domingo, 31 de enero de 2016

Por el camino verde que va a la ermita de San Blas recorrí, durante mi infancia y adolescencia, uno de los parajes más hermosos del río Magro a su paso por Requena y que siempre resultaba atrayente, porque si en invierno trotábamos gozosos por él al calor de la festividad del santo el 3 de febrero, durante el verano lo hacíamos a la búsqueda del deliciosos frescor de las choperas, los baños en los tollos y el dulce sabor de las doradas ciruelas de El Duende.
El camino entonces era todo de tierra y se iniciaba, una vez cruzada la carretera de Madrid Valencia, con una pequeña cuesta paralela al camino del Cementerio, que queda a la izquierda perfilado de oscuros cipreses. Rápidamente la pendiente se agudiza y sigue entre unos ribazos de tierra seca e inhóspita, pero de pronto, dando unos pocos pasos más, cuando se ha coronado la cuesta, la vista se recrea en un estallido de verdes: vides, pinos, chopos...Es el valle que genera el río Magro a partir del recodo que hace a la altura del Cerrito y que ensanchándose por San Blas y El Duende inicia su descenso hacia el Atrafal ¡Que hermosura de valle! Desde aquella elevación el camino comienza a descender, no obstante la belleza del paisaje impide calibrar su pendiente, pero ¡que bien la medimos al regreso! Hoy el camino está asfaltado hasta el Cerrito, convertido en una moderna bodega, a partir de ahí sigue con las casi eternas piedras que formaban una calzada que no creo se embarrice mucho en invierno pues recuerdo los tumbos que dábamos cuando nos bajaban en el remolque de algún tractor.
 
El Cerrito era una de esas glamurosas fincas que debieron tener una buena movida en los veranos de la “belle epoque”, a la que pondría fin la Primera Guerra mundial. En los años cincuenta era un viejo caserón, cuyos guardeses -Emilio y Teodora- eran los padres de un compañero de Instituto, Emilio Ramos. No recuerdo, a diferencia de otros edificios de aquellas características como la Casa Blanca, o la Casa Nueva, que viniesen por allí mucho sus dueños. Sí recuerdo recorrer sus amplias estancias en las que todavía había vestidos y sombreros de la “belle epoque”, y muchos libros. Grandes armarios en los que se podía jugar al escondite, escaleras secretas o, al menos, escondidas en los armarios que daban paso y acceso a otros pisos... No es que nos dejaran corretear mucho, pero sí lo suficiente como para empaparnos de una época pasada en las que los gramófomos, las “chaise longues”, los chales, las pamelas pertenecían al divertimento de una clase adinerada, todo un estilo de vida al que pondrían fin las guerras de la primera mitad del siglo XX y del cual nosotros, pequeños aventureros en una edad en la que comenzábamos a descubrir la vida, no teníamos mucha idea.

Hoy el Cerrito, visto desde fuera, esta bellamente cercado y rodeado de cipreses, esos preciosos árboles que tanto embellecen regiones como la Toscana en Italia y que en España a penas se utilizan nada más que en los cementerios, eso sí, con resultados espectaculares. También se ha pintado. En su conjunto ofrece, al menos me lo parece, una bella estampa, aunque tienen la “hermosura” de la de nuestros recuerdos.
Y dejando el Cerrito felizmente asomado a aquel hermoso valle seguimos andando hacia San Blas. Al fondo del serpenteante camino de tierra y piedras, todavía en lontananza, vemos un edificio poco aparente donde está ubicada la ermita de San Blas. A la izquierda la vista tropieza con pequeñas colinas a cuyos pies se despliegan viñedos que finalizan en las típicas hormas de piedras que los sustentan y que bordean el camino. A la derecha una acequia perfila el curvilíneo trazado del camino, en otro tiempo el agua corría caudalosa en su seno y los ribazos estaban cubiertos de árboles y plantas, tras ella la vista se dilata en mas viñedos que se extienden hasta la orilla del río Magro, a su vez flanqueado por un ejército de plateados chopos que hacen tintilear su hojas cuando la brisa los mueve.
La ermita de San Blas está en el lateral izquierdo de la planta baja de una casa de labor. En mis tiempos era una casa de pastores algo destartalada de dos plantas y recios muros totalmente encalados, con amplios corrales adosados para guardar el ganado. Delante de la ermita se extendía una explanada y detrás unas lomas peladas. En la fachada principal una pequeña puerta adintelada daba acceso a la vivienda de los pastores, pero a su izquierda se abría un portal de piedra vista con arco de medio punto por el que se accede al recinto de la ermita, una pieza rectangular con altar al fondo y la imagen de San Blas en una hornacina. Las paredes internas de la ermita estaban recubiertas de exvotos, figuras de cera que representaban diversas partes del cuerpo, sobre todo gargantas, orejas, narices, pero también cabezas, brazos o piernas que se ofrecían al santo. Y cada año se llevaban más, dado que a San Blas se le venera como el santo abogado de las enfermedades de garganta, nariz y oídos y patrono de las pescaderas, que eran las encargadas de organizar el festejo y bajar con el pan bendito hasta la ermita.
El 3 de febrero permanece en mi memoria como un día grande. ¡Qué día de san Blas en pleno invierno! ¡Ay, Señor, que día más maravilloso! Se celebraba una romería tradicional en la que la gente bajaba hasta la ermita que abría su capilla temprano, la misa creo que era a mediodía, durante la mañana la gente iba llegando y algunos completaban su peregrinación ofreciendo sus exvotos al santo en cumplimiento de alguna promesa. Recuerdo que Manola, la mujer del administrador de la finca y amiga de mi madre, me daba un fajo de estampitas con la imagen de San Blas y yo me sentaba al pie del altar y las iba dando a quien llegaba ¡Todavía percibo el olor de la cera! Delante de la ermita se extiende una amplia explanada y en ella se montaban el porrate, que eran los puestos en los que se vendía castañas, piñones, almendras, higos, nueces, dulces y todo lo que en aquellos tiempos de austeridad constituían una compra extra por ser un día de fiesta.

A la ermita bajaba mucha gente que traía su comida para pasar el día, hacían paellas, se asaba embutido o se daba cuenta del “bollo”, pero por la tarde acudían muchas más personas y aquel paraje parecía una alegre feria. Pese a ser en pleno invierno raro era el día que llovía, no lo recuerdo o si hubo alguno lo he olvidado, eso sí, al caer la tarde llegábamos a Requena ateridos, y para culminar un día grande nos metíamos en el cine que, por entonces era para nosotros maravilla de maravillas.


¿Y el verano? ¡Ah, que fresco era aquel entorno! Cierto que el camino no estaba sombreado y caía un buen sol, pero conforme te acercabas al río te iba envolviendo la suave brisa que brotaba del baile de los chopos. Rebasando la amplia explanada que se extiende ante la ermita se desciende hacia el río, a la derecha había otra casa de pastores ya bastante deteriorada entonces y hoy desaparecida, y llegamos al lugar por el que el río se puede vadear. El entorno lo forman pequeñas praderas de hierba y amplios espacios sembrados de chopos seguidos de un extenso y fértil terreno de labor, en uno de cuyos extremos hay otra finca rústica que se denomina El Duende, ya en el límite entre los campos de cultivo y el comienzo de un terreno más montañoso.
A sus espaldas había otra inmensa chopera, cuyo frescor en verano era algo inigualable, que descendía perpendicularmente hasta encontrarse con el río. Junto al caserío había unos ciruelos cuyos amarillos y dulces frutos han quedado en mi memoria como la exquisitez del verano. Además, por aquella zona el Magro nos ofrecía unos buenos tollos para bañarnos en un agua totalmente limpia y transparente, lo que hacía las delicias de pequeños y mayores. Luego una buena comida y una larga tarde de escasa siesta pues los mayores hablaban y los pequeños correteábamos por aquel paradisíaco rincón. Ya un poquito más mayor, a partir de los 10 o12 años, la tarde culminaba para mí en el cine ¡cómo no!
Había dos personas, de entrañable memoria, que las quiero hacer presentes: Manolo y Pilar el matrimonio encargado de guardar la casa de labor, un matrimonio encantador, dos buenísimas personas y muy cariñosas. Tenían casa en la Villa, pero pasaban el estío en El Duende y allí estaban cuando algunos domingos del verano bajábamos a pasar el día.

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