domingo, 31 de enero de 2016

Por el camino verde que va a la ermita de San Blas recorrí, durante mi infancia y adolescencia, uno de los parajes más hermosos del río Magro a su paso por Requena y que siempre resultaba atrayente, porque si en invierno trotábamos gozosos por él al calor de la festividad del santo el 3 de febrero, durante el verano lo hacíamos a la búsqueda del deliciosos frescor de las choperas, los baños en los tollos y el dulce sabor de las doradas ciruelas de El Duende.
El camino entonces era todo de tierra y se iniciaba, una vez cruzada la carretera de Madrid Valencia, con una pequeña cuesta paralela al camino del Cementerio, que queda a la izquierda perfilado de oscuros cipreses. Rápidamente la pendiente se agudiza y sigue entre unos ribazos de tierra seca e inhóspita, pero de pronto, dando unos pocos pasos más, cuando se ha coronado la cuesta, la vista se recrea en un estallido de verdes: vides, pinos, chopos...Es el valle que genera el río Magro a partir del recodo que hace a la altura del Cerrito y que ensanchándose por San Blas y El Duende inicia su descenso hacia el Atrafal ¡Que hermosura de valle! Desde aquella elevación el camino comienza a descender, no obstante la belleza del paisaje impide calibrar su pendiente, pero ¡que bien la medimos al regreso! Hoy el camino está asfaltado hasta el Cerrito, convertido en una moderna bodega, a partir de ahí sigue con las casi eternas piedras que formaban una calzada que no creo se embarrice mucho en invierno pues recuerdo los tumbos que dábamos cuando nos bajaban en el remolque de algún tractor.
 
El Cerrito era una de esas glamurosas fincas que debieron tener una buena movida en los veranos de la “belle epoque”, a la que pondría fin la Primera Guerra mundial. En los años cincuenta era un viejo caserón, cuyos guardeses -Emilio y Teodora- eran los padres de un compañero de Instituto, Emilio Ramos. No recuerdo, a diferencia de otros edificios de aquellas características como la Casa Blanca, o la Casa Nueva, que viniesen por allí mucho sus dueños. Sí recuerdo recorrer sus amplias estancias en las que todavía había vestidos y sombreros de la “belle epoque”, y muchos libros. Grandes armarios en los que se podía jugar al escondite, escaleras secretas o, al menos, escondidas en los armarios que daban paso y acceso a otros pisos... No es que nos dejaran corretear mucho, pero sí lo suficiente como para empaparnos de una época pasada en las que los gramófomos, las “chaise longues”, los chales, las pamelas pertenecían al divertimento de una clase adinerada, todo un estilo de vida al que pondrían fin las guerras de la primera mitad del siglo XX y del cual nosotros, pequeños aventureros en una edad en la que comenzábamos a descubrir la vida, no teníamos mucha idea.

Hoy el Cerrito, visto desde fuera, esta bellamente cercado y rodeado de cipreses, esos preciosos árboles que tanto embellecen regiones como la Toscana en Italia y que en España a penas se utilizan nada más que en los cementerios, eso sí, con resultados espectaculares. También se ha pintado. En su conjunto ofrece, al menos me lo parece, una bella estampa, aunque tienen la “hermosura” de la de nuestros recuerdos.
Y dejando el Cerrito felizmente asomado a aquel hermoso valle seguimos andando hacia San Blas. Al fondo del serpenteante camino de tierra y piedras, todavía en lontananza, vemos un edificio poco aparente donde está ubicada la ermita de San Blas. A la izquierda la vista tropieza con pequeñas colinas a cuyos pies se despliegan viñedos que finalizan en las típicas hormas de piedras que los sustentan y que bordean el camino. A la derecha una acequia perfila el curvilíneo trazado del camino, en otro tiempo el agua corría caudalosa en su seno y los ribazos estaban cubiertos de árboles y plantas, tras ella la vista se dilata en mas viñedos que se extienden hasta la orilla del río Magro, a su vez flanqueado por un ejército de plateados chopos que hacen tintilear su hojas cuando la brisa los mueve.
La ermita de San Blas está en el lateral izquierdo de la planta baja de una casa de labor. En mis tiempos era una casa de pastores algo destartalada de dos plantas y recios muros totalmente encalados, con amplios corrales adosados para guardar el ganado. Delante de la ermita se extendía una explanada y detrás unas lomas peladas. En la fachada principal una pequeña puerta adintelada daba acceso a la vivienda de los pastores, pero a su izquierda se abría un portal de piedra vista con arco de medio punto por el que se accede al recinto de la ermita, una pieza rectangular con altar al fondo y la imagen de San Blas en una hornacina. Las paredes internas de la ermita estaban recubiertas de exvotos, figuras de cera que representaban diversas partes del cuerpo, sobre todo gargantas, orejas, narices, pero también cabezas, brazos o piernas que se ofrecían al santo. Y cada año se llevaban más, dado que a San Blas se le venera como el santo abogado de las enfermedades de garganta, nariz y oídos y patrono de las pescaderas, que eran las encargadas de organizar el festejo y bajar con el pan bendito hasta la ermita.
El 3 de febrero permanece en mi memoria como un día grande. ¡Qué día de san Blas en pleno invierno! ¡Ay, Señor, que día más maravilloso! Se celebraba una romería tradicional en la que la gente bajaba hasta la ermita que abría su capilla temprano, la misa creo que era a mediodía, durante la mañana la gente iba llegando y algunos completaban su peregrinación ofreciendo sus exvotos al santo en cumplimiento de alguna promesa. Recuerdo que Manola, la mujer del administrador de la finca y amiga de mi madre, me daba un fajo de estampitas con la imagen de San Blas y yo me sentaba al pie del altar y las iba dando a quien llegaba ¡Todavía percibo el olor de la cera! Delante de la ermita se extiende una amplia explanada y en ella se montaban el porrate, que eran los puestos en los que se vendía castañas, piñones, almendras, higos, nueces, dulces y todo lo que en aquellos tiempos de austeridad constituían una compra extra por ser un día de fiesta.

A la ermita bajaba mucha gente que traía su comida para pasar el día, hacían paellas, se asaba embutido o se daba cuenta del “bollo”, pero por la tarde acudían muchas más personas y aquel paraje parecía una alegre feria. Pese a ser en pleno invierno raro era el día que llovía, no lo recuerdo o si hubo alguno lo he olvidado, eso sí, al caer la tarde llegábamos a Requena ateridos, y para culminar un día grande nos metíamos en el cine que, por entonces era para nosotros maravilla de maravillas.


¿Y el verano? ¡Ah, que fresco era aquel entorno! Cierto que el camino no estaba sombreado y caía un buen sol, pero conforme te acercabas al río te iba envolviendo la suave brisa que brotaba del baile de los chopos. Rebasando la amplia explanada que se extiende ante la ermita se desciende hacia el río, a la derecha había otra casa de pastores ya bastante deteriorada entonces y hoy desaparecida, y llegamos al lugar por el que el río se puede vadear. El entorno lo forman pequeñas praderas de hierba y amplios espacios sembrados de chopos seguidos de un extenso y fértil terreno de labor, en uno de cuyos extremos hay otra finca rústica que se denomina El Duende, ya en el límite entre los campos de cultivo y el comienzo de un terreno más montañoso.
A sus espaldas había otra inmensa chopera, cuyo frescor en verano era algo inigualable, que descendía perpendicularmente hasta encontrarse con el río. Junto al caserío había unos ciruelos cuyos amarillos y dulces frutos han quedado en mi memoria como la exquisitez del verano. Además, por aquella zona el Magro nos ofrecía unos buenos tollos para bañarnos en un agua totalmente limpia y transparente, lo que hacía las delicias de pequeños y mayores. Luego una buena comida y una larga tarde de escasa siesta pues los mayores hablaban y los pequeños correteábamos por aquel paradisíaco rincón. Ya un poquito más mayor, a partir de los 10 o12 años, la tarde culminaba para mí en el cine ¡cómo no!
Había dos personas, de entrañable memoria, que las quiero hacer presentes: Manolo y Pilar el matrimonio encargado de guardar la casa de labor, un matrimonio encantador, dos buenísimas personas y muy cariñosas. Tenían casa en la Villa, pero pasaban el estío en El Duende y allí estaban cuando algunos domingos del verano bajábamos a pasar el día.

San Blas, ...por el camino verde que va a la ermita

Por el camino verde que va a la ermita de San Blas recorrí, durante mi infancia y adolescencia, uno de los parajes más hermosos del río Magro a su paso por Requena y que siempre resultaba atrayente, porque si en invierno trotábamos gozosos por él al calor de la festividad del santo el 3 de febrero, durante el verano lo hacíamos a la búsqueda del deliciosos frescor de las choperas, los baños en los tollos y el dulce sabor de las doradas ciruelas de El Duende.
El camino entonces era todo de tierra y se iniciaba, una vez cruzada la carretera de Madrid Valencia, con una pequeña cuesta paralela al camino del Cementerio, que queda a la izquierda perfilado de oscuros cipreses. Rápidamente la pendiente se agudiza y sigue entre unos ribazos de tierra seca e inhóspita, pero de pronto, dando unos pocos pasos más, cuando se ha coronado la cuesta, la vista se recrea en un estallido de verdes: vides, pinos, chopos...Es el valle que genera el río Magro a partir del recodo que hace a la altura del Cerrito y que ensanchándose por San Blas y El Duende inicia su descenso hacia el Atrafal ¡Que hermosura de valle! Desde aquella elevación el camino comienza a descender, no obstante la belleza del paisaje impide calibrar su pendiente, pero ¡que bien la medimos al regreso! Hoy el camino está asfaltado hasta el Cerrito, convertido en una moderna bodega, a partir de ahí sigue con las casi eternas piedras que formaban una calzada que no creo se embarrice mucho en invierno pues recuerdo los tumbos que dábamos cuando nos bajaban en el remolque de algún tractor.
 
El Cerrito era una de esas glamurosas fincas que debieron tener una buena movida en los veranos de la “belle epoque”, a la que pondría fin la Primera Guerra mundial. En los años cincuenta era un viejo caserón, cuyos guardeses -Emilio y Teodora- eran los padres de un compañero de Instituto, Emilio Ramos. No recuerdo, a diferencia de otros edificios de aquellas características como la Casa Blanca, o la Casa Nueva, que viniesen por allí mucho sus dueños. Sí recuerdo recorrer sus amplias estancias en las que todavía había vestidos y sombreros de la “belle epoque”, y muchos libros. Grandes armarios en los que se podía jugar al escondite, escaleras secretas o, al menos, escondidas en los armarios que daban paso y acceso a otros pisos... No es que nos dejaran corretear mucho, pero sí lo suficiente como para empaparnos de una época pasada en las que los gramófomos, las “chaise longues”, los chales, las pamelas pertenecían al divertimento de una clase adinerada, todo un estilo de vida al que pondrían fin las guerras de la primera mitad del siglo XX y del cual nosotros, pequeños aventureros en una edad en la que comenzábamos a descubrir la vida, no teníamos mucha idea.
Hoy el Cerrito, visto desde fuera, esta bellamente cercado y rodeado de cipreses, esos preciosos árboles que tanto embellecen regiones como la Toscana en Italia y que en España a penas se utilizan nada más que en los cementerios, eso sí, con resultados espectaculares. También se ha pintado. En su conjunto ofrece, al menos me lo parece, una bella estampa, aunque tienen la “hermosura” de la de nuestros recuerdos.
Y dejando el Cerrito felizmente asomado a aquel hermoso valle seguimos andando hacia San Blas. Al fondo del serpenteante camino de tierra y piedras, todavía en lontananza, vemos un edificio poco aparente donde está ubicada la ermita de San Blas. A la izquierda la vista tropieza con pequeñas colinas a cuyos pies se despliegan viñedos que finalizan en las típicas hormas de piedras que los sustentan y que bordean el camino. A la derecha una acequia perfila el curvilíneo trazado del camino, en otro tiempo el agua corría caudalosa en su seno y los ribazos estaban cubiertos de árboles y plantas, tras ella la vista se dilata en mas viñedos que se extienden hasta la orilla del río Magro, a su vez flanqueado por un ejército de plateados chopos que hacen tintilear su hojas cuando la brisa los mueve.
La ermita de San Blas está en el lateral izquierdo de la planta baja de una casa de labor. En mis tiempos era una casa de pastores algo destartalada de dos plantas y recios muros totalmente encalados, con amplios corrales adosados para guardar el ganado. Delante de la ermita se extendía una explanada y detrás unas lomas peladas. En la fachada principal una pequeña puerta adintelada daba acceso a la vivienda de los pastores, pero a su izquierda se abría un portal de piedra vista con arco de medio punto por el que se accede al recinto de la ermita, una pieza rectangular con altar al fondo y la imagen de San Blas en una hornacina. Las paredes internas de la ermita estaban recubiertas de exvotos, figuras de cera que representaban diversas partes del cuerpo, sobre todo gargantas, orejas, narices, pero también cabezas, brazos o piernas que se ofrecían al santo. Y cada año se llevaban más, dado que a San Blas se le venera como el santo abogado de las enfermedades de garganta, nariz y oídos y patrono de las pescaderas, que eran las encargadas de organizar el festejo y bajar con el pan bendito hasta la ermita.
El 3 de febrero permanece en mi memoria como un día grande. ¡Qué día de san Blas en pleno invierno! ¡Ay, Señor, que día más maravilloso! Se celebraba una romería tradicional en la que la gente bajaba hasta la ermita que abría su capilla temprano, la misa creo que era a mediodía, durante la mañana la gente iba llegando y algunos completaban su peregrinación ofreciendo sus exvotos al santo en cumplimiento de alguna promesa. Recuerdo que Manola, la mujer del administrador de la finca y amiga de mi madre, me daba un fajo de estampitas con la imagen de San Blas y yo me sentaba al pie del altar y las iba dando a quien llegaba ¡Todavía percibo el olor de la cera! Delante de la ermita se extiende una amplia explanada y en ella se montaban el porrate, que eran los puestos en los que se vendía castañas, piñones, almendras, higos, nueces, dulces y todo lo que en aquellos tiempos de austeridad constituían una compra extra por ser un día de fiesta.

A la ermita bajaba mucha gente que traía su comida para pasar el día, hacían paellas, se asaba embutido o se daba cuenta del “bollo”, pero por la tarde acudían muchas más personas y aquel paraje parecía una alegre feria. Pese a ser en pleno invierno raro era el día que llovía, no lo recuerdo o si hubo alguno lo he olvidado, eso sí, al caer la tarde llegábamos a Requena ateridos, y para culminar un día grande nos metíamos en el cine que, por entonces era para nosotros maravilla de maravillas.


¿Y el verano? ¡Ah, que fresco era aquel entorno! Cierto que el camino no estaba sombreado y caía un buen sol, pero conforme te acercabas al río te iba envolviendo la suave brisa que brotaba del baile de los chopos. Rebasando la amplia explanada que se extiende ante la ermita se desciende hacia el río, a la derecha había otra casa de pastores ya bastante deteriorada entonces y hoy desaparecida, y llegamos al lugar por el que el río se puede vadear. El entorno lo forman pequeñas praderas de hierba y amplios espacios sembrados de chopos seguidos de un extenso y fértil terreno de labor, en uno de cuyos extremos hay otra finca rústica que se denomina El Duende, ya en el límite entre los campos de cultivo y el comienzo de un terreno más montañoso.
A sus espaldas había otra inmensa chopera, cuyo frescor en verano era algo inigualable, que descendía perpendicularmente hasta encontrarse con el río. Junto al caserío había unos ciruelos cuyos amarillos y dulces frutos han quedado en mi memoria como la exquisitez del verano. Además, por aquella zona el Magro nos ofrecía unos buenos tollos para bañarnos en un agua totalmente limpia y transparente, lo que hacía las delicias de pequeños y mayores. Luego una buena comida y una larga tarde de escasa siesta pues los mayores hablaban y los pequeños correteábamos por aquel paradisíaco rincón. Ya un poquito más mayor, a partir de los 10 o12 años, la tarde culminaba para mí en el cine ¡cómo no!
Había dos personas, de entrañable memoria, que las quiero hacer presentes: Manolo y Pilar el matrimonio encargado de guardar la casa de labor, un matrimonio encantador, dos buenísimas personas y muy cariñosas. Tenían casa en la Villa, pero pasaban el estío en El Duende y allí estaban cuando algunos domingos del verano bajábamos a pasar el día.

sábado, 2 de enero de 2016

Trenes que vienen y van en la bella estación

Máquina a vapor y vagones (1)

No sabría explicar la fascinación que ejercía en nosotros ver pasar el tren. Lo cierto es que mi primo Tonín y yo nos íbamos muchas tardes del largo y cálido verano a la estación del ferrocarril a ver pasar el tren. Mi madre cuenta que en los años treinta y cuarenta la gente salía a pasear hasta la estación y ver quién llegaba o quién se iba, era todo un ritual social, pero a nosotros la gente nos daba igual, el objeto de nuestra marcha aventurera era ver pasar el tren. En la década de los cincuenta, la mayoría de los trenes mantenían su silueta tradicional de la locomotora de vapor con vagones, aunque a partir de 1952 ya circulaban los míticos trenes taf, rápidos, impulsados por diesel, de asientos confortables, aire acondicionado y cocina. La estación de Requena, en el trayecto Valencia-Madrid, también conocía el paso de esos trenes rápidos, pero a nosotros no nos resultaban seductores, los que nos gustaban eran los otros, los de siempre, los viejos dragones de negra armadura y articulada cola en vagones de madera. En realidad, nunca llegué a subirme a un taf, lo más moderno que conocí, y varias décadas después, fue el tren talgo. Me inclino a pensar que, dado que nuestra incorporación al mundo real fue casi en paralelo al que nos presentaban las películas, el tren pasó a adquirir en nuestro imaginario colectivo una aureola romántico-aventurera tal como veíamos en las películas o leíamos en los libros.

Estación de Requena (2)

 Lo cierto es que nuestro “héroe”, aquel a quien salíamos a esperar y ver pasar, era el viejo tren con vagones de primera, segunda y tercera clase, con aquellas locomotoras a vapor de inmensas y relucientes calderas negras, rematadas por una chimenea de las que salía un espeso humo y resoplaba vapor por entre aquellas majestuosas ruedas como si de un dragón sin alas se tratase; luego la marquesina, que cobijaba al maquinista encargado de alimentar permanentemente las fauces hambrientas del dragón; y en su popa, en el último de los vagones, había como un balconcillo para escenas de despedida. El entrechocar de los vagones en el primer intento de arrancar, el chirriar de los frenos cuando paraba, el inconfundible pitido del silbato que anunciaba su llegada o su salida o hendía la noche en los trayectos largos, el retemblar del suelo de la estación momentos antes de que el tren arribase son sonidos encriptados en mi memoria, como lo está el olor de la carbonilla que siempre me gustó.

El hospital de san Francisco desde la estación (3)
Independientemente de la fascinación por los trenes, la estación de Requena siempre me pareció bella y me sigue pareciendo un lugar delicioso. Tal vez porque al seguir estando en el límite norte de la ciudad, la invasión del cemento se ha parado, al menos de momento, a sus puertas y la vista desde el andén sigue siendo un verdadero recreo para los ojos. El trayecto de vía de la estación de Requena está enmarcado entre dos curvas, una de entrada y otra de salida, de modo que nunca podíamos ver venir el tren en la lejanía, sólo cuando los dos poderosos parachoques, a modo de punta de lanza, envestían el aire de una de las curvas, aquel hermoso dragón nos mostraba su brillante armadura negra e iniciaban su rechinante frenado. A la izquierda de la estación, el puente de Piedra hacía como de arco de triunfo para recibir a nuestro héroe cuando arribaba desde Madrid, habiendo atravesado las llanuras castellanas y los hermosos pinares de Cuenca. A la derecha, el campanario del convento de San Francisco en la Loma parecía hacernos guiños cuando el tren pitaba a la altura de la fuente de Reinas y trotaba feliz tras el esfuerzo de subir las cuestas desde Buñol, dispuesto a echar un trago de la gustosa agua de Requena, que se le tenía reservada en un inmenso depósito y se le servía a través de unas largas mangueras que todavía sobreviven.
Camino de la estación
No era que pasasen muchos trenes, el de la mañana que bajaba a Valencia y regresaba a la tarde-noche, el de media mañana que partía para Madrid, y el de media tarde, hora de nuestras aventuras, que venía de Madrid. Salíamos de nuestra casa en la calle del Generalísimo a comienzo de la tarde hasta la plaza de Janini y bien por el camino habitual, que trascurría por la avenida del General Pereyra, o por otro, casi paralelo entre esta y la vía, que era de tierra y discurría entre descampados desde el silo del trigo hasta el teatro Principal, por donde hoy están las calles Luis Vives, Capitán Gadea. Ramón y Cajal y Doctor Fleming. El trayecto por General Pereyra partía de la esquina con la Enológica, una antigua postal lo presenta umbroso, con grandes árboles a ambos lados de la calle, sin más edificio que el de estilo modernista que todavía se conserva. En mis tiempos ya no había tantos árboles y las edificaciones urbanas habían proliferado. Más allá del edificio y patios del grupo escolar Alfonso X el Sabio, estaba el taller de coches de Arroyo y otras casas. Sobrepasada la calle de Colón, entonces conocida por calle de Correos, había una gran harinera de estilo totalmente modernista, que en los setenta se adecuó para viviendas y conserva su estilo con gracia. Al otro lado de la calle, recuerdo algo así como una bodega cuyas paredes estaban pintadas de un color vino ya desgastado.
Avenida de la Estación
Y llegábamos al cruce con lo que se denominaba avenida de la Estación, que las postales de comienzos del siglo XX nos presentan con arbolado, desde allí el trayecto era corto y desembocaba en una amplia explanada al fondo de la cual está ubicada la estación.

Edificio central de la estación
El edificio de la estación es de una sola planta con tejado a dos aguas y puertas y ventanas rematadas en arcos de medio punto, ante el cual unos cuantos peldaños salvaban el desnivel con el suelo. Un estilo  típico de Renfe, tan extendido por toda la geografía de España, que rara ha sido la estación que yo haya visto y no me haya recordado a la de Requena. En este edificio, en el que en las postales antiguas podemos ver la presencia de chimeneas, estaba la vivienda del jefe de estación, un señor con una simpática gorra en rojo y azul y armado siempre con un silbato en la boca y una bandera enrollada en la mano que desplegaba para anunciar al maquinista que podía partir. También estaban el despacho del jefe, las taquillas que se abrían un ratito antes de la llegada del tren y la sala para viajeros, é
esta última, a decir verdad, poco hospitalaria. Me parece recordar un banco de piedra corrido junto a la pared y las paredes siempre con pintadas.
Delante del edificio, a la izquierda, estaban las agujas del cambio de vías, que nos encantaba escudriñar pero sin tocar, hasta que salía el Jefe de estación o algún operario a moverlas y veíamos cambiar las vías para que el tren se orientase en una dirección o en otra. El reloj y las agujas de cambio de vía permanecen como verdaderas reliquias de aquel entonces.

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Mangueras para el agua a ambos lados de la estación
Junto al edificio principal había dos pequeñas edificaciones a la izquierda, una donde se alojaba el bar, acompañado de un pequeño jardín con mesitas, que invitaba a sentarse allí mientras llegaba el tren. En verano, lo recuerdo como un sitio glamuroso y encantador. Algo más allá había un edificio minúsculo donde estaban los urinarios. A la derecha del andén estaba el depósito del agua y junto a las vías, las mangueras que abastecían de agua a las calderas. El andén originario estaba sombreado con gruesos árboles, que no sé cuándo desaparecieron, y no tenía marquesina como ahora. 
Báscula y solar donde estuvo el almacén de materiales
La vía para viajeros estaba pegada al andén principal, luego venía un corto apeadero y otras dos vías, una de ellas para los trenes de mercancías. Al otro lado de las vías había un gran almacén de mercancías con puertas correderas, en el centro, antes de acceder al mismo, una gran báscula que todavía se conserva. A la izquierda del galpón había como una explanada que por aquellos años servía para dejar aquellos enormes carretes en los que venían enrollados los cables del tendido eléctrico. Recuerdo su forma, como el carrete de los hilos de coser, pero de gran tamaño, tanto que para nosotros eran más las setas gigantes del Viaje al Centro de la Tierra de Julio Verne, que simples objetos industriales de madera. Tumbados o de pie nos servían para pasarnos horas y horas saltando de uno en otro como una de las más maravillosas distracciones.
Andén de la estación
El andén de la estación de Requena en invierno era y es un lugar bien oreado, de abrigo y bufanda, pero en verano toda una delicia. En mi infancia cualquier cosa nos distraía y entretenía hasta que llegaba el tren, los últimos minutos se iban del reloj a la vía como si nos fuera la vida en ello, con el trepidar del suelo nos decíamos: ¡ya viene, ya viene! El silbido y la humareda, el choque de los vagones al frenar, el apresurarse de la gente que se iba, la acogida a los que llegaban, todo era un puro espectáculo para nuestros infantiles ojos fijos en el tren hasta que desaparecía por una de las curvas.

Huertas al pie del Silo
Luego jugábamos un rato saltando de seta en seta para después subir hacia el hospital por el puente de Piedra o por el atajo de la cuesta que discurría entre lindas casas, o caminar por la vía hasta las feraces huertas del Magro, o regresar por aquellos campos que se extendían a los pies del silo donde abundaban arbolitos que dejaban al alcance de nuestra mano esos exquisitos frutos llamados albaricoques y que tanto nos gustaban, y eso que el temor que alguien nos viese era poderoso, pero es que aquellos albaricoques verdes… estaban tan ricos.

(1) https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Engine_3440_ex_GWR_City_of_Truro.jpg
(2) "Despedida en la estación". Fotografía propiedad de Marisa García Domenech, reproducida en  Fotos de Requena y comarca https://www.facebook.com/groups/326999954152443/search/?query=Estaci%C3%B3n. Y la fotografía del mercancías saliendo de Requena  el 3 de junio de 1966  es propiedad de José Martinez de Dios, Fotos de Requena y comarca https://www.facebook.com/groups/326999954152443/search/?query=1966
(3) Postal      Fotografía agosto 2015