Por el camino verde
que va a la ermita de San Blas recorrí, durante mi infancia y adolescencia, uno de los parajes más
hermosos del río Magro a su paso por Requena y que siempre resultaba
atrayente, porque si en invierno trotábamos gozosos por él al calor
de la festividad del santo el 3 de febrero, durante el verano lo
hacíamos a la búsqueda del deliciosos frescor de las choperas, los
baños en los tollos y el dulce sabor de las doradas ciruelas de El
Duende.
El camino entonces
era todo de tierra y se iniciaba, una vez cruzada la carretera de
Madrid Valencia, con una pequeña cuesta paralela al camino del
Cementerio, que queda a la izquierda perfilado de oscuros cipreses.
Rápidamente la pendiente se agudiza y sigue entre unos ribazos de
tierra seca e inhóspita, pero de pronto, dando unos pocos pasos más,
cuando se ha coronado la cuesta, la vista se recrea en un estallido
de verdes: vides, pinos, chopos...Es el valle que genera el río
Magro a partir del recodo que hace a la altura del Cerrito y que
ensanchándose por San Blas y El Duende inicia su descenso hacia el
Atrafal ¡Que hermosura de valle! Desde aquella elevación el camino
comienza a descender, no obstante la belleza del paisaje impide
calibrar su pendiente, pero ¡que bien la medimos al regreso! Hoy el
camino está asfaltado hasta el Cerrito, convertido en una moderna
bodega, a partir de ahí sigue con las casi eternas piedras que
formaban una calzada que no creo se embarrice mucho en invierno pues
recuerdo los tumbos que dábamos cuando nos bajaban en el remolque de
algún tractor.

El Cerrito era una
de esas glamurosas fincas que debieron tener una buena movida en los
veranos de la “belle epoque”, a la que pondría fin la Primera
Guerra mundial. En los años cincuenta era un viejo caserón, cuyos
guardeses -Emilio y Teodora- eran los padres de un compañero de
Instituto, Emilio Ramos. No recuerdo, a diferencia de otros edificios
de aquellas características como la Casa Blanca, o la Casa Nueva,
que viniesen por allí mucho sus dueños. Sí recuerdo recorrer sus
amplias estancias en las que todavía había vestidos y sombreros de
la “belle epoque”, y muchos libros. Grandes armarios en los que
se podía jugar al escondite, escaleras secretas o, al menos,
escondidas en los armarios que daban paso y acceso a otros pisos...
No es que nos dejaran corretear mucho, pero sí lo suficiente como
para empaparnos de una época pasada en las que los gramófomos, las
“chaise longues”, los chales, las pamelas pertenecían al
divertimento de una clase adinerada, todo un estilo de vida al que
pondrían fin las guerras de la primera mitad del siglo XX y del cual
nosotros, pequeños aventureros en una edad en la que comenzábamos a
descubrir la vida, no teníamos mucha idea.
Hoy el Cerrito,
visto desde fuera, esta bellamente cercado y rodeado de cipreses,
esos preciosos árboles que tanto embellecen regiones como la Toscana
en Italia y que en España a penas se utilizan nada más que en los
cementerios, eso sí, con resultados espectaculares. También se ha
pintado. En su conjunto ofrece, al menos me lo parece, una bella
estampa, aunque tienen la “hermosura”
de la de nuestros
recuerdos.
Y dejando el Cerrito felizmente asomado
a aquel hermoso valle seguimos andando hacia San Blas. Al fondo del
serpenteante camino de tierra y piedras, todavía en lontananza,
vemos un edificio poco aparente donde está ubicada la ermita de San
Blas. A la izquierda la vista tropieza con pequeñas colinas a cuyos
pies se despliegan viñedos que finalizan en las típicas hormas de
piedras que los sustentan y que bordean el camino. A la derecha una
acequia perfila el curvilíneo trazado del camino, en otro tiempo el
agua corría caudalosa en su seno y los ribazos estaban cubiertos de
árboles y plantas, tras ella la vista se dilata en mas viñedos que
se extienden hasta la orilla del río Magro, a su vez flanqueado por
un ejército de plateados chopos que hacen tintilear su hojas cuando
la brisa los mueve.
La ermita de San Blas está en el
lateral izquierdo de la planta baja de una casa de labor. En mis
tiempos era una casa de pastores algo destartalada de dos plantas y
recios muros totalmente encalados, con amplios
corrales adosados para guardar el ganado. Delante de la ermita se
extendía una explanada y detrás unas lomas peladas. En la fachada
principal una pequeña puerta adintelada daba acceso a la vivienda de
los pastores, pero a su izquierda se abría un portal de piedra vista
con arco de medio punto por el que se accede al recinto de la ermita,
una pieza rectangular con altar al fondo y la imagen de San Blas en
una hornacina. Las paredes internas de la ermita estaban recubiertas
de exvotos, figuras de cera que representaban diversas partes del
cuerpo, sobre todo gargantas, orejas, narices, pero también cabezas,
brazos o piernas que se ofrecían al santo. Y cada año se llevaban
más, dado que a San Blas se le venera como el santo abogado de las
enfermedades de garganta, nariz y oídos y patrono de las pescaderas,
que eran las encargadas de organizar el festejo y bajar con el pan
bendito hasta la ermita.
El 3 de febrero permanece en mi memoria
como un día grande. ¡Qué día de san Blas en pleno invierno! ¡Ay,
Señor, que día más maravilloso! Se celebraba una romería
tradicional en la que la gente bajaba hasta la ermita que abría su
capilla temprano, la misa creo que era a mediodía, durante la mañana
la gente iba llegando y algunos completaban su peregrinación
ofreciendo sus exvotos al santo en cumplimiento de alguna promesa.
Recuerdo que Manola, la mujer del administrador de la finca y amiga
de mi madre, me daba un fajo de estampitas con la imagen de San Blas
y yo me sentaba al pie del altar y las iba dando a quien llegaba
¡Todavía percibo el olor de la cera! Delante de la ermita se
extiende una amplia explanada y en ella se montaban el porrate, que
eran los puestos en los que se vendía castañas, piñones,
almendras, higos, nueces, dulces y todo lo que en aquellos tiempos de
austeridad constituían una compra extra por ser un día de fiesta.
A
la ermita bajaba mucha gente que traía su comida para pasar el día,
hacían paellas, se asaba embutido o se daba cuenta del “bollo”,
pero por la tarde acudían muchas más personas y aquel paraje
parecía una alegre feria. Pese a ser en pleno invierno raro era el
día que llovía, no lo recuerdo o si hubo alguno lo he olvidado, eso
sí, al caer la tarde llegábamos a Requena ateridos, y para
culminar un día grande nos metíamos en el cine que, por entonces
era para nosotros maravilla de maravillas.
¿Y el verano? ¡Ah, que fresco era
aquel entorno! Cierto que el camino no estaba sombreado y caía un
buen sol, pero conforme te acercabas al río te iba envolviendo la
suave brisa que brotaba del baile de los chopos. Rebasando la amplia
explanada que se extiende ante la ermita se desciende hacia el río,
a la derecha había otra casa de pastores ya bastante deteriorada
entonces y hoy desaparecida, y llegamos al lugar por el que el río
se puede vadear. El entorno lo forman pequeñas praderas de hierba y
amplios espacios sembrados de chopos seguidos de un extenso y fértil
terreno de labor, en uno de cuyos extremos hay otra finca rústica
que se denomina El Duende, ya en el límite entre los campos de
cultivo y el comienzo de un terreno más montañoso.
A sus espaldas
había otra inmensa chopera, cuyo frescor en verano era algo
inigualable, que descendía perpendicularmente hasta encontrarse con
el río. Junto al caserío había unos ciruelos cuyos amarillos y
dulces frutos han quedado en mi memoria como la exquisitez del
verano. Además, por aquella zona el Magro nos ofrecía unos buenos
tollos para bañarnos en un agua totalmente limpia y transparente, lo
que hacía las delicias de pequeños y mayores. Luego una buena
comida y una larga tarde de escasa siesta pues los mayores hablaban y
los pequeños correteábamos por aquel paradisíaco rincón. Ya un
poquito más mayor, a partir de los 10 o12 años, la tarde culminaba
para mí en el cine ¡cómo no!
Había dos personas, de entrañable
memoria, que las quiero hacer presentes: Manolo y Pilar el
matrimonio encargado de guardar la casa de labor, un matrimonio
encantador, dos buenísimas personas y muy cariñosas. Tenían casa
en la Villa, pero pasaban el estío en El Duende y allí estaban
cuando algunos domingos del verano bajábamos a pasar el día.