Mi infancia transcurrió en la casa familiar de mis abuelos maternos Francisco Hernández y Emilia Ibáñez, un ya
centenario caserón que mi abuelo se encargaba de mantener en
muy buenas condiciones. En la planta baja estaban el molino y el
corral, dudo que en cualquiera de los modernos parques temáticos de
atracciones se ofrezca un mejor panorama de diversiones que el que
nosotros, los niños de entonces, vivimos en aquella casa.
La casa era un edificio construido a finales del siglo XVIII, cuando
la expansión urbana de Requena y el auge de la seda, y que ya
contaba con más de siglo y medio de existencia. El edificio todavía
mantenía, en mi infancia, la estructura de una casa concebida según
patrones de vida señorial, con una planta baja para carruaje,
caballo, otras dependencias y amplios salones y habitaciones en los pisos superiores, pero ya
con evidentes señales de que mi abuelo Paco la había adaptado a su
necesidades familiares. Mis abuelos hacían su vida habitual en el
molino de la planta baja, aunque el dormitorio y comedor estaba en el
primer piso, donde también vivían mis tíos y mis primos. En el
segundo piso, más pequeño, vivíamos nosotros. Lo mejor de aquel
edificio era que estaba situado en una manzana de casas formada por
las calles de Generalísimo -que era como se denominaba entonces a la antigua de San Carlos-, San
Luis, San Fernando y la de la Plata o Pérez Arcas, un amplio recinto
urbano en el que en la trasera de cada casa había un espacio
dedicado a zona verde, huerto y jardín, que en mi infancia aún
mantenían ciertos restos de la “Belle époque” con cenadores y
veladores. Todavía hoy es una manzana de casas que constituye un
auténtico pulmón verde en Requena, resto de aquellos altos tilos,
olorosos laureles, exóticas palmeras, frondosas higueras y hermosos
y fragantes magnolios, además de rosaledas, lilas, hiedra,
jazmines...y en algún huerto podían verse árboles frutales como
manzanos, caquis, y nísperos.
Mi abuelo paco había comprado el edificio, en 1926, al
entonces Marqués de Caro y la llegada de mi abuelo no dejó de
causar un cierto impacto entre el vecindario dado que el estilo
señorial, que predominaba en aquellos vetustos pero hermosos
caserones, mi abuelo pronto lo proletarizó al instalar en la planta
baja dos pequeñas industrias como fueron un molino eléctrico y un
horno. Y si esto era poco, en la parte de atrás, en lo que debió ser
un señorial jardín, instaló su pequeña arca de Noé, es decir el
conjunto de animales domésticos necesarios para la vida ordinaria en
un pueblo. ¡Claro que protestaron los vecinos! pero mi abuelo decía
que él había comprado una casa, pagaba sus impuestos y licencias
comerciales y ninguna ordenanza le prohibía tener animales en su
corral. Mi abuelo había estado muchos años trabajando en los
molinos de agua de la Loma, entendía su profesión y en aquella
otrora nobiliaria casa montó su molino y su horno. Cuando yo era
pequeña solo estaba el molino y el despacho de harinas y, como
testimonio de la antigua tahona, en la cocinilla de entrada al corral
había un pequeño horno de piedra que solo se encendía
ocasionalmente.
Aquella planta baja fue para nosotros como un microcosmos donde
aprendimos multitud de cosas, algunas de las cuales solo
entenderíamos de mayores. Allí mi abuelo nos puso unas normas de
conductas muy claras sobre lo que podíamos y no podíamos hacer, nos
dejaba jugar si respetábamos las normas y ¡vaya que las
respetábamos! El corral fue como un pequeño zoológico particular
donde aprendimos algo del reino animal mucho antes de ir a la
escuela, en él fuimos deliciosamente felices durante nuestra
infancia.
Al corral se accedía por dos lados, por el de la
izquierda se atravesaba la cuadra del mulo o caballería,
posiblemente la cuadra original del palacete ocupada por algún
elegante caballo, pero aquella caballería, que tan útil resultaban
a los que tenían sus viñitas, era un animal mimado por mi abuelo y
nos hacía respetarlo. Tanto a este gran animal como al mas pequeño
de los conejos, a los ariscos gatos o a las impertinentes gallinas no
se les molestaba, es decir no se le hacía daño. El otro acceso al
corral era atravesando el molino y lo primero que te encontrabas era
una antesala o cocinilla minúscula en la que había un pequeño
horno encima de una hogar donde se encendía la lumbre, sobre todo
los días de la matanza para cocer las cebollas y las morcillas. Una
vez salías al corral éste estaba dividido en dos partes separadas
por una valla de tablas de madera que mi abuelo terminó en punta de
lanza y le daban un aspecto más decorativo. A este lado de la
empalizada caían la cuadra y las dos gorrineras para criar cerdos,
esos animalitos tan lindos de chiquitos, tan
blanquitos y de ojitos azules que tanta
pena me daban el día de la matanza, pero que tan ricos resultaban
después, una vez trasmutados en morcillas, longanizas, chorizos...
También había un pequeño recinto donde mi abuela tenía sus
plantas. Al otro lado de la estacada se abría un amplio espacio
perfectamente organizado dentro del aparente caos que podía resultar
de una primer visión de los animales, sobre todo las diversidad de
aves, desde el gallo y las gallinas, a los
patos, gansos y
pavos... que andaban revueltas y sueltas.
A la izquierda teníamos el basurero por excelencia, aunque ya había servicio de recogida de basura a domicilio en el pueblo, mi abuelo aprovecha la basura orgánica -aunque entonces no la denominábamos así- para luego abonar las viñas. Más o menos el basurero se vaciaba cada dos o tres meses. A la basura mi abuelo le echaba agua de vez en cuando para que fermentase y cuando estaba a punto la introducía en un recipiente especial que tenía para trasladarla, y lo subía a aquel maravilloso carro de varales y ruedas de madera rematadas con un aro de hierro, en el que tantas veces nos llevaba con él al campo a mi primo Tonín y a mi. Claro que entonces no entendíamos tanto, los niños solo sabíamos que había días en que no podíamos pisar el basurero porque nos hundíamos y otros días sí porque era más sólido. El día de sacar la basura al carro para llevársela al campo lo hacían de madrugada, aún así se montaba un olor en toda la casa que no era para endeblitos, pero tampoco nos desmayábamos. Luego, al llegar a la viña mi abuelo enterraba o tapaba la basura con tierra a esperar que estuviese a punto para el abono.
A la derecha del corral había dos pequeños montículos, uno de latas y otro de vidrios y cristales que no servían para el abono, con lo cual aprendimos bien temprano lo que es el reciclaje de la basura y, por supuesto, en ninguno de estos depósitos debíamos meternos porque un corte o un pinchazo en un corral con animales suponía inyección segura. Los animales, pese a su instinto, no podían discernir con tanta claridad y a veces se tragaban agujas o cosas que le estropeaban el buche, con lo que no tardaban mucho en ponerse, como mi abuela Emilia decía, “tristes” o alicaídos y había que operarlos. No, no se llevaban las aves al veterinario, mi abuela les abría el estómago les sacaba lo que tuvieran y luego lo cosía. Nuestras abuelas eran mujeres recias que conocían muy bien la anatomía de las aves, porque ellas las criaban, las mataban, las desplumaban y las cocinaban. Los pollitos, cuando eran muchos y no crecían bien los sobrealimentaba uno a uno, al menos a los más débiles, con sopitas de pan y vino. Y cuando las pavas parecían no tener fuerzas les metía su buen sopanvino. Era fascinante ver a mi abuela coger una pava, apretarle el gaznate para que abriese el pico, meterle el sopanvino o lo que hubiese preparado y obligarle a tragárselo.
Al fondo del corral estaba “el cubierto”, un porche con tejado
donde podíamos encontrar algún que otro cajón o cosas en desuso
para jugar y montar nuestras “casetas, castillos, ranchos,
cabañas...”; en uno de los ángulos del porche estaba el
gallinero, unos tres o cuatro palos encastrados en las paredes, donde
ordenadamente y cada una en su sitio se acostaban las aves. Resultaba
curioso ver alzar el vuelo a gallinas y pavos para subirse a los
palos a dormir, en ocasiones mi abuela les recortaba las alas porque
se subían hasta el tejado y se iban a otros huertos. Los patos y
gansos dormían en el suelo. Y a la izquierda del porche estaba la
conejera, vallada con tela metálica donde podíamos observar a los
asustadizos conejos, pero no tocarlos.
En medio del corral había un pilón de piedra blanca que mis abuelos aprovechaban como bebedero para las muchas aves que pululaban por allí. Era bastante grande, al menos para nuestro tamaño de niños y de pequeños hasta podíamos bañarnos en ella, y aunque acabamos creciendo más rápido que la pila nos siguió sirviendo en nuestro imaginario de lago, fuente, río o cualquier cosa que necesitase agua en nuestra continua aventuras de vaqueros por el oeste, tarzanes en la jungla y exploradores en África, caballeros en inexpugnables castillos, etc.
Todavía quedaba un amplio espacio central y lateral en medio de la
cual estaba la joya de la corona de aquel corral, la higuera más
hermosa con los higos más exquisitos que yo haya podido probar. Su
tronco grisáceo y sus ramas sin hojas en el frío invierno
comenzaban a llenarse de brotes a partir de la Semana Santa y
estallaban en una multitud de rugosas y ásperas hojas pero que daban
una frondosidad y un frescor inauditos en verano. La higuera es un
árbol delicado, nuestro abuelo nos dejaba subirnos por ella, trepar
en las ramas pero cuidado con los columpios, golpes o cualquier cosa
que pudiera dañarla ¡Aquellos higos rezumando miel! Había que
madrugar para no tener que compartirlos con los espabilado gorriones
que a poco que nos descuidáramos ya habían picoteado lo mejores y
más maduros higos. Las mañanas del verano en cuanto despuntaba el
día bajábamos al corral y provistos de la tradicional caña con la
punta machacada y una piedra dentro, que permitía coger los higos
sin deteriorarlos, llegábamos a los puntos más inaccesibles de las
ramas. La higuera, además, era como un escalera por la cual
trepábamos para subirnos a las tapias o los tejados del cubierto, o
para hacer una pequeña cabaña entre sus ramas como la de Tarzán o
la de Robinsón Crusoe.
Nuestros diarios esfuerzos de mantener a raya a los animales, sobre
todos las aves, solo duraban el tiempo que permanecíamos allí, que
era casi todo el día de verano, pero en la noche y amanecida ellos
se metían por nuestros hipotéticos ranchos, castillos, palacios..
cualquiera cosa que se nos hubiera ocurrido construir con nuestra
imaginación y cuatro tablas y cacharros viejos. No les importaba que
hubiésemos limpiado las tablas, las cajas, cartones y cualquier cosa
que sirviera para ello, además de barrido y limpiado el suelo una y
otra vez, no, a las aves les daba igual, cada día teníamos que
empezar de nuevo, pero no nos cansábamos, eso era parte del juego,
del maravilloso juego que teníamos en el corral de mi abuelo. Ahora
recuerdo los muchos ratos que nos pasábamos contemplando a los
animales, unas veces por por enfado de su barbarie y otras por
curiosidad. Posiblemente antes de ir a la escuela teníamos un amplio
conocimiento de los animales domésticos, además de las moscas,
avispas, y otros insectos y también de lagartos, lagartijas o
salamandras. El corral de mis abuelos fue nuestra arca de Noé
particular.
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