miércoles, 16 de noviembre de 2016

AÑOS ESCOLARES, EL "ALFONSO X"

Fotografía hecha en uno de los cursos en el Alfonso X
Detrás de la imagen había un mapa
     Antes de dar mis primeros pasos en la escuela primaria, recuerdo, aunque muy fragmentariamente, una gran caperucita, pintada de un rojo intenso, en la pared de una de la aulas del Colegio de Nª Señora de la Consolación, a una monja que llamábamos Madre Pilar, muy cariñosas y rodeada de niños muy pequeños. Mis padres, que trabajaban ambos en el Café-Bar Martínez, me llevaron alli, desde los dieciocho meses a los tres o cuatro años, a lo que hoy llamamos guardería. No sé como se llamaba entonces. 

    
Estado actual del Colegio de la Glorieta
El Colegio estaba cerca de casa, frente a la Glorieta. Era un vetusto edificio del siglo XVIII, gemelo de otro contiguo, conocido como casa de las “Salvás”. La clase de Caperucita creo que estaba en la planta baja, pero también tengo como en una nebulosa una gran aula en el piso superior y a otra monja, realmente encantadora, madre Enriqueta, pero no sé que nivel escolar era, ni si estuve allí mucho o poco tiempo. Entonces había clase por las tardes, hora en el que el sol pegaba en aquellas enormes cristaleras y nos inducía a un sueño profundo. El edificio era muy grande, pero lo recuerdo vagamente. No sé, exactamente cuando cambié de colegio, mi padre era católico y apreciaba a las monjas, pero creo que optó por la enseñanza pública gratuita. A fin de cuentas, él había crecido en La Portera, una aldea de Requena donde mi abuelo paterno había habilitado parte de su casa para escuela y por allí habían desfilado buenos maestros.



Imagen reciente del "Alfonso X"
     Mis recuerdos se vuelven algo más diáfanos, posiblemente porque ya contaba con unos seis años, en cuanto a la escolarización en la enseñanza primaria, la cual tuvo lugar en el flamante y luminoso edificio que entonces se llamaba “las escuelas nuevas”, pues había sido inaugurado en 1954, y en el que permanecí hasta los diez años e hice el examen de “Ingreso” en el Instituto de Enseñanza Media. Su nombre oficial era “Grupo Escolar Alfonso X el Sabio”, su nombre me sabe a algo entrañable, delicioso: a uniformes blancos, a amigas de infancia, a juegos en el patio, al mes de María, a leche en polvo y queso amarillo, a buenas y cariñosas maestras, a la Enciclopedia Álvarez. Su nombre está escrito en mi certificado de escolaridad y en lo profundo de mi corazón.
 
     Ubicado entre la calle de San Agustín, al sur, y la avenida de General Pereyra, al norte, la entrada se hacía por una calle que por entonces parecía no tener nombre. Al principio solo se accedía desde la plaza de los Patos y San Agustín, porque el desnivel respecto a la calle de General Pereyra era considerable, pese a todo la pared presentaba las suficientes grietas para trepar por ellas y evitar dar la vuelta, dado que yo vivía en la Carretera. Unos años después el Ayuntamiento puso las famosas escalerillas para facilitar el acceso entre las calles, y a esta la denominábamos habitualmente “calle de las Escalerillas”, aunque en 1957 se rotuló con el nombre de un meritísmo maestro requenense, don Vicente Alonso Álvarez (1870-1930) ¡Ay esas escalerillas, cuanto subí y bajé por ellas! Al final, para los críos era otro sitio de juego.

Los patios eran de terrizo, separados por una tapia
     El edificio del Alfonso X era nuevo, tenía dos plantas con entrada independiente y disponía de grandes patios de terrizo. En la planta de abajo estaban los niños y en la de arriba las niñas. En mi tiempo el director del centro era don Antonio Beltrán, un carismático maestro de niños, cuyos alumnos le rindieron homenaje muchas décadas después. También estaba don Rafael Bernabeu, y don Ramón Salmerón. El bedel creo que se llamaba Miguel, un hombre no muy alto, enjuto de carnes y con un sobretodo gris, cuidaba del edificio e intentaba poner orden sobre todo ante las múltiples travesuras de los chicos.
    Los patios eran amplios y soleados, de tierra, un pequeño muro separa el de chicos del de las niñas. El nuestro quedaba limitado entre esa tapia al sur, y por el norte por el muro con la Avenida del General Pereyra. La torreta cobijaba y daba luz a la escalera de acceso a la planta de las niñas. El porche de acceso a la parte de las niñas estaba abierto, suficiente para guarecernos en el frío invierno hasta que abrían la puerta, o disfrutar del recreo si llovía. Rebasada la escalera se extendía hacia la izquierda un amplio pasillo, que doblaba luego hacia la derecha haciendo una ele. En el ángulo del mismo había una imagen de la Virgen María. A lo largo del pasillo se distribuían las clases. 
 
    
Patio de las niñas, el porche estaba abierto
     Entré en párvulos, digo yo que se llamaba párvulos, porque entonces solo recuerdo pasar de unas clases a otra según iba creciendo y solo sabía que había niñas pequeñas y niñas mayores. Lo de la matrícula, o la inscripción de los niños en el colegio no sé como se hacía. Ignoro el papeleo que pudo o no llevar a cabo mi padre, pero si recuerdo que una mañana me pregunta la maestra donde vivía, cual era mi domicilio. Yo no tenía ni idea, “en la Carretera” indiqué, pero claro esa no era la respuesta adecuada. Ante mi despiste, la maestra me ayuda diciendo: “En la pared de la esquina de tu calle, ¿no hay algún nombre?” “Si, le contesté”. “¿Cual?”, continuó la maestra y yo le dije: “Carteles no”. Me aclaró que eso lo ponían en muchas calles, pero no era el nombre de la misma, de modo que hubo que aplazarlo para otro momento. 

 
     Mi primera maestra fue doña Mª Ángeles Villafría, inolvidable, no recuerdo mucho más que sus ondas en el pelo y las gruesas gafas, pero su trato tan intensamente maternal me hizo quererla con locura. Cuando finalizados los dos años de estancia con ella tuve que cambiar de grado, debió pillarme por sorpresa y no me gustó, cogí un berrinche de categoría, me agarré a ella y comencé a llorar tan intensa y persistentemente que tuvieron que llamar a mi madre para que viniese a ver si ella conseguí arrancarme de los brazos de aquella maravillosa maestra.
    
     En primer grado tuve a doña Milagros Moltó y en el segundo a doña Emilia Pastor, mujer de otro maestro don Sebastián Reverter. Fueron tiempos del aprendizaje paulatino del lenguaje en aquellas cartillas donde decía la “m” con la “a” dice “ma” y luego añadía “mi mama me ama”. Letras, sílabas, palabras, frases...todo el bagaje rudimentario con el cual fuimos aprendiendo a comunicarnos por escrito y a saber leer y entender lo que los otros escribían. También fue el tiempo de conocer los números y de aprender a contar, a hacer operaciones sencillas de sumar y restar, a memorizar la tabla de multiplicar, a dividir. Los días, las semanas, los meses, los años y los siglos. De las cartillas pasamos a utilizar la Enciclopedia Álvarez según el grado que nos correspondiese, yo tuve las de primer y segundo grado. La de tercer grado quedaba para los alumnos mayores de 11 a 14 años aproximadamente, que permanecían en la escuela hasta completar la edad de escolarización obligatoria. ¡Cuantas vueltas y revueltas le di a las páginas de aquellas enciclopedias! Lengua, literatura, ciencias, matemáticas, geometría, geografía, religión, historia... sintéticamente expuestas, con dibujos sencillos, todo en blanco y negro, nada de fotografías. Pero me resultaron tan apasionantes, a mis escasos años, como lo fueron muchos años después los manuales universitarios. Desde la perspectiva actual del negocio editorial, hay que reconocer que con aquellos sencillos libros que, además servían de uno año para otro, los maestros y maestras eran personas con auténtica vocación pues con tan rudimentarios medios consiguieron ir abriendo poco a poco muestras mentes y prepararnos para las etapas de estudio siguientes.
  

     En ciertas ocasiones nos sacaban de la escuela, nos ponían en filas de a dos y, posiblemente vigilados por algún profesor, pero no me acuerdo de ello, íbamos a sitios concretos. Al final todo era un jolgorio. El 20 de noviembre, fecha del aniversario de la muerte de José Antonio Primo de Rivera, uno de los mitos del Movimiento, régimen político que gobernaba aquellos años, bajábamos al cementerio y nos quedábamos ante lo que era la Cruz de los Caídos, ya no recuerdo muy bien si rezábamos o cantábamos. Pero lo más glorioso de todo aquello era el divertido paseo desde el centro escolar hasta nuestro precioso cementerio, pasando por la plaza de los Patos, la calle del Peso, la del Carmen y Desamparados abajo cruzar el puente de las Ollerías y enfilar aquella explanada, flanqueada por un viacrucis, hoy desaparecido, y algunos cipreses, a la izquierda de la cual se extendía el cementerio y al final, de frente, estaba la Cruz de los Caídos. Al terminar el acto solíamos entrar al cementerio a visitar las tumbas de nuestros abuelos o parientes, luego volvíamos a casa. 

      Durante la Cuaresma, teníamos otra salida, en esta ocasión a la iglesia del Carmen. Salíamos ordenaditos en fila de a dos, llegábamos al templo y, ante el Cristo de la Veracruz, cantábamos “Perdona a tu pueblo, Señor”, al final, para aquella caterva de chavales entre los 6 y los 13 años, la salida acababa siendo otra fiesta porque los empujones, las risas, las caídas al suelo eran más propios de su edad que la devoción. 
 
     También celebrábamos el “Mes de María”. La imagen de la Virgen que había en el pasillo de la planta superior, la de las niñas, se adornaba especialmente a comienzos de mayo y durante todo el mes las niñas le llevábamos flores, que entonces se cogían del campo. Por la tarde nos reuníamos ante María para rezar y cantar. Me gustaba, era un acto sencillo y cálido. En nuestras casas reproducíamos una especie de minialtar con estampas y flores.
      
     Nuestra infancia fue tiempo de austeridad, pero a decir verdad la época del hambre puro y duro no la conocimos, al menos mi generación. En casa comíamos suficiente, una dieta mediterránea, sin exquisiteces. No obstante recuerdo que algunas mañanas, en casa, me daban dinero para comprarme una ensaimada en casa de la Tomaseta y un bolo de chocolate “Anastasio”, hecho en Requena en la fábrica de chocolates El Punto ¡Realmente delicioso! No obstante la tónica general del país era de cierta escasez, algo que supimos de mayores. Lo cierto es que en los colegios nacionales se daba, a cada niño, un vaso de leche en el desayuno de la mañana, y un trozo de queso amarillo en la merienda de la tarde. La leche se hacía con agua caliente y leche en polvo, que venía en grandes sacos y era de procedencia americana. En la escuela había unas ollas de aluminio muy grandes y allí se preparaba, pero el proceso no lo recuerdo. Mucho se ha dicho sobre esa leche, ¡a mi me encantaba, me estaba buenísima! Es más, procuraba rescatar alguno de aquellos terrones de los sacos y andar dándole lametones en crudo. El queso me lo comía, pero me resultaba menos sabroso.

     Recuerdo nuestro uniformes blancos, entonces se les llamaba “babero”, nos lo ponían nuestras madres encima de la ropa de calle. Los lunes aparecíamos con unos impecable babis recién planchados que irían cogiendo color a lo largo de las semana. ¡Ah! También nos hicieron fotos típicamentes escolares con un mapa, colgado en la pared, de fondo.
     Los cincuenta fueron años gloriosos de cine, pero también de rígida censura. Nuestro acceso a los cines del pueblo estaba realmente limitado. No obstante en algunos centros, educativos y religiosos, proyectaban películas infantiles. En las escuelas nuevas había una gran aula en la planta baja, la parte de los chicos, que daba a la calle San Agustín y ocasionalmente se convertía en sala de cine. Allí se proyectaban las clásicas de Charlot, el Gordo y el Flaco, y otras que no recuerdo.
     Se pasaba lista en clase. Algunos nombres permanecen imborrables en mi memoria: Lucía Haba, Mª Carmen Cambres, Mª Carmen Montón, Mª Carmen Carrascosa, Mª Carmen Ramírez, Carmen Fons, Amparo Astudillo, Carmen Moraga, Felisa Lahiguera, Pili Gómez, Tere Enguídanos...
    
Había otras escuelas en Requena: la escuela Zorita en las Peñas, en la que todavía en los años sesenta convivían en un mismo local, alumnos de diversas edades y nivel escolar. Otra en la plaza de la villa, inaugurada en 1944, con vivienda para el maestro. En la continuación de la calle la Botica y antes de comenzar debajo los Huertos, había otro conjunto escolar que recuerdo algo deteriorado. Lo conocí porque allí estaba de maestro don Sebastián Reverter, que me dio clases de repaso. 

     Mis años en el “Alfonso X” fueron años felices, clases, juegos, amigas, maestras... que permanecen en mi recuerdo. Muchas veces vuelvo a pasar por alguna de las calles de las "Escuelas nuevas", siempre surge espontáneo el esbozo de una sonrisa, a cuya sombra están  aquellos deliciosos años.

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