Hace unos días, durante el
segundo encuentro anual con compañeros de los gloriosos años del Bachillerato, en
Requena, hablando con algunos de ellos, me cuestionaban sobre el sentido de
recordar o de reencontrarse una vez más, si ya nada de eso es lo mismo. Incluso
ya ni existe. Es cierto. ¿De qué sirve recordar? ¡Pues a mí me ha resultado muy
útil! Poner sobre la mesa lo malo de mi vida me ha servido para sanearlo,
superarlo y dejarlo en algún cajón del archivo sin más interés. Pero lo bueno
es como contemplar, una vez más, las cosas bellas, nunca me canso. Dicen que el
verdadero paraíso del ser humano es la infancia, posiblemente. A ella me gusta
retrotraerme de vez en cuando. Y eso no invalida mi presente, el cual aprecio y
no daría ni un paso hacia atrás. Cierto que ya he entrado en la vejez. No
voy utilizar el eufemismo de la cultura
actual diciendo que estoy en la tercera edad, nuestras abuelas eran viejas, y
yo ya soy abuela. Cierto que las fuerzas remiten, los achaques aumentan, pero
mi vida no es sólo lo material. Es muchas cosas más. Ahora dispongo de un
tiempo para, tranquilamente, disfrutar de una buena película rodada con
entrañables coprotagonistas. Por ejemplo recordar los siete maravillosos años
vivido durante el Bachilllerato me sumerge en un tiempo en el que el futuro no
existía, eso era cosa de los mayores.
Lo nuestro era jugar, leer, ir al cine…
estudiar. Y en aquel tiempo y lugar había otros chicos y chicas, es decir los
que compartimos el mismo tiempo y el mismo espacio, forman parte de los
recuerdos y hoy son mis entrañables compañeros de Bachiller. El simple hecho
de volver a verlos y saludarlos, aunque sea un solo día, sinceramente, me hace
feliz.
Es cierto que cada vez que subo la cuesta del estanque de Rozaleme corro
el riesgo de que una vez rebasada, nada
pueda quitarme el posible trallazo del impacto visual de no encontrar nada más
que desolación. Arbustos y pequeños
árboles crecen en el suelo de aquel hermoso estanque, construido para regar
nuestras feraces huertas requenenses, y que tantos momentos de frescor nos suministraba
en verano con los baños. Pero tampoco nada puede hacerme olvidar la belleza del
entonces.
Los versos de la Oda a
la inmortalidad del poeta William
Wordsworth, que leí por primera vez en los títulos preliminares de la película Esplendor en la hierba (E. Kazan, 1961),
aunque la vi muchos años después, claro, hacia 1968 o 1969, han sido como uno
de los leitmotiv de mi vida. Algo que
siempre tuve claro porque venían a expresar una vivencia real en mí, la belleza
de lo recordado. O, tal vez, como señala una articulista (1), lo recitaba
Natalie Wood en un momento de su vida en el que el dolor era más fuerte que la
esperanza.
Aunque el resplandor que
en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas.
Aunque mis ojos ya no
puedan ver ese puro destello
Que en mi juventud me deslumbraba
Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porqué la belleza subsiste siempre en el
recuerdo.
En aquella primera
simpatía que habiendo
sido una vez,
habrá de ser por siempre
en los consoladores pensamientos
que brotaron del humano sufrimiento,
y en la fe que mira a través de la
muerte.
Gracias al corazón
humano,
por el cual vivimos,
gracias a sus ternuras, a sus
alegrías y a sus temores, la flor más humilde al florecer,
puede inspirarme ideas que, a menudo,
se muestran demasiado profundas
para las lágrimas.
De
ahí que, por encima del aspecto desolador que presenta lo que otrora fue uno de
los lugares más hermosos de Requena, yo
puedo descorrer el telón, como en los cines de entonces, darle al play de mi memoria y volver a vivir cada
uno de los momentos dichosos. Puedo acercarme al hoy enmarañado sitio cubierto
de zarzas donde la acequia, por la que entraba el agua al Estanque, se
ensanchaba a modo de piscinilla para los niños, y contemplarme hasta con la
corchera y aquellos bañadores caseros. Y puedo sentir el frescor del agua y hasta un cierto temor a
algún bicho acuático, o el repelús que me provocaba el escurridizo lodo del
fondo de la acequia. Mi memoria adquiere
un dulce sabor al recuperar todos esos recuerdos que se almacenan en algún
lugar que sólo ella sabe, y mientras siga siendo mi compañera de viaje
recurriré a ella. Y con ella me extasiaré en aquellos lugares de la Requena de
mi infancia y adolescencia en los que viví la vida tan plenamente.
El sabor de las cerezas (Abbas Kiarostami,1997) es una interesante película en la cual el cineasta iraní establece una metáfora entre
el sentido de la vida y el sabor de las cerezas. Pues, mucho más humildemente
establezco el paralelismo entre el sabor de mi infancia con el sabor de los
caracoles de la Monaras en el estanque, con el sabor de las ciruelas amarillas
en El Duende, junto al río Magro, en los albaricoques verdes de los
albaricoqueros que estaban junto al camino en las huertas que se extendían
entre la estación del tren y el teatro Principal, con el sabor de las monas de
Pascua, con el sabor de… ¡tantas cosas!
Alguien me pregunto en una
ocasión ¿Es que no tienes recuerdos malos de la infancia? ¡Claro que sí! Toda
vida, hasta la de la persona más privilegiada, la familia más distinguida tiene
sus sombras. La mías es de lo más normal, también se fue la luz de vez en
cuando. Ahora bien ¿para qué voy evocar lo malo? Eso se deja para los
terapeutas, para superar aquello del pasado cuya densa oscuridad acaba
traumatizando la mente y envenenando el alma, como indicaba al comienzo. Nunca
me gustaron las películas de terror, bueno entonces decíamos de miedo, pero
si un buen thriller, un cierto suspense. Tampoco me gusta recordar circunstancias
más o menos penosas. Los malos recuerdos hay que dejar que se vayan
evanesciendo como las volutas de humo de un cigarrillo.
La Requena de mi infancia ya
apenas existe, el devenir histórico nos ubica en una Requena con bastantes
diferencias. Y esas desemejanzas, en
ocasiones, nos laceran el corazón. Me gustaría que las calles Verdú Diana y
Antonio López, fuesen las mismas que cuando pasaban las procesiones, que la
calle Olivas bullese de mujeres comprando, y la de las Monjas oliese a pan
cocido con ramas de pino. Volvería a ser un placer inmenso si al final de las recónditas escalerillas de
la Glorieta se encontrase mi querida Biblioteca, me agradaría que la fuente
Bernate y el Regajo estuviesen limpios, con abundante agua, me gustaría
encontrarme bares y tiendas ya desaparecidos y tras ellos a quienes los
mantenían activos. Pero a lo largo de casi medio siglo la economía, la sociedad,
el urbanismo han ido cambiando, nuestros paisajes cotidianos han variado, incuestionablemente
no son los mismos, pero no me lamento del presente. No está lo de entonces pero hay otras cosas,
algo bueno desapareció, pero también han ido surgiendo otros algo bueno que podemos percibir en este
devenir histórico. No estaría lúcida si viviese anclada en el pasado.
Muchas veces he reflexionado
sobre el impacto que tuvo que producir a nuestras abuelas el derribo, en la
primera mitad de los años treinta, del convento de las Agustinas. Aquel
edificio cerraba una linda plaza, la de Canalejas. De pronto, un gran boquete y
la vista se perdía en las huertas y campos, con alguna que otra alcoholera de
por medio, que llegaban hasta la cuesta del Castillo. En la Requena de la
infancia de mi abuela no existía la Avenida,
y ésta, sin embargo, para mí y mi generación fue como
si existiera desde
siempre, creada desde la eternidad. Nunca oí a mi abuela quejarse del derribo de aquel convento ni de
la apertura de la Avenida.
Soy algo friky de la serie Star Trek, sobre todo de las primeras,
las que tenían pocos efectos especiales y mucho guión, con buenos diálogos
entre el capitán Kirk y Spock, y planteamientos filosóficos y políticos sobre
el encuentro de culturas diferentes. También algunas de los capítulos se las
series posteriores me gustaron. En uno de ellos, no recuerdo el título, se ve a
dos de los tripulantes del USS Entreprise
vestidos con uniformes del siglo XVIII y luchando en el puente de uno de aquellos
espectaculares barcos de vela. De pronto se interrumpe la lucha ante la llamada
de un altavoz y todos vuelven a sus estilizados uniformes de la flota estelar.
Se trataba de un holograma. Los tripulantes del Enterprise disponían de hologramas
para vivir durante unos instantes como
en alguna de las épocas pasadas de la historia, pero siempre volvía a su
moderno traje espacial, su comida sintética, sus bases de datos, sus viajes
interestelares y todo lo demás. Si yo pudiera me haría multitud de hologramas
que me permitieran pasear, cuando me apeteciese, por la Requena de ayer, pero
eso sí, para volver siempre a mi presente, que no lo cambio por nada. Ni un
solo paso hacia atrás.
No, no daría un paso atrás para
volver a vivir en aquel tiempo. Tal vez algún día podía iniciar un paseo por la
vida de las niñas, las chicas, las mujeres de entonces y el papel que nos tocaba
desempeñar, no nos gustaba, tuvimos que cambiarlo. Pero hoy no. Hoy me sigo
recreando en paladear el sabor de la memoria y me sumerjo, una vez más, en los juegos en la
Glorieta, las fiestas del Instituto, las tardes de cine… ¡Vale la pena, me hace
feliz!
(1)
http://www.un-libro-abierto.com/william-wordsworth-y-su-oda-esplendor-en-la-hierba/
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