viernes, 24 de febrero de 2017

¡ESTA NEVADO! ¡ESTA NEVADO!


     En Requena nieva aunque no todos los años, ni tampoco lo hace siempre de modo intenso y espectacular, pero de vez en cuando cae la suficiente nieve como para recogernos en la calidez de nuestro hogar y esperar, con un ánimo no exento de gozo, ver los hermosos paisajes requenense todavía más embellecidos con el blanco manto de la nieve, como si por unas horas se recuperase la belleza primigenia de la creación.
     En la Requena de mi infancia y adolescencia nevó muchas veces. Hubo grandes nevadas, entonces no se llamaban temporales de nieve, ni salían en las noticias, ni nos enterábamos de si afectaba a muchos pueblos o no, éramos críos, pero tampoco recuerdo oír hablar a los mayores de ello. No voy a consultar los registros técnicos, pero puedo dar un paseo por los álbumes fotográficos de modo que me transmitan los flashes, las instantáneas captadas en algún momento de aquellos días de nieve.

Supongo que nevaba a cualquier hora del día pero en mi memoria resalta el entusiasmado grito con el que nos asomábamos, recién levantados, a la galería trasera de nuestra casa y contemplábamos aquellos huertos totalmente cubiertos de nieve¡Está nevado! ¡Está nevado!, gritábamos una y otra vez enfebrecidos por una alegría que no podíamos explicar, mientras nuestros padres intentaban ponernos algo de abrigo antes de que saliésemos corriendo en pijama a revolcarnos en la nieve.

    
     Circula por Internet una postal de la Glorieta en el invierno de 1943. Debió caer una buena nevada, pues la nieve cuajó aproximadamente un palmo, pues llegaba hasta ás arriba de los tobillos. Al menos así nos lo muestra el panorama del parque infanil, con la tómbola al fondo y un señor con traje y sombrero oscuros, en franco constraste con la blancura que cubría suelo, parterres, árboles y tejados. Claro que de esa nevada no puedo tener ningún recuerdo, pero el níveo vestido que la Glorieta usó en aquella ocasión, volvió a hacerlo suficientes veces como para que aun, sin haber nacido, me resulte entrañablemente familiar.


      En 1953 volvió a descender la cota de nieve por debajo de los setecientos metros y, aunque en esa ocasión sí fui testigo de ello, lo cierto es que no lo recuerdo, pues debía andar en torno a los tres años, pero mi padre sí captó un par de instantáneas, de mi hermano y mía, en el corral de mis abuelos Paco y Emilia. Se ve un buen montón de nieve recién caída y yo pertrechada con abrigo y capucha y las inconfundibles botas “katiuscas”, aunque mi muñeca andaba algo menos protegida. Así se llamaban las botas de goma de media caña que usábamos, pequeños y mayores, para andar cuando llovía o nevaba. Eran frías pero evitaban que te mojases, todo era cuestión de ponerse dos pares de calcetines para aislar un poco el frío, pero con ellas te podias meter en todo tipo de charcos, y ese era uno de los grandes placeres de todo niño, meterte en un gran charco de agua, o andar todo el día por la nieve sin que se estropeasen los caros y escasos zapatos de diario.

      
Cuando nevaba intensamente, como muestra tenemos la foto de César Jordá de la Plaza de España en 1950, una vez pasada la primera oleada de emoción ante la intensa belleza del paisaje, mientras los pequeños nos revolcábamos en la nieve y hacíamos bolas que lanzábamos unos contra otros, lo cierto es que los mayores se preparaban para afrontar las consecuencias que arrastraba aquella singular belleza. En cuanto amanecía, la primera tarea de mi abuelo era abrir camino hacia la calle, despejar las puertas de acceso. El ayuntamiento, por su parte, echaba sal por las calles para que de derritiera pronto y no obstaculizase la circulación peatonal, porque la de vehículos era escasa. En las casas, además, ante el peso de la nieve se despejaba la que hubiera caído en la galerías y balcones, y si había un tejado cercano también, pero los tejado altos no se podían tocar, era demasiado peligroso arriesgarse a quitar la nieve.

Nuestra primera salida de críos, mis primos y yo, era, como he señalado, a la calle a hacer bolas y tirárnoslas. Los niños jugábamos en la nieve hasta hartarnos, que tal vez fuese cuando los dedos ya estaban entumecidos. A lo más que llegábamos era hasta la Glorieta. O hasta la escuela, aunque los primeros días estaban cerradas, pero todavía recuerdo ver aquella esplanada de patio del Alfonso X cubierto de nieve. ¡Qué gozada!. Sólo cuando hubo nevadas y ya éramos adolescentes, recuerdo poder ir por los campos de Requena, que entonces la circundaban y hoy están totalmente integrados en el casco urbano.

       Eran tiempos de una economía predominantemente agraria, con industria de transformación, pero Requena era más agraria que industrial. Las casas estaban más preparadas para estos acontecimientos, el frío intenso era habitual en Requena y no faltaba una estufa de leña y un brasero. Si que había suminitro eléctrico, sobre todo para el alumbrado público y privado, porque eso que se llama electrodoméstico se conocía poco, las neveras comenzaron a pulular entre las casas de las clases medias bien entrada la década de los sesenta. También existían ya las planchas electricas, los hornillos, los aparatos de radio y alguna otra cosa que necesitase corriente electrica para funcionr, pero poco. Creo que sí se caía algún que otro poste de la luz cuando nevaba, pero nuestros abuelos no hacía tanas décadas que se habían estado alumbrado con candiles y velas, con lo cual esos artilugios seguían existiendo en las casas, además que, para que se cortase el suministro eléctrico tampoco hacía falta que nevase.

       Tal vez haya, hoy en día, personas que no sepan o no hayan visto nunca un candil. Eran unas latitas con cuatro esquinas acabadas en pico y un mango para colgar. También podía improvisarse un candil con cualquier utensilio en el que pudiera utilizarse aceite y poner una mecha de algodón en un extremo. ¡Ya lo creo que alumbraba! En cuanto a la calefacción, por aquel entonces era fundamentalmente a través de las estufas de leña o las lumbres que solía haber en cada casa. No sé en los pisos de las zonas nuevas de la Avenida lo que habría. Y en Requena raro era la familia que de cara al invierno no se había pertrechado de sus viejas cepas, troncos de olivo, o alguna otra madera para quemar en el invierno. En muchas casas seguían abiertos los pozos y las fuentes públicas no las recuerdo cortadas.

       Si al poco de haber nevado llovía, no había problemas, estos venía cuando helaba a continuación. No sé la fecha, pero tuvo que ser a finales de los cincuenta o comienzo de los sesenta pues ya era una niña mayorcita a la que mandaban a hacer recados. Algunas fueron en fecha tardía, recuerdo una inmensa nevada un 7 de marzo, día de santo Tomás de Aquino, precisametne porque ese día era entonces el día de los estudiantes. Cuando helaba la nieve se convertía en placas de hielo, y las calles pasaban a ser algo así como pistas de patinaje involuntarias, en la que el viandante podía iniciar un deslizarse que acabase en un batacazo con serias repercusiones en los huesos. Yo vivía en la carretera, entonces denominada Generalísimo, cerca de las cuatro esquinas, donde comenzaba la subida a la calle de San Luis y la bajada a la de Poeta Herrero. Pues bien, la esquina donde tenía Rafael “Tiriri” su zapatería, no sólo era un angulo recto puro y duro, sino en pendiente y con un cierto desnivel en forma de escaloncillo. Aquel era todo un “punto negro” en la vialidad requenense.

      
El año que nevó mucho, tal vez hasta un metro, y heló poco después resultó realmente problemático, porque no había manera de volver a la normalidad. O no había bastante sal o... ni idea, era demasiado pequeña para saber de esas cosas, pero si era consciente, por los constantes cometnarios de los mayores, de que hubo bastantes caída y roturas de brazos y piernas. En una de las “cuatro Esquinas”, vivía un médico, don José González, amigo de mi abuelo Paco, y éste comentaba en casa la tarea que tenía el médico con tanto resbalón. Lo cierto es que el Auntamiento acordó echar una “legoná” de agua, tal vez más, desde lo alto de las Peñas de modo que bajase por la actual calle Libertad, y por la de San Luis, a la de Poeta Herrero hasta desembocar en el Portal y luego reconducida hacia Cantarranas. A decir verdad no me dejaron contemplar el evento, sólo vi pasar el agua por las cuatro esquinas y algo de ella se coló hacia mi calle, pero nada más.


    De mis últimas nevadas en Requena, recuerdo la del curso 1964-1965. Estudiábamos cuarto de Bachiller y un grupo de amigas y compañeras del Instituto no fuimos a recorrer aquella embellecida Requena, que había sacadado una vez más su lindo manto blanco. El grupo lo formábamos Marijuli Haba, Elvira Salinas, Mª Lidón Brea, Marina Pérez y alguna más, la que hizo la foto, pero no recuerdo quien pudo ser. Fuimos un poco más allá del cruce de la avenida del General Varela, con la avenida Lamo de Espinosa. En aquel tiempo ese cruce era casi el fin de Requena, en aquellos extremos se había construido la piscina y el nuevo Instituto, al otro lado de la carretera que bajaba desde la plaza de Toros hacia el Pontón. Todavía estaba por allí la Cooperativa y estarí en ciernes la residencia de Estudiantes Santo Domingo Savio. Un tarde diferente a las que disfrutábamos de la nieve en la glorieta de pequeños, pero también muy agradable en el recuerdo.

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