronto, un gran boquete y la vista se perdía en las huertas y campos, con alguna que otra alcoholera de por medio, que llegaban hasta la cuesta del Castillo. En la Requena de la infancia de mi abuela no existía la Avenida, y ésta, sin embargo, para mí y mi generación fue como
si existiera desde siempre, creada desde la eternidad. Nunca oí a mi abuela  quejarse del derribo de aquel convento ni de la apertura de la Avenida.
    Soy algo friky de la serie Star Trek, sobre todo de las primeras, las que tenían pocos efectos especiales y mucho guión, con buenos diálogos entre el capitán Kirk y Spock, y planteamientos filosóficos y políticos sobre el encuentro de culturas diferentes. También algunas de los capítulos se las series posteriores me gustaron. En uno de ellos, no recuerdo el título, se ve a dos de los tripulantes del USS Entreprise vestidos con uniformes del siglo XVIII y luchando en el puente de uno de aquellos espectaculares barcos de vela. De pronto se interrumpe la lucha ante la llamada de un altavoz y todos vuelven a sus estilizados uniformes de la flota estelar. Se trataba de un holograma. Los tripulantes del Enterprise disponían de hologramas para vivir durante unos instantes como en alguna de las épocas pasadas de la historia, pero siempre volvía a su moderno traje espacial, su comida sintética, sus bases de datos, sus viajes interestelares y todo lo demás. Si yo pudiera me haría multitud de hologramas que me permitieran pasear, cuando me apeteciese, por la Requena de ayer, pero eso sí, para volver siempre a mi presente, que no lo cambio por nada. Ni un solo paso hacia atrás.

     No, no daría un paso atrás para volver a vivir en aquel tiempo. Tal vez algún día podía iniciar un paseo por la vida de las niñas, las chicas, las mujeres de entonces y el papel que nos tocaba desempeñar, no nos gustaba, tuvimos que cambiarlo. Pero hoy no. Hoy me sigo recreando en paladear el sabor de la memoria  y me sumerjo, una vez más, en los juegos en la Glorieta, las fiestas del Instituto, las tardes de cine… ¡Vale la pena, me hace feliz!



(1)   http://www.un-libro-abierto.com/william-wordsworth-y-su-oda-esplendor-en-la-hierba/

martes, 27 de junio de 2017

Tarde del Corpus en Requena

No es, precisamente, la procesión del Corpus algo de lo que yo tenga recuerdos de la infancia, no obstante la grata experiencia de la tarde del domingo 18 de junio de 2017 me lleva a enlazarla con mi vida de entonces en Requena. Sinceramente, a duras penas conseguía recordar las procesiones del Corpus de mi infancia. Es posible que las espectaculares procesiones de Córdoba hayan postergado mis escasos recuerdos. Pero mis compañeros de Instituto si la recordaban, incluso su salida en la procesión como todos los niños que tomaban la Primera Comunión antes de ese día. En aquellos años cincuenta no faltó en Requena, al igual que en el resto del orbe católico,  la procesión de uno de los “ jueves que relucen más que el sol”, cuya principal finalidad es proclamar la presencia real de Jesucristo en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, a la vez que se fomenta la fe adorándole públicamente.

   No voy a ocultar la maravillosa procesión del Corpus Christi en Córdoba, en esa fastuosa custodia gótica de Enrique de Arfe, estrenada en 1518. Su entrada y salida de la Catedral, y su desplazamiento hacia los espectaculares y abundantes altares que se prodigan a lo largo de las calles de Córdoba por los que pasa la procesión. No, no oculto nada de aquella bendita tierra que me acoge desde hace más de cuarenta años. Pero me resulta imposible dejar de proclamar la intensa felicidad de vivir el Corpus en Requena. Además, la custodia de campanillas es una  maravilla. No recordaba nada de esa magnífica pieza de orfebrería en plata  que es la custodia de campanillas,  de la extinta parroquia de Santa María. Creo que Fermín Pardo ha dado recientemente una conferencia sobre la historia del Corpus en Requena, lástima que yo no estuviese  todavía aquí, pero confío la publique y nos deleitemos con su historia.

Precediendo la procesión, y a una respetable distancia, el grupo de Cantares Viejos, iba bailando y recreando al público con sus danzas, como posiblemente lo vieran nuestros antepasados. Que bailen bien los jóvenes es plausible, pero es que algunos de los miembros no lo son tanto y, no obstante, se mueven con verdadero encanto. Es más, lo hacen hasta con una armonía que me hizo recordar cuando en Andalucía me maravillo ante la gracia con que alguna señora, ya bien entrada en años y con un cuerpo que ya ha dejado de ser esbelto, te baila una sevillana o algo flamenco con un arte y una gracia que surgen tan de su interior que resulta fascinante. Pues bien, para mi sorpresa y alegría he de decir que me encanta ver a mi gente de Requena, jóvenes y mayores, bailar las danzas de mi tierra con esa misma pasión. Hay mujeres maduras que llevan la gracia y la pasión del baile en el alma y nos la regalan en cada paso. Al ritmo de danzarines pies las hierbas aromáticas, de la tradicional alfombra del Corpus, iban esparciendo su aroma y perfumando el aire.

   

     Los altares que se montan en las calles en la procesión del Corpus suelen tener una intencionalidad catequética, de ahí que en ellos aparezcan espigas de trigo, o pan mismo, y el vino, símbolos del Cuerpo y Sangre de Cristo. La escenografía suele ser preciosa y siempre en referencia a la simbología cristiana. En Andalucía son apabullantes, las Cofradías se vuelcan en ellos. Aquí no había muchos, pero todos me gustaron, me parecieron tan entrañables que contribuyeron a hacer del ya de por sí significativo día, una tarde muy especial al disfrutarlo en Requena. En cada lugar que hay uno de esos altares la procesión hace un alto, se deposita la custodia que lleva la Hostia consagrada, se reza o se entonan himnos eucarísticos, el aroma fragante del incienso se eleva en acto de adoración a Dios. No se trata de “echar humo” a diestro y siniestro, sino que, mediante el rito del incienso se expresa reverencia y oración . Al finalizar el sacerdote reemprende la marcha con la custodia procesional y la banda de música suele le entonar la Marcha real.


     En el callejón de Juan Penen, había un altar en casa de Fermín Pardo presidido por una linda imagen decimonónica de Nuestra Señora del Carmen que me llamó la atención por lo estilizada. El callejón olía a espliego que daba gusto. Me impresionó el conjunto escenográfico, no me lo esperaba. Pero me encantó, me emocionó profundamente reencontrar una estética religiosa tan linda en mi pueblo. Luego la procesión continuó por el Portalejo (HH López) hacia la Carretera (Constitución) para bajar por la calle Olivas (Poeta Herrero) hacia el Portal.


En la conocida  y siempre hermosa fachada de la casa de los Verdú, había otro altar, de carácter privado de la familia pero presidido por ese soberbio Pendón de la Cofradía de la Veracruz. En el cruce de Poeta Herrero con el Portal el público abarrotaba la calle.


    La procesión siguió por Cantarranas (García Montés) y subió a la Villa por la Cuesta del Cristo. En lo alto de la misma la capilla abierta de par en par esperando la visita del Amor de los amores, el aroma del espliego perfumaba el aire. A su llegada se hizo el rito de adoración y, tras los cantos eucarísticos, la procesión continuó por la plaza de la Villa hacia el Salvador. Allí entre la exquisitez del flamígero de la portada del Salvador y el neoclasicismo de la casa de los Pedrones,  la escenografía eucarística estaba acorde con al ambiente renacentista de la plaza. 

Gallardetes y pendones colgantes, y las insignias de la Cofradía del Descendimiento ambientaban aquella bien proporcionada placita en la que, precedida de  verde alfombra terminando en un simbólico dibujo del Corpus  en el suelo,  se levantaba el pequeño altar con las tradicionales alegorías del Cuerpo de Cristo.

    Una deliciosa tarde que finalizaría con el reencuentro, tras más de medio siglo de distancia, con una compañera de la escuela primaria.
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martes, 11 de abril de 2017

POR EL CALLEJÓN DE PANIAGUA...



Callejón de Panigua, por Arsenio Martínez, 2017
     Subir a la Villa siempre me plantea el dilema de qué cuesta de acceso elegir. Cualquiera de ellas es hermosa. Cierto que el peaje pagado a la modernidad, al turismo, a las supuestas “restauraciones” arquitectónicas y a la infraestructura viaria, desde mi perspectiva particular, ha sido elevado, pero todavía conservan mucho encanto. O, simplemente, la felicidad de pisar, una y otra vez, aquellos suelos obnubile mi visión, y hace que los vuelva a ver tal como eran. De algún modo, las imágenes del pasado se superponen a los posibles desajustes actuales y el gozo del paseo no me lo arrebata nada ni nadie. Pero no voy a detenerme hoy en las cuestas, porque  cada una de ellas merece una detallada descripción del paseo de subida. No, voy a seguir, voy a llegar a la plaza de la Villa en la cual a paso lento, pero sin detenerme en ella nada más que en el gozoso deslizar de la vista por sus casas, su fuente sus esquinas... para elegir aquella calle por la cual quiero llegar al final de la Villa, a su límite meridional, a la placeta de San Nicolás y al callejón de Paniagua.


Calle de la Purísima, abril 2016. Foto de José Herrero Martínez
    Y elijo la calle de la Purísima porque baja recta y en suave pendiente a la calle Somera y, con un ligero giro de zigzag, nos ubica en la placeta de San Nicolás. ¡Ay, aquella placeta! Pero todavía no he llegado a ella. Acabo de cruzar la plaza de la Villa, nunca la llamábamos por su nombre oficial, Plaza de Albornoz, y desde lo alto de la calle Purísima la veo recta, estrecha, limpia, al fondo, en su desembocadura en la calle Somera, vislumbro el retablito de azulejería de la Virgen. De momento     me recreo en las encaladas paredes, en el suelo de terrizo, en las puertas, algunas de las cuales mantienen su aire medieval, jambas de piedra y arcos de medio punto.  Finalmente, me topo con las casas de la calle Somera que me obligan a girar en un sentido u otro, pero de momento me detengo ante la casa número 5, ante aquel retablito de azulejería con la imagen de la Inmaculada Concepción, cuyo rostro es de lo poco que se conserva. Me gusta. Es sencillo, la iconografía tradicional de la Purísima en azulejos de tonos azulados, amarillos y ocres (1), pero si parpadeo un poco por la intensa luz del sol del mediodía, o por la penumbra de la noche, dejo de verlo. Según nos cuenta don Antonio Yeves, en su callejero, aquella hermosa imagen que daba la bienvenida y bendición a su calle desapareció, hecha añicos en un fuerte vendaval, hacia 1991, sin que nadie haya levantado su mano o su voz para ser restaurada (2).


Lugar donde estuvo el horno de La Purísima,
2017. Fot. J. López Gorbe.
     Avanzo unos pasos y  me encuentro con el horno de “La Purísima”, del matrimonio formado por Jacinto Pardo Vives y Lucía Real Tamarit, “la Reala”. Sé que en el horno trabajaban, al menos desde antes de los años treinta y, posiblemente, durante mi infancia todavía lo hicieran. Por la memoria de mi madre pasa el estilo y la energía de Lucía moviendo la pala del horno. Y Jacinto era muy amigo de mi abuelo Paco, que también había sido hornero. Hacían un rollo de picos muy sabroso, mi abuela Emilia que era muy exigente con el pan, como antigua hornera, iba de vez en cuando a comprarles el pan o a visitarles las tardes de domingo. Y así, envuelta en el aroma del pan fresco del horno de la Purísima,  desemboco en la plazuela de San Nicolás.

      El momento de aterrizaje en la plazuela de San Nicolás siempre fue fascinante, aunque yo no supiera explicarlo entonces. Me gustaba aquel espacio cuadrado, flanqueado de casas de austeras fachadas con sus  sobrios balcones y discretas ventanas, con una fuente de estilo neoclásico en uno de su lados (justo en el que se hacían las “parás” el día de san Antonio) y, de frente, con aquella inmensa fachada neoclásica de una iglesia que nunca llegué a ver por dentro,  más allá de lo que un cierto agujero en su puerta me permitía  vislumbrar. 
Fuente en la placeta de San Nicolás. Foto MCMH, 2016
La fuente era parada obligada pra beber agua.Hoy puedo reproducir las palabras de un gran amante de Requena y, además poeta, Antonio Yeves: “…Y la visión, entre poética y alucinante, de los dos callejones que parecen hacer eterna guardia en los flancos del vetusto templo, Tarás y Paniagua, nos deja como pasmados ante tanta historia y tanto silencio conmovedor”(3).

Calle San Nicolás o Somera Baja. Postal de 1977
     Posiblemente hubo un tiempo que aquella placita y aquellas calles no fueran tan silenciosas, al menos de día. Si la fachada gótica del templo, tan hermosa como las de Santa María y las del Salvador, fue destruida en la guerra de Sucesión a la corona Española en 1706, e inmediatamente de finalizada se reconstruyó el templo con otra fachada, en esta ocasión de estilo neoclásico, significa que allí había mucha vida. Todavía la Villa era “el centro” de Requena. La expansión urbana de la burguesía a finales del mismo XVIII iría desplazando el centro comercial y social hacia el Arrabal, y dejando las calles de la Villa más tranquilas, las tiendas y comercios irían desapareciendo lentamente. En mi infancia apenas había tiendas en este barrio, pero seguía viviendo gente. Familias que podía encontrar tranquilamente charlando a las puertas de la casa, en sus sillas bajas de enea, en el fresco de la tarde estival, o haciendo tareas de transformar algún que otro producto agrario, como nos pone de relieve la postal de la calle de San Nicolás. Calle que casi nunca llamábamos por este nombre, sino como Somera Baja. Precisamente en esta calle vivía una familia amiga de mis padres: Vicente Zahonero y Eulalia Expósito, buena gente donde la hubiera, trabajadores infatigables. Vivían en una de las penúltimas casas de la calle.


Postal de los años 50
   Haciendo esquina con el callejón de Paniagua todavía se mantiene en pie, aunque algo ruinosa una casa en la que vivió María Expósito, madre de Eulalia, también conocida como María “la cohetera”, porque su marido, Pepe, hacía cohetes, tanto para las fiestas como para desarbolar los nublados, que tan peligrosos resultaban en el campo de Requena. Era una casa que se alargaba en paralelo al callejón de Paniagua, profunda, pues llegaba hasta el borde de aquel roquedal, y en ella se almacenaba material para los cohetes, al menos en los años treinta. En mi tiempo, los años cincuenta, ya era una casa deshabitada, cuyos muros traseros habían sido derruidos en la guerra del 36. Yo la conocí por dentro, pues allí se realizaban las “matanzas” del cerdo de la familia Zahonero, bulliciosas y fascinantes para todo crío. Una amplia casa que en su tiempo debió ser muy hermosa, de dos plantas y muchas habitaciones. Por cierto, en aquella típicas matanzas requenense había un señora que le decía, la “tía María”, no sé su apellido, de pelo blanco y recogido en un moñete bajo, de piel clarísima y tersa, su falda gris y su delantal impoluto, y tenía un arte impresionante para adobar los embutidos, especialmente las morcillas. Esta mujer, María, creo que era hija de Daría, vivían en una casa de la placeta, justo frente a la iglesia, antes de la Guerra de 1936 había sido una tienda de ultramarinos.


Panorama meridional de Requena desde . 

el ábside de San Nicolás. Foto de MCMH, 2016.

   La placeta de san Nicolás  parte en dos mitades la calle homónima, tan bien llamada Somera Baja. Los dos callejones que montan guardia junto a la iglesia conducen al mismo sitio, Tarás y Paniagua convergen en lo que debió ser el ábside de la iglesia. Sin embargo ha sido el de Paniagua el objeto de mi preferencia, y de muchos, por su fotogenia, por sus arcos, por su trazado más recto... lo cierto es que era como la guinda de un delicioso pastel, allí llevábamos a cuantos visitante quisiesen conocer la Villa ahora bien, la finalidad de mi paseo, tal vez la de muchos, no era solo llegar a aquella recoleta placeta y a aquel estrecho callejón, de esquinas desconchadas, sino que aquel ojival arco que tan bellamente recortaba la luz del mediodía, me invitaba a ir a él, a atravesarlo, a observar su apuntada ojiva y atravesar la cortina de luz cegadora que se recortaba ante el arco y , una vez atravesado, llegar al límite de lo que formaba el baluarte de Requena, y contemplar el estallido de luz y el abanico de verdes y ocres con los que nos obsequia la vista del campo de Requena,  que se extiende hacia el sur, hacia la Herrada que en lontananza se divisa casi azulada. Desde allí vemos serpentear la carretera que avanza hacia la Portera, atraviesa el Magro a través de un hermoso puente, el de Jalance. También podemos seguir el perfil del Magro por la arboleda de chopos que le van flanqueando.

Trasera de San Nicolás. Extraída del libro Hª de Requena, 1982
     El punto final del callejón de Panigua, en mi infancia, era más bien ruinoso. A un lado las ruinas de lo que debió ser el ábside de la iglesia de San Nicolás, a la derecha la parte trasera de un edificio que posiblemente ya estuviera abandonado o casi. De frente un corte natural del terreno, se descendía mediante un estrecho sendero hacia las huertas y fuentes que circundaban toda la Villa
 


Callejón de Paniagua, fotografía hecha en los años veinte por don Antonio Andújar y facilitada por Mª Luisa García.


¿Qué tiene este corto y estrecho callejón que nunca pierde su atractivo? A mí me atraía ese glamur medieval, en claroscuro, tal como lo reproduce la postal en blanco y negro de finales de los cincuenta. Allí, bajo la adustez de aquellos muros y la  luminosidad del mediodía, dos personas, parecen charlas apaciblemente. Indudablemente los apuntados arcos góticos, propio de los contrafuertes o arbotantes que refuerzan el muro de la iglesia, tienen su personal encanto. Así parece percibirlo la fotografía de Antonio Andújar, reconocido enólogo en la Etación enológica de Requena, posiblemente base del grabado realziado por Fernando Morencos, un ingeniero de la Enológica, que plasmó una colección de bellas imágenes de la Requena de los años veinte, de hecho sus grabados están fechados en 1924, si bien no se publicaron hasta 1947. 
Grabado de F. Morancos, 1924
En este caso podemos compararla y es la misma perspectiva, en la fotografía de Andújar vemos un callejón de suelo empedrado cubierto con algo de tierra, el perfil del arco recortando la luz y el muro de las casas ya en abierto deterioro. Morencos se permite reconstruir la calle tal vez imaginando como pudo ser en plena Edad Media, el pulcro muro de una casa, con una espléndida puerta de madera. 



Postal de 1977
     La postal de los cincuenta, en blanco y negro, refleja todavía la esencia de una Villa sin transformaciones arquitectónicas. Unos años después, en la década de los sesenta, sería coloreada en un afán de ir introduciendo una cierta modernidad. En esa misma década, en 1963 el artista requenense M. Sánchez Domingo nos recreaba en sus dibujos el perfil de los ojivales arcos. En los años setenta la fotografía en color nos brinda el recorte que hacen los arcos de la intensa luz del mediodía y una mujer, sentada al final de un callejón, todavía de tierra. El salto a los noventa es considerable, las habilidades  de los fotógrafos para captar imágenes nos muestran un callejón de firmes arbotantes que sujetan el muro de la iglesia cuyas piedras básicas no parecen tener intención de caerse. En abierto contrasta la casa en la que se inicia el callejón, con sus desconchones, tan ampliamente dibujados y fotografiados, da sensación de fragilidad, pero ahí sigue. 

El callejónde Panigua, 2017 Fot. Mª Luisa García
     No hay amante de Requena que no la fotografíe o la pinte. Pueden constatarse las numerosas y hermosas fotografías subidas a la página de “Fotos de Requena y su comarca”. Mª Luisa García me remite una en el momento en que la primavera de 2017 parece iniciarse en unos pensamientos que abren el callejón de Paniagua en sus más tradicionales elementos: muros al descubierto humildes casas, arcos góticos que sosteniendo el muro de san Nicolás y sus centenarias piedras, al fondo la intensa luz que ilumina el hermoso campo de Requena.

     Finalmente, me llega una pintura entrañable, la que preside el artículo, de un no menos entrañable amigo, Arsenio Martínez García. Uno de esos compañeros de curso en el Bachiller cuyo recuerdo ha permanecido intacto durante el medio siglo transcurrido desde la terminación del Bachiller Superior en 1968 hasta nuestro reencuentro como jubilados en el viejo INEM de Requena el año pasado. Este jarafuelino cabal, tiene una gran faceta creativa, artística, que ahora va plasmando en lienzos y papeles, para recrearnos la vista a los compañeros, con dibujos y pinturas de nosotros, de Requena... A mí me encanta su recreación del callejón de Paniagua, de algún modo capta el espíritu de sencillez, de discreción, de austeridad con la que se vivía y la reciedumbre de sus viejos muros y de su gente.

(1)     "La Purísima". De panel o retablo apenas se conservan las dos primeras filas de azulejos. Constaba de 7 x 5 azulejos, de 20 x 20 cm. Debía ser de gran antigüedad (mediados del s. XVIII). Casi todo el retablo sufrió últimamente los embates del viento -año 1991- que abatió casi todos los azulejos quedando hechos añicos; por lo que únicamente queda la parte superior de la imagen (rostro de la Inmaculada) en tonos azules, amarillos y ocres. Yeves Descalzo, Feliciano A. “Paneles, retablos y azulejería iconográfica en la ciudad de requena”, en Oleana, 7 (1992), p. 48
(2)     Yeves Descalzo, Feliciano A. Guía histórica del callejero requenenses. Requena, 2003, pp. 192-193
(3)     Yeves Descalzo, Feliciano A. Guía histórica del callejero requenenses. Requena, 2003, pp. 192-193

viernes, 24 de febrero de 2017

¡ESTA NEVADO! ¡ESTA NEVADO!


     En Requena nieva aunque no todos los años, ni tampoco lo hace siempre de modo intenso y espectacular, pero de vez en cuando cae la suficiente nieve como para recogernos en la calidez de nuestro hogar y esperar, con un ánimo no exento de gozo, ver los hermosos paisajes requenense todavía más embellecidos con el blanco manto de la nieve, como si por unas horas se recuperase la belleza primigenia de la creación.
     En la Requena de mi infancia y adolescencia nevó muchas veces. Hubo grandes nevadas, entonces no se llamaban temporales de nieve, ni salían en las noticias, ni nos enterábamos de si afectaba a muchos pueblos o no, éramos críos, pero tampoco recuerdo oír hablar a los mayores de ello. No voy a consultar los registros técnicos, pero puedo dar un paseo por los álbumes fotográficos de modo que me transmitan los flashes, las instantáneas captadas en algún momento de aquellos días de nieve.

Supongo que nevaba a cualquier hora del día pero en mi memoria resalta el entusiasmado grito con el que nos asomábamos, recién levantados, a la galería trasera de nuestra casa y contemplábamos aquellos huertos totalmente cubiertos de nieve¡Está nevado! ¡Está nevado!, gritábamos una y otra vez enfebrecidos por una alegría que no podíamos explicar, mientras nuestros padres intentaban ponernos algo de abrigo antes de que saliésemos corriendo en pijama a revolcarnos en la nieve.

    
     Circula por Internet una postal de la Glorieta en el invierno de 1943. Debió caer una buena nevada, pues la nieve cuajó aproximadamente un palmo, pues llegaba hasta ás arriba de los tobillos. Al menos así nos lo muestra el panorama del parque infanil, con la tómbola al fondo y un señor con traje y sombrero oscuros, en franco constraste con la blancura que cubría suelo, parterres, árboles y tejados. Claro que de esa nevada no puedo tener ningún recuerdo, pero el níveo vestido que la Glorieta usó en aquella ocasión, volvió a hacerlo suficientes veces como para que aun, sin haber nacido, me resulte entrañablemente familiar.


      En 1953 volvió a descender la cota de nieve por debajo de los setecientos metros y, aunque en esa ocasión sí fui testigo de ello, lo cierto es que no lo recuerdo, pues debía andar en torno a los tres años, pero mi padre sí captó un par de instantáneas, de mi hermano y mía, en el corral de mis abuelos Paco y Emilia. Se ve un buen montón de nieve recién caída y yo pertrechada con abrigo y capucha y las inconfundibles botas “katiuscas”, aunque mi muñeca andaba algo menos protegida. Así se llamaban las botas de goma de media caña que usábamos, pequeños y mayores, para andar cuando llovía o nevaba. Eran frías pero evitaban que te mojases, todo era cuestión de ponerse dos pares de calcetines para aislar un poco el frío, pero con ellas te podias meter en todo tipo de charcos, y ese era uno de los grandes placeres de todo niño, meterte en un gran charco de agua, o andar todo el día por la nieve sin que se estropeasen los caros y escasos zapatos de diario.

      
Cuando nevaba intensamente, como muestra tenemos la foto de César Jordá de la Plaza de España en 1950, una vez pasada la primera oleada de emoción ante la intensa belleza del paisaje, mientras los pequeños nos revolcábamos en la nieve y hacíamos bolas que lanzábamos unos contra otros, lo cierto es que los mayores se preparaban para afrontar las consecuencias que arrastraba aquella singular belleza. En cuanto amanecía, la primera tarea de mi abuelo era abrir camino hacia la calle, despejar las puertas de acceso. El ayuntamiento, por su parte, echaba sal por las calles para que de derritiera pronto y no obstaculizase la circulación peatonal, porque la de vehículos era escasa. En las casas, además, ante el peso de la nieve se despejaba la que hubiera caído en la galerías y balcones, y si había un tejado cercano también, pero los tejado altos no se podían tocar, era demasiado peligroso arriesgarse a quitar la nieve.

Nuestra primera salida de críos, mis primos y yo, era, como he señalado, a la calle a hacer bolas y tirárnoslas. Los niños jugábamos en la nieve hasta hartarnos, que tal vez fuese cuando los dedos ya estaban entumecidos. A lo más que llegábamos era hasta la Glorieta. O hasta la escuela, aunque los primeros días estaban cerradas, pero todavía recuerdo ver aquella esplanada de patio del Alfonso X cubierto de nieve. ¡Qué gozada!. Sólo cuando hubo nevadas y ya éramos adolescentes, recuerdo poder ir por los campos de Requena, que entonces la circundaban y hoy están totalmente integrados en el casco urbano.

       Eran tiempos de una economía predominantemente agraria, con industria de transformación, pero Requena era más agraria que industrial. Las casas estaban más preparadas para estos acontecimientos, el frío intenso era habitual en Requena y no faltaba una estufa de leña y un brasero. Si que había suminitro eléctrico, sobre todo para el alumbrado público y privado, porque eso que se llama electrodoméstico se conocía poco, las neveras comenzaron a pulular entre las casas de las clases medias bien entrada la década de los sesenta. También existían ya las planchas electricas, los hornillos, los aparatos de radio y alguna otra cosa que necesitase corriente electrica para funcionr, pero poco. Creo que sí se caía algún que otro poste de la luz cuando nevaba, pero nuestros abuelos no hacía tanas décadas que se habían estado alumbrado con candiles y velas, con lo cual esos artilugios seguían existiendo en las casas, además que, para que se cortase el suministro eléctrico tampoco hacía falta que nevase.

       Tal vez haya, hoy en día, personas que no sepan o no hayan visto nunca un candil. Eran unas latitas con cuatro esquinas acabadas en pico y un mango para colgar. También podía improvisarse un candil con cualquier utensilio en el que pudiera utilizarse aceite y poner una mecha de algodón en un extremo. ¡Ya lo creo que alumbraba! En cuanto a la calefacción, por aquel entonces era fundamentalmente a través de las estufas de leña o las lumbres que solía haber en cada casa. No sé en los pisos de las zonas nuevas de la Avenida lo que habría. Y en Requena raro era la familia que de cara al invierno no se había pertrechado de sus viejas cepas, troncos de olivo, o alguna otra madera para quemar en el invierno. En muchas casas seguían abiertos los pozos y las fuentes públicas no las recuerdo cortadas.

       Si al poco de haber nevado llovía, no había problemas, estos venía cuando helaba a continuación. No sé la fecha, pero tuvo que ser a finales de los cincuenta o comienzo de los sesenta pues ya era una niña mayorcita a la que mandaban a hacer recados. Algunas fueron en fecha tardía, recuerdo una inmensa nevada un 7 de marzo, día de santo Tomás de Aquino, precisametne porque ese día era entonces el día de los estudiantes. Cuando helaba la nieve se convertía en placas de hielo, y las calles pasaban a ser algo así como pistas de patinaje involuntarias, en la que el viandante podía iniciar un deslizarse que acabase en un batacazo con serias repercusiones en los huesos. Yo vivía en la carretera, entonces denominada Generalísimo, cerca de las cuatro esquinas, donde comenzaba la subida a la calle de San Luis y la bajada a la de Poeta Herrero. Pues bien, la esquina donde tenía Rafael “Tiriri” su zapatería, no sólo era un angulo recto puro y duro, sino en pendiente y con un cierto desnivel en forma de escaloncillo. Aquel era todo un “punto negro” en la vialidad requenense.

      
El año que nevó mucho, tal vez hasta un metro, y heló poco después resultó realmente problemático, porque no había manera de volver a la normalidad. O no había bastante sal o... ni idea, era demasiado pequeña para saber de esas cosas, pero si era consciente, por los constantes cometnarios de los mayores, de que hubo bastantes caída y roturas de brazos y piernas. En una de las “cuatro Esquinas”, vivía un médico, don José González, amigo de mi abuelo Paco, y éste comentaba en casa la tarea que tenía el médico con tanto resbalón. Lo cierto es que el Auntamiento acordó echar una “legoná” de agua, tal vez más, desde lo alto de las Peñas de modo que bajase por la actual calle Libertad, y por la de San Luis, a la de Poeta Herrero hasta desembocar en el Portal y luego reconducida hacia Cantarranas. A decir verdad no me dejaron contemplar el evento, sólo vi pasar el agua por las cuatro esquinas y algo de ella se coló hacia mi calle, pero nada más.


    De mis últimas nevadas en Requena, recuerdo la del curso 1964-1965. Estudiábamos cuarto de Bachiller y un grupo de amigas y compañeras del Instituto no fuimos a recorrer aquella embellecida Requena, que había sacadado una vez más su lindo manto blanco. El grupo lo formábamos Marijuli Haba, Elvira Salinas, Mª Lidón Brea, Marina Pérez y alguna más, la que hizo la foto, pero no recuerdo quien pudo ser. Fuimos un poco más allá del cruce de la avenida del General Varela, con la avenida Lamo de Espinosa. En aquel tiempo ese cruce era casi el fin de Requena, en aquellos extremos se había construido la piscina y el nuevo Instituto, al otro lado de la carretera que bajaba desde la plaza de Toros hacia el Pontón. Todavía estaba por allí la Cooperativa y estarí en ciernes la residencia de Estudiantes Santo Domingo Savio. Un tarde diferente a las que disfrutábamos de la nieve en la glorieta de pequeños, pero también muy agradable en el recuerdo.