lunes, 10 de julio de 2017

EL SABOR DE LA MEMORIA

Hace unos días, durante el segundo encuentro anual con compañeros de los gloriosos años del Bachillerato, en Requena, hablando con algunos de ellos, me cuestionaban sobre el sentido de recordar o de reencontrarse una vez más, si ya nada de eso es lo mismo. Incluso ya ni existe. Es cierto. ¿De qué sirve recordar? ¡Pues a mí me ha resultado muy útil! Poner sobre la mesa lo malo de mi vida me ha servido para sanearlo, superarlo y dejarlo en algún cajón del archivo sin más interés. Pero lo bueno es como contemplar, una vez más, las cosas bellas, nunca me canso. Dicen que el verdadero paraíso del ser humano es la infancia, posiblemente. A ella me gusta retrotraerme de vez en cuando. Y eso no invalida mi presente, el cual aprecio y no daría ni un paso hacia atrás. Cierto que ya he entrado en la vejez. No voy  utilizar el eufemismo de la cultura actual diciendo que estoy en la tercera edad, nuestras abuelas eran viejas, y yo ya soy abuela. Cierto que las fuerzas remiten, los achaques aumentan, pero mi vida no es sólo lo material. Es muchas cosas más. Ahora dispongo de un tiempo para, tranquilamente, disfrutar de una buena película rodada con entrañables coprotagonistas. Por ejemplo recordar los siete maravillosos años vivido durante el Bachilllerato me sumerge en un tiempo en el que el futuro no existía, eso era cosa de los mayores.
Lo nuestro era jugar, leer, ir al cine… estudiar. Y en aquel tiempo y lugar había otros chicos y chicas, es decir los que compartimos el mismo tiempo y el mismo espacio, forman parte de los recuerdos y hoy son mis entrañables compañeros de Bachiller. El simple hecho de volver a verlos y saludarlos, aunque sea un solo día, sinceramente, me hace feliz.

       Es cierto que cada vez que subo la cuesta del estanque de Rozaleme corro el riesgo de que una vez  rebasada, nada pueda quitarme el posible trallazo del impacto visual de no encontrar nada más que desolación. Arbustos y  pequeños árboles crecen en el suelo de aquel hermoso estanque, construido para regar nuestras feraces huertas requenenses, y que tantos momentos de frescor nos suministraba en verano con los baños. Pero tampoco nada puede hacerme olvidar la belleza del entonces.
       Los versos de la Oda a la inmortalidad del poeta William Wordsworth, que leí por primera vez en los títulos preliminares de la película Esplendor en la hierba (E. Kazan, 1961), aunque la vi muchos años después, claro, hacia 1968 o 1969, han sido como uno de los leitmotiv de mi vida. Algo que siempre tuve claro porque venían a expresar una vivencia real en mí, la belleza de lo recordado. O, tal vez, como señala una articulista (1), lo recitaba Natalie Wood en un momento de su vida en el que el dolor era más fuerte que la esperanza.
 Aunque el resplandor que
en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas.

Aunque mis ojos ya no
puedan ver ese puro destello
Que en mi juventud me deslumbraba

Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porqué la belleza subsiste siempre en el recuerdo.

En aquella primera
simpatía que habiendo
sido una vez,
habrá de ser por siempre
en los consoladores pensamientos
que brotaron del humano sufrimiento,
y en la fe que mira a través de la
muerte.

Gracias al corazón humano,
por el cual vivimos,
gracias a sus ternuras, a sus
alegrías y a sus temores, la flor más humilde al florecer,
puede inspirarme ideas que, a menudo,
se muestran demasiado profundas
para las lágrimas.

De ahí que, por encima del aspecto desolador que presenta lo que otrora fue uno de los lugares más hermosos de Requena,  yo puedo descorrer el telón, como en los cines de entonces, darle al play de mi memoria y volver a vivir cada uno de los momentos dichosos. Puedo acercarme al hoy enmarañado sitio cubierto de zarzas donde la acequia, por la que entraba el agua al Estanque, se ensanchaba a modo de piscinilla para los niños, y contemplarme hasta con la corchera y aquellos bañadores caseros. Y puedo sentir  el frescor del agua y hasta un cierto temor a algún bicho acuático, o el repelús que me provocaba el escurridizo lodo del fondo de la acequia.  Mi memoria adquiere un dulce sabor al recuperar todos esos recuerdos que se almacenan en algún lugar que sólo ella sabe, y mientras siga siendo mi compañera de viaje recurriré a ella. Y con ella me extasiaré en aquellos lugares de la Requena de mi infancia y adolescencia en los que viví la vida tan plenamente.
El sabor de las cerezas (Abbas Kiarostami,1997) es una interesante película en la cual el cineasta iraní establece una metáfora entre el sentido de la vida y el sabor de las cerezas. Pues, mucho más humildemente establezco el paralelismo entre el sabor de mi infancia con el sabor de los caracoles de la Monaras en el estanque, con el sabor de las ciruelas amarillas en El Duende, junto al río Magro, en los albaricoques verdes de los albaricoqueros que estaban junto al camino en las huertas que se extendían entre la estación del tren y el teatro Principal, con el sabor de las monas de Pascua, con el sabor de… ¡tantas cosas!
     Alguien me pregunto en una ocasión ¿Es que no tienes recuerdos malos de la infancia? ¡Claro que sí! Toda vida, hasta la de la persona más privilegiada, la familia más distinguida tiene sus sombras. La mías es de lo más normal, también se fue la luz de vez en cuando. Ahora bien ¿para qué voy evocar lo malo? Eso se deja para los terapeutas, para superar aquello del pasado cuya densa oscuridad acaba traumatizando la mente y envenenando el alma, como indicaba al comienzo. Nunca me gustaron las películas de terror, bueno entonces decíamos de miedo, pero si un buen thriller, un cierto suspense. Tampoco me gusta recordar circunstancias más o menos penosas. Los malos recuerdos hay que dejar que se vayan evanesciendo como las volutas de humo de un cigarrillo.
       La Requena de mi infancia ya apenas existe, el devenir histórico nos ubica en una Requena con bastantes diferencias. Y esas  desemejanzas, en ocasiones, nos laceran el corazón. Me gustaría que las calles Verdú Diana y Antonio López, fuesen las mismas que cuando pasaban las procesiones, que la calle Olivas bullese de mujeres comprando, y la de las Monjas oliese a pan cocido con ramas de pino. Volvería a ser un placer inmenso  si al final de las recónditas escalerillas de la Glorieta se encontrase mi querida Biblioteca, me agradaría que la fuente Bernate y el Regajo estuviesen limpios, con abundante agua, me gustaría encontrarme bares y tiendas ya desaparecidos y tras ellos a quienes los mantenían activos. Pero a lo largo de casi medio siglo la economía, la sociedad, el urbanismo han ido cambiando, nuestros paisajes cotidianos han variado, incuestionablemente no son los mismos, pero no me lamento del presente. No está lo de entonces pero hay otras cosas, algo bueno desapareció, pero también han ido surgiendo otros algo bueno que podemos percibir en este devenir histórico. No estaría lúcida si viviese anclada en el pasado.
     Muchas veces he reflexionado sobre el impacto que tuvo que producir a nuestras abuelas el derribo, en la primera mitad de los años treinta, del convento de las Agustinas. Aquel edificio cerraba una linda plaza, la de Canalejas. De pronto, un gran boquete y la vista se perdía en las huertas y campos, con alguna que otra alcoholera de por medio, que llegaban hasta la cuesta del Castillo. En la Requena de la infancia de mi abuela no existía la Avenida, y ésta, sin embargo, para mí y mi generación fue como
si existiera desde siempre, creada desde la eternidad. Nunca oí a mi abuela  quejarse del derribo de aquel convento ni de la apertura de la Avenida.
    Soy algo friky de la serie Star Trek, sobre todo de las primeras, las que tenían pocos efectos especiales y mucho guión, con buenos diálogos entre el capitán Kirk y Spock, y planteamientos filosóficos y políticos sobre el encuentro de culturas diferentes. También algunas de los capítulos se las series posteriores me gustaron. En uno de ellos, no recuerdo el título, se ve a dos de los tripulantes del USS Entreprise vestidos con uniformes del siglo XVIII y luchando en el puente de uno de aquellos espectaculares barcos de vela. De pronto se interrumpe la lucha ante la llamada de un altavoz y todos vuelven a sus estilizados uniformes de la flota estelar. Se trataba de un holograma. Los tripulantes del Enterprise disponían de hologramas para vivir durante unos instantes como en alguna de las épocas pasadas de la historia, pero siempre volvía a su moderno traje espacial, su comida sintética, sus bases de datos, sus viajes interestelares y todo lo demás. Si yo pudiera me haría multitud de hologramas que me permitieran pasear, cuando me apeteciese, por la Requena de ayer, pero eso sí, para volver siempre a mi presente, que no lo cambio por nada. Ni un solo paso hacia atrás.

     No, no daría un paso atrás para volver a vivir en aquel tiempo. Tal vez algún día podía iniciar un paseo por la vida de las niñas, las chicas, las mujeres de entonces y el papel que nos tocaba desempeñar, no nos gustaba, tuvimos que cambiarlo. Pero hoy no. Hoy me sigo recreando en paladear el sabor de la memoria  y me sumerjo, una vez más, en los juegos en la Glorieta, las fiestas del Instituto, las tardes de cine… ¡Vale la pena, me hace feliz!



(1)   http://www.un-libro-abierto.com/william-wordsworth-y-su-oda-esplendor-en-la-hierba/

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