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Fotografía hecha en uno de los cursos en el Alfonso X Detrás de la imagen había un mapa |
Antes
de dar mis primeros pasos en la escuela primaria, recuerdo, aunque
muy fragmentariamente, una gran caperucita, pintada de un rojo
intenso, en la pared de una de la aulas del Colegio de Nª Señora
de la Consolación, a una monja que llamábamos Madre Pilar, muy
cariñosas y rodeada de niños muy pequeños. Mis padres, que
trabajaban ambos en el Café-Bar Martínez, me llevaron alli, desde los
dieciocho meses a los tres o cuatro años, a lo que hoy llamamos
guardería. No sé como se llamaba entonces.
El Colegio estaba cerca
de casa, frente a la Glorieta. Era un vetusto edificio del siglo
XVIII, gemelo de otro contiguo, conocido como casa de las “Salvás”.
La clase de Caperucita creo que estaba en la planta baja, pero
también tengo como en una nebulosa una gran aula en el piso superior
y a otra monja, realmente encantadora, madre Enriqueta, pero no sé
que nivel escolar era, ni si estuve allí mucho o poco tiempo.
Entonces había clase por las tardes, hora en el que el sol pegaba en
aquellas enormes cristaleras y nos inducía a un sueño profundo. El
edificio era muy grande, pero lo recuerdo vagamente. No sé,
exactamente cuando cambié de colegio, mi padre era católico y
apreciaba a las monjas, pero creo que optó por la enseñanza pública
gratuita. A fin de cuentas, él había crecido en La Portera, una
aldea de Requena donde mi abuelo paterno había habilitado parte de
su casa para escuela y por allí habían desfilado buenos maestros.
Estado actual del Colegio de la Glorieta |
Imagen reciente del "Alfonso X" |
Ubicado
entre la calle de San Agustín, al sur, y la avenida de General
Pereyra, al norte, la entrada se hacía por una calle que por entonces parecía no tener nombre. Al principio solo se accedía desde la
plaza de los Patos y San Agustín, porque el desnivel respecto a la
calle de General Pereyra era considerable, pese a todo la pared presentaba las
suficientes grietas para trepar por ellas y evitar dar la vuelta, dado
que yo vivía en la Carretera. Unos años después el Ayuntamiento
puso las famosas escalerillas para facilitar el acceso entre las
calles, y a esta la denominábamos habitualmente “calle de las
Escalerillas”, aunque en 1957 se rotuló con el nombre de un
meritísmo maestro requenense, don Vicente Alonso Álvarez
(1870-1930) ¡Ay esas escalerillas, cuanto subí y bajé por ellas!
Al final, para los críos era otro sitio de juego.
Los patios eran de terrizo, separados por una tapia |
Patio de las niñas, el porche estaba abierto |
Mi
primera maestra fue doña Mª Ángeles Villafría, inolvidable, no
recuerdo mucho más que sus ondas en el pelo y las gruesas gafas,
pero su trato tan intensamente maternal me hizo quererla con locura.
Cuando finalizados los dos años de estancia con ella tuve que
cambiar de grado, debió pillarme por sorpresa y no me gustó, cogí
un berrinche de categoría, me agarré a ella y comencé a llorar tan
intensa y persistentemente que tuvieron que llamar a mi madre para
que viniese a ver si ella conseguí arrancarme de los brazos de
aquella maravillosa maestra.
En primer grado tuve a doña Milagros Moltó y en el segundo a doña Emilia Pastor, mujer de otro maestro don Sebastián Reverter. Fueron tiempos del aprendizaje paulatino del lenguaje en aquellas cartillas donde decía la “m” con la “a” dice “ma” y luego añadía “mi mama me ama”. Letras, sílabas, palabras, frases...todo el bagaje rudimentario con el cual fuimos aprendiendo a comunicarnos por escrito y a saber leer y entender lo que los otros escribían. También fue el tiempo de conocer los números y de aprender a contar, a hacer operaciones sencillas de sumar y restar, a memorizar la tabla de multiplicar, a dividir. Los días, las semanas, los meses, los años y los siglos. De las cartillas pasamos a utilizar la Enciclopedia Álvarez según el grado que nos correspondiese, yo tuve las de primer y segundo grado. La de tercer grado quedaba para los alumnos mayores de 11 a 14 años aproximadamente, que permanecían en la escuela hasta completar la edad de escolarización obligatoria. ¡Cuantas vueltas y revueltas le di a las páginas de aquellas enciclopedias! Lengua, literatura, ciencias, matemáticas, geometría, geografía, religión, historia... sintéticamente expuestas, con dibujos sencillos, todo en blanco y negro, nada de fotografías. Pero me resultaron tan apasionantes, a mis escasos años, como lo fueron muchos años después los manuales universitarios. Desde la perspectiva actual del negocio editorial, hay que reconocer que con aquellos sencillos libros que, además servían de uno año para otro, los maestros y maestras eran personas con auténtica vocación pues con tan rudimentarios medios consiguieron ir abriendo poco a poco muestras mentes y prepararnos para las etapas de estudio siguientes.
En ciertas ocasiones nos sacaban de la escuela, nos ponían en filas de a dos y, posiblemente vigilados por algún profesor, pero no me acuerdo de ello, íbamos a sitios concretos. Al final todo era un jolgorio. El 20 de noviembre, fecha del aniversario de la muerte de José Antonio Primo de Rivera, uno de los mitos del Movimiento, régimen político que gobernaba aquellos años, bajábamos al cementerio y nos quedábamos ante lo que era la Cruz de los Caídos, ya no recuerdo muy bien si rezábamos o cantábamos. Pero lo más glorioso de todo aquello era el divertido paseo desde el centro escolar hasta nuestro precioso cementerio, pasando por la plaza de los Patos, la calle del Peso, la del Carmen y Desamparados abajo cruzar el puente de las Ollerías y enfilar aquella explanada, flanqueada por un viacrucis, hoy desaparecido, y algunos cipreses, a la izquierda de la cual se extendía el cementerio y al final, de frente, estaba la Cruz de los Caídos. Al terminar el acto solíamos entrar al cementerio a visitar las tumbas de nuestros abuelos o parientes, luego volvíamos a casa.
Durante la Cuaresma, teníamos otra salida, en esta ocasión a la iglesia del Carmen. Salíamos ordenaditos en fila de a dos, llegábamos al templo y, ante el Cristo de la Veracruz, cantábamos “Perdona a tu pueblo, Señor”, al final, para aquella caterva de chavales entre los 6 y los 13 años, la salida acababa siendo otra fiesta porque los empujones, las risas, las caídas al suelo eran más propios de su edad que la devoción.
También
celebrábamos el “Mes de María”. La imagen de la Virgen que
había en el pasillo de la planta superior, la de las niñas, se
adornaba especialmente a comienzos de mayo y durante todo el mes las
niñas le llevábamos flores, que entonces se cogían del campo. Por
la tarde nos reuníamos ante María para rezar y cantar. Me gustaba, era un acto sencillo y cálido. En nuestras
casas reproducíamos una especie de minialtar con estampas y flores.
Nuestra infancia fue tiempo de austeridad, pero a decir verdad la época del hambre puro y duro no la conocimos, al menos mi generación. En casa comíamos suficiente, una dieta mediterránea, sin exquisiteces. No obstante recuerdo que algunas mañanas, en casa, me daban dinero para comprarme una ensaimada en casa de la Tomaseta y un bolo de chocolate “Anastasio”, hecho en Requena en la fábrica de chocolates El Punto ¡Realmente delicioso! No obstante la tónica general del país era de cierta escasez, algo que supimos de mayores. Lo cierto es que en los colegios nacionales se daba, a cada niño, un vaso de leche en el desayuno de la mañana, y un trozo de queso amarillo en la merienda de la tarde. La leche se hacía con agua caliente y leche en polvo, que venía en grandes sacos y era de procedencia americana. En la escuela había unas ollas de aluminio muy grandes y allí se preparaba, pero el proceso no lo recuerdo. Mucho se ha dicho sobre esa leche, ¡a mi me encantaba, me estaba buenísima! Es más, procuraba rescatar alguno de aquellos terrones de los sacos y andar dándole lametones en crudo. El queso me lo comía, pero me resultaba menos sabroso.
Recuerdo
nuestro uniformes blancos, entonces se les llamaba “babero”, nos
lo ponían nuestras madres encima de la ropa de calle. Los lunes
aparecíamos con unos impecable babis recién planchados que irían
cogiendo color a lo largo de las semana. ¡Ah! También nos hicieron
fotos típicamentes escolares con un mapa, colgado en la pared, de
fondo.
Los
cincuenta fueron años gloriosos de cine, pero también de rígida
censura. Nuestro acceso a los cines del pueblo estaba realmente
limitado. No obstante en algunos centros, educativos y religiosos,
proyectaban películas infantiles. En las escuelas nuevas había una
gran aula en la planta baja, la parte de los chicos, que daba a la
calle San Agustín y ocasionalmente se convertía en sala de cine.
Allí se proyectaban las clásicas de Charlot, el Gordo y el Flaco, y
otras que no recuerdo.
Se
pasaba lista en clase. Algunos nombres permanecen imborrables en mi
memoria: Lucía Haba, Mª Carmen Cambres, Mª Carmen Montón, Mª
Carmen Carrascosa, Mª Carmen Ramírez, Carmen Fons, Amparo
Astudillo, Carmen Moraga, Felisa Lahiguera, Pili Gómez, Tere
Enguídanos...
Había otras escuelas en Requena: la escuela Zorita en las Peñas, en la que todavía en los años sesenta convivían en un mismo local, alumnos de diversas edades y nivel escolar. Otra en la plaza de la villa, inaugurada en 1944, con vivienda para el maestro. En la continuación de la calle la Botica y antes de comenzar debajo los Huertos, había otro conjunto escolar que recuerdo algo deteriorado. Lo conocí porque allí estaba de maestro don Sebastián Reverter, que me dio clases de repaso.
Mis
años en el “Alfonso X” fueron años felices, clases, juegos,
amigas, maestras... que permanecen en mi recuerdo. Muchas veces vuelvo a pasar por alguna de las calles de las "Escuelas nuevas", siempre surge espontáneo el esbozo de una sonrisa, a cuya sombra están aquellos deliciosos años.
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