martes, 11 de abril de 2017

POR EL CALLEJÓN DE PANIAGUA...



Callejón de Panigua, por Arsenio Martínez, 2017
     Subir a la Villa siempre me plantea el dilema de qué cuesta de acceso elegir. Cualquiera de ellas es hermosa. Cierto que el peaje pagado a la modernidad, al turismo, a las supuestas “restauraciones” arquitectónicas y a la infraestructura viaria, desde mi perspectiva particular, ha sido elevado, pero todavía conservan mucho encanto. O, simplemente, la felicidad de pisar, una y otra vez, aquellos suelos obnubile mi visión, y hace que los vuelva a ver tal como eran. De algún modo, las imágenes del pasado se superponen a los posibles desajustes actuales y el gozo del paseo no me lo arrebata nada ni nadie. Pero no voy a detenerme hoy en las cuestas, porque  cada una de ellas merece una detallada descripción del paseo de subida. No, voy a seguir, voy a llegar a la plaza de la Villa en la cual a paso lento, pero sin detenerme en ella nada más que en el gozoso deslizar de la vista por sus casas, su fuente sus esquinas... para elegir aquella calle por la cual quiero llegar al final de la Villa, a su límite meridional, a la placeta de San Nicolás y al callejón de Paniagua.


Calle de la Purísima, abril 2016. Foto de José Herrero Martínez
    Y elijo la calle de la Purísima porque baja recta y en suave pendiente a la calle Somera y, con un ligero giro de zigzag, nos ubica en la placeta de San Nicolás. ¡Ay, aquella placeta! Pero todavía no he llegado a ella. Acabo de cruzar la plaza de la Villa, nunca la llamábamos por su nombre oficial, Plaza de Albornoz, y desde lo alto de la calle Purísima la veo recta, estrecha, limpia, al fondo, en su desembocadura en la calle Somera, vislumbro el retablito de azulejería de la Virgen. De momento     me recreo en las encaladas paredes, en el suelo de terrizo, en las puertas, algunas de las cuales mantienen su aire medieval, jambas de piedra y arcos de medio punto.  Finalmente, me topo con las casas de la calle Somera que me obligan a girar en un sentido u otro, pero de momento me detengo ante la casa número 5, ante aquel retablito de azulejería con la imagen de la Inmaculada Concepción, cuyo rostro es de lo poco que se conserva. Me gusta. Es sencillo, la iconografía tradicional de la Purísima en azulejos de tonos azulados, amarillos y ocres (1), pero si parpadeo un poco por la intensa luz del sol del mediodía, o por la penumbra de la noche, dejo de verlo. Según nos cuenta don Antonio Yeves, en su callejero, aquella hermosa imagen que daba la bienvenida y bendición a su calle desapareció, hecha añicos en un fuerte vendaval, hacia 1991, sin que nadie haya levantado su mano o su voz para ser restaurada (2).


Lugar donde estuvo el horno de La Purísima,
2017. Fot. J. López Gorbe.
     Avanzo unos pasos y  me encuentro con el horno de “La Purísima”, del matrimonio formado por Jacinto Pardo Vives y Lucía Real Tamarit, “la Reala”. Sé que en el horno trabajaban, al menos desde antes de los años treinta y, posiblemente, durante mi infancia todavía lo hicieran. Por la memoria de mi madre pasa el estilo y la energía de Lucía moviendo la pala del horno. Y Jacinto era muy amigo de mi abuelo Paco, que también había sido hornero. Hacían un rollo de picos muy sabroso, mi abuela Emilia que era muy exigente con el pan, como antigua hornera, iba de vez en cuando a comprarles el pan o a visitarles las tardes de domingo. Y así, envuelta en el aroma del pan fresco del horno de la Purísima,  desemboco en la plazuela de San Nicolás.

      El momento de aterrizaje en la plazuela de San Nicolás siempre fue fascinante, aunque yo no supiera explicarlo entonces. Me gustaba aquel espacio cuadrado, flanqueado de casas de austeras fachadas con sus  sobrios balcones y discretas ventanas, con una fuente de estilo neoclásico en uno de su lados (justo en el que se hacían las “parás” el día de san Antonio) y, de frente, con aquella inmensa fachada neoclásica de una iglesia que nunca llegué a ver por dentro,  más allá de lo que un cierto agujero en su puerta me permitía  vislumbrar. 
Fuente en la placeta de San Nicolás. Foto MCMH, 2016
La fuente era parada obligada pra beber agua.Hoy puedo reproducir las palabras de un gran amante de Requena y, además poeta, Antonio Yeves: “…Y la visión, entre poética y alucinante, de los dos callejones que parecen hacer eterna guardia en los flancos del vetusto templo, Tarás y Paniagua, nos deja como pasmados ante tanta historia y tanto silencio conmovedor”(3).

Calle San Nicolás o Somera Baja. Postal de 1977
     Posiblemente hubo un tiempo que aquella placita y aquellas calles no fueran tan silenciosas, al menos de día. Si la fachada gótica del templo, tan hermosa como las de Santa María y las del Salvador, fue destruida en la guerra de Sucesión a la corona Española en 1706, e inmediatamente de finalizada se reconstruyó el templo con otra fachada, en esta ocasión de estilo neoclásico, significa que allí había mucha vida. Todavía la Villa era “el centro” de Requena. La expansión urbana de la burguesía a finales del mismo XVIII iría desplazando el centro comercial y social hacia el Arrabal, y dejando las calles de la Villa más tranquilas, las tiendas y comercios irían desapareciendo lentamente. En mi infancia apenas había tiendas en este barrio, pero seguía viviendo gente. Familias que podía encontrar tranquilamente charlando a las puertas de la casa, en sus sillas bajas de enea, en el fresco de la tarde estival, o haciendo tareas de transformar algún que otro producto agrario, como nos pone de relieve la postal de la calle de San Nicolás. Calle que casi nunca llamábamos por este nombre, sino como Somera Baja. Precisamente en esta calle vivía una familia amiga de mis padres: Vicente Zahonero y Eulalia Expósito, buena gente donde la hubiera, trabajadores infatigables. Vivían en una de las penúltimas casas de la calle.


Postal de los años 50
   Haciendo esquina con el callejón de Paniagua todavía se mantiene en pie, aunque algo ruinosa una casa en la que vivió María Expósito, madre de Eulalia, también conocida como María “la cohetera”, porque su marido, Pepe, hacía cohetes, tanto para las fiestas como para desarbolar los nublados, que tan peligrosos resultaban en el campo de Requena. Era una casa que se alargaba en paralelo al callejón de Paniagua, profunda, pues llegaba hasta el borde de aquel roquedal, y en ella se almacenaba material para los cohetes, al menos en los años treinta. En mi tiempo, los años cincuenta, ya era una casa deshabitada, cuyos muros traseros habían sido derruidos en la guerra del 36. Yo la conocí por dentro, pues allí se realizaban las “matanzas” del cerdo de la familia Zahonero, bulliciosas y fascinantes para todo crío. Una amplia casa que en su tiempo debió ser muy hermosa, de dos plantas y muchas habitaciones. Por cierto, en aquella típicas matanzas requenense había un señora que le decía, la “tía María”, no sé su apellido, de pelo blanco y recogido en un moñete bajo, de piel clarísima y tersa, su falda gris y su delantal impoluto, y tenía un arte impresionante para adobar los embutidos, especialmente las morcillas. Esta mujer, María, creo que era hija de Daría, vivían en una casa de la placeta, justo frente a la iglesia, antes de la Guerra de 1936 había sido una tienda de ultramarinos.


Panorama meridional de Requena desde . 

el ábside de San Nicolás. Foto de MCMH, 2016.

   La placeta de san Nicolás  parte en dos mitades la calle homónima, tan bien llamada Somera Baja. Los dos callejones que montan guardia junto a la iglesia conducen al mismo sitio, Tarás y Paniagua convergen en lo que debió ser el ábside de la iglesia. Sin embargo ha sido el de Paniagua el objeto de mi preferencia, y de muchos, por su fotogenia, por sus arcos, por su trazado más recto... lo cierto es que era como la guinda de un delicioso pastel, allí llevábamos a cuantos visitante quisiesen conocer la Villa ahora bien, la finalidad de mi paseo, tal vez la de muchos, no era solo llegar a aquella recoleta placeta y a aquel estrecho callejón, de esquinas desconchadas, sino que aquel ojival arco que tan bellamente recortaba la luz del mediodía, me invitaba a ir a él, a atravesarlo, a observar su apuntada ojiva y atravesar la cortina de luz cegadora que se recortaba ante el arco y , una vez atravesado, llegar al límite de lo que formaba el baluarte de Requena, y contemplar el estallido de luz y el abanico de verdes y ocres con los que nos obsequia la vista del campo de Requena,  que se extiende hacia el sur, hacia la Herrada que en lontananza se divisa casi azulada. Desde allí vemos serpentear la carretera que avanza hacia la Portera, atraviesa el Magro a través de un hermoso puente, el de Jalance. También podemos seguir el perfil del Magro por la arboleda de chopos que le van flanqueando.

Trasera de San Nicolás. Extraída del libro Hª de Requena, 1982
     El punto final del callejón de Panigua, en mi infancia, era más bien ruinoso. A un lado las ruinas de lo que debió ser el ábside de la iglesia de San Nicolás, a la derecha la parte trasera de un edificio que posiblemente ya estuviera abandonado o casi. De frente un corte natural del terreno, se descendía mediante un estrecho sendero hacia las huertas y fuentes que circundaban toda la Villa
 


Callejón de Paniagua, fotografía hecha en los años veinte por don Antonio Andújar y facilitada por Mª Luisa García.


¿Qué tiene este corto y estrecho callejón que nunca pierde su atractivo? A mí me atraía ese glamur medieval, en claroscuro, tal como lo reproduce la postal en blanco y negro de finales de los cincuenta. Allí, bajo la adustez de aquellos muros y la  luminosidad del mediodía, dos personas, parecen charlas apaciblemente. Indudablemente los apuntados arcos góticos, propio de los contrafuertes o arbotantes que refuerzan el muro de la iglesia, tienen su personal encanto. Así parece percibirlo la fotografía de Antonio Andújar, reconocido enólogo en la Etación enológica de Requena, posiblemente base del grabado realziado por Fernando Morencos, un ingeniero de la Enológica, que plasmó una colección de bellas imágenes de la Requena de los años veinte, de hecho sus grabados están fechados en 1924, si bien no se publicaron hasta 1947. 
Grabado de F. Morancos, 1924
En este caso podemos compararla y es la misma perspectiva, en la fotografía de Andújar vemos un callejón de suelo empedrado cubierto con algo de tierra, el perfil del arco recortando la luz y el muro de las casas ya en abierto deterioro. Morencos se permite reconstruir la calle tal vez imaginando como pudo ser en plena Edad Media, el pulcro muro de una casa, con una espléndida puerta de madera. 



Postal de 1977
     La postal de los cincuenta, en blanco y negro, refleja todavía la esencia de una Villa sin transformaciones arquitectónicas. Unos años después, en la década de los sesenta, sería coloreada en un afán de ir introduciendo una cierta modernidad. En esa misma década, en 1963 el artista requenense M. Sánchez Domingo nos recreaba en sus dibujos el perfil de los ojivales arcos. En los años setenta la fotografía en color nos brinda el recorte que hacen los arcos de la intensa luz del mediodía y una mujer, sentada al final de un callejón, todavía de tierra. El salto a los noventa es considerable, las habilidades  de los fotógrafos para captar imágenes nos muestran un callejón de firmes arbotantes que sujetan el muro de la iglesia cuyas piedras básicas no parecen tener intención de caerse. En abierto contrasta la casa en la que se inicia el callejón, con sus desconchones, tan ampliamente dibujados y fotografiados, da sensación de fragilidad, pero ahí sigue. 

El callejónde Panigua, 2017 Fot. Mª Luisa García
     No hay amante de Requena que no la fotografíe o la pinte. Pueden constatarse las numerosas y hermosas fotografías subidas a la página de “Fotos de Requena y su comarca”. Mª Luisa García me remite una en el momento en que la primavera de 2017 parece iniciarse en unos pensamientos que abren el callejón de Paniagua en sus más tradicionales elementos: muros al descubierto humildes casas, arcos góticos que sosteniendo el muro de san Nicolás y sus centenarias piedras, al fondo la intensa luz que ilumina el hermoso campo de Requena.

     Finalmente, me llega una pintura entrañable, la que preside el artículo, de un no menos entrañable amigo, Arsenio Martínez García. Uno de esos compañeros de curso en el Bachiller cuyo recuerdo ha permanecido intacto durante el medio siglo transcurrido desde la terminación del Bachiller Superior en 1968 hasta nuestro reencuentro como jubilados en el viejo INEM de Requena el año pasado. Este jarafuelino cabal, tiene una gran faceta creativa, artística, que ahora va plasmando en lienzos y papeles, para recrearnos la vista a los compañeros, con dibujos y pinturas de nosotros, de Requena... A mí me encanta su recreación del callejón de Paniagua, de algún modo capta el espíritu de sencillez, de discreción, de austeridad con la que se vivía y la reciedumbre de sus viejos muros y de su gente.

(1)     "La Purísima". De panel o retablo apenas se conservan las dos primeras filas de azulejos. Constaba de 7 x 5 azulejos, de 20 x 20 cm. Debía ser de gran antigüedad (mediados del s. XVIII). Casi todo el retablo sufrió últimamente los embates del viento -año 1991- que abatió casi todos los azulejos quedando hechos añicos; por lo que únicamente queda la parte superior de la imagen (rostro de la Inmaculada) en tonos azules, amarillos y ocres. Yeves Descalzo, Feliciano A. “Paneles, retablos y azulejería iconográfica en la ciudad de requena”, en Oleana, 7 (1992), p. 48
(2)     Yeves Descalzo, Feliciano A. Guía histórica del callejero requenenses. Requena, 2003, pp. 192-193
(3)     Yeves Descalzo, Feliciano A. Guía histórica del callejero requenenses. Requena, 2003, pp. 192-193

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