viernes, 2 de diciembre de 2016

LA CALLE "OLIVAS" (1)


Mis papis, Gregorio y Carmen
 en la puerta del Bar de Martínez
Mis primeros cinco años pasaron entre la casa familiar, en la calle Generalísimo, y el Café-Bar Martínez en el que trabajaban mis padres, situado al comienzo de la calle Olivas, oficialmente Poeta Herrero, es decir a escasos metros de casa. Podría decir que el primer tramo de la calle Olivas, el que va desde las “Cuatro Esquinas” hasta el “Río Grande”, formó parte de mi primer universo, aquel en el cual comenzó a configurarse el mundo más allá del ámbito familiar. En consecuencia, lo que allí encontré, las tiendas, casas y personas que entraban en aquel espacio vital, de algún modo era como si existiesen desde siempre. 

   
  

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 de Papelería Molina
Saliendo del Bar, a la derecha estaba la puerta de una vivienda familiar que, a decir verdad, ignoro quien vivía. A continuación la “Imprenta Molina”. Yo siempre la he visto allí, aunque los anuncios de los primeros años cincuenta la sitúan en la calle Calvo Sotelo. Primero te encontrabas con el taller, donde estaba la maquinaria impresora, y luego la tienda. Aquella tienda donde toda mi vida de estudiante me abastecí de cuadernos para escribir y para dibujar, lápices, borradores, tinta, sacapuntas, estuches de compases y tiralíneas, plumieres, plumillas, cajas de lápices de colores Alpino...Entrar allí siempre me resultaba fascinante, todo aquel material tan ordenado, tan sugerente, tan seductor, tan bonito. Hasta me paraba en el escaparate y contemplaba uno a uno los productos allí expuestos. La música de fondo era siempre como un plas-plas, plas- plas, el ritmo que llevaban las máquinas impresoras. Y el olor de papel y tinta quedaría impregnando mi memoria de modo que, cuando décadas después, ya en mi vida profesional, tuve que andar con publicaciones y pisar muchas imprentas, me sentía como en casa. Antonio Molina y su hija Elena estaban siempre allí, tras el mostrador, dispuestos a acercarme cualquiera de aquellos objetos que me resultaban tan preciosos. En ocasiones estaba otro de los hijos, Toni. Todavía me gusta entrar allí, aunque la decoración ha cambiado, y recrear mi mirada por objetos tan bonitos y estimados. Es como si rebobinase el tiempo y me situase de nuevo a comienzos de curso en el Bachiller, cuando había que comprar cuadernos, uno para cada asignatura y poner en la primera hoja nuestro nombre y apellidos, número de matrícula y el título de la asignatura correspondiente, en el que podíamos poner toda clase de florituras. Y aquel papel azul, medio satinado, para forrar los libros.

      
En el margen izquierdo de la calle Olivas, frente al Café, había dos talleres de arreglar zapatos. Él de Rafael “Tiriri”, y el de Luis Gómez “Farnesio”. El primero era a donde llevábamos nuestros zapatos a poner medias suelas y tapas de tacones, aunque nadie joven se lo quiera creer las suelas de los zapatos eran de cuero de verdad, pero se desgastaban fácilmente y se les hacía un agujero enorme en mitad de la suela. Su tarea resultaba totalmente artesanal. Recuerdo ver tomar un trozo de goma negra dibujar en ella el tamaño de la suela, recortarla y comenzar el proceso de renovación. Mucho me admiraba la habilidad y rapidez con el que les sacaba brillo, o como cosían los desgarrones de los difíciles pespuntes de un zapato con una curiosa máquina de coser. Y siempre había decenas de zapatos para arreglar, en aquellos tiempos no se disponía de muchos pares de zapatos y se usaban hasta casi su extinción total, o en el caso de los niños hasta que ya no había forma de meterlos en los pies, siempre crecientes. Había una gran demanda de arreglar zapatos y muchas de las veces que los llevábamos a reparar no lo hacían de forma inmediata. De ahí que cuando hacían falta nos mandaban a los niños a por ellos y nos sentábamos delante del zapatero hasta que nos los entregaban ¡podían pasar horas y horas! El taller de Luis Gómez me resultaba peculiar porque aprovechaba el desnivel del terreno y había que descender primero unos escalones. El local era amplio y durante el día hacían vida familiar, estaba su mujer Florentina, que era modista, y Pili, su hija y una de mis amigas de la infancia. El hijo, mayor que nosotras, se llamaba Luis ¡Cuanto jugaríamos en aquella calle, en el bar, en el taller!

      
    A continuación venía la barbería de Eusebio Fons, el propietario, y Nicolás Sánchez, el ayudante, dos personajes que a mí me parecían muy amables y simpáticos, tenían todo un estilazo a la hora de poner y, sobre todo, retirar del cliente aquel gran peinador blanco con el cual los cubrían para no mancharle. El local tenía una gran cristalera que permitía ver la tarea que hacían desde fuera. A la izquierda, pegado en la pared habían colocado un gran espejo, bajo el cual se ubicada una amplia repisa llena de afeites e instrumentos propios de peluquero y barbero. Me impresionaban aquellas navajas de barbero, de esas que en las películas daban miedo, y las frotaban en unos artilugios llamados afiladores, compuestos por una tira de cuero sujeta a un mango. Eran curiosos los cilíndricos botes metálicos donde tenían barras de jabón y brochas, había que ver la rapidez con la que hacían, en una escudilla, una abundante espuma que aplicaban por toda la cara del cliente. Varias clases de tijeras y maquinillas de cortar el pelo, y una suaves brochas con las que remataban la faena del corte pasándolas por el cuello. No podría distinguir las botellas con colonia de las del linimento o potingue que se les ponía a los caballeros tras el afeitado, pero olía bien, como todo aquel establecimiento. Frente al espejo, dos grandes y aparatosos sillones de hierro cuyo respaldo podía abatirse. Pegadas a la pared de la derecha, varias sillas donde se sentaban los hombres a esperar que les tocase el turno. Por las mañanas, habitualmente, no acudían muchos clientes, pero por la tarde y los sábados si estaba llena. Parece ser que aquella barbería, como posiblemente otras, era una fuente de noticias clave en el pueblo, nada se escapaba de su conocimiento.

        La casa siguiente pertenecía a Isidora, una señora viuda, que vivía algo más arriba, en la calle San Luis. Ese edificio tenía una puerta bastante nueva que daba paso a una vivienda de gran profundidad, pues llegaba por debajo hasta casi el hotel Agulló.

      
Onofre Monzó fabricaba baldosas, pero allí también se podían comprar pilas, zafareches y lápidas mortuorias. Era uno de esos sitios en lo que lo artesanal se articulaba con piezas industriales elementales. Claro que en mi infancia yo no tenía ni idea de lo que era la cultura agraria y la cultura subsiguiente a la revolución industrial, pero creo que todo eso lo iría aprendiendo teniendo como punto de referencia lo aprendido, por ósmosis, en el hábitat cotidiano. La entrada era amplia, por allí podía pasar tranquilamente un carro, estaba cubierta, a la derecha había una minúscula vivienda donde pasaban el día la familia, y el taller de baldosas, al final desembocaba en un amplísimo patio de terrizo. Todavía recuerdo la familia al completo. El padre Onofre Monzó y su mujer Pilar, padres de Pili y Onofre. Pili iba al taller de mi madre a aprender a coser y Onofre, el joven, al que todavía saludo por la Avenida, hacía baldosas. Todavía me parece verlo subido sobre una tarima y echar en un molde de hierro cuadrado pasta de diversos colores que distribuía al azar, luego echaba arena o cemento y aplicaba la prensa, de allí salía una baldosa con las que se asolaban tantas casas.

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 de la tienda de Maximino Pérez
      La tienda “Philips” de Requena era de Remigio Pérez, allí vendía aparatos de radio, los primeros electrodomésticos que iban apareciendo y material para la electricidad. Su familia vivía al lado de casa de mis padres. Llegué a conocer al abuelo, Maximino, el fundador de la tienda,  pero sobre todo a Aurora, su mujer, y a su hija Mª Asunción, con la que también jugué mucho. De aquella tienda, que recuerdo su mostrador y su habitación de estar al fondo, lo que más me llamó la atención era su anuncio de “Mejores no hay”, porque fue una de esas frases publicitarias que tardaron mucho en entrar en mi cabeza. En mi tierna infancia yo solo entendía que allí no tenían buenas bombillas para la luz, que mejores no había, como si dijesen que se fuesen a comprar las buenas a otro sitio.

       Las casa de “Fogueles” era un pequeño edificio en cuya planta baja estaba instalada una tienda que era cerrajería y herrería. Fogueles, en realidad se llamaba Fructuoso, pero no recuerdo el apellido. Debía ser un hombre realmente habilidoso y con muchos recursos prácticos porque lo llamaban cada dos por tres, o a los críos nos mandaban a su taller, con la misma frecuencia, a que arreglase algo necesario en la casa.

Puerta de la carnicería. 
De izquierda a derecha, Mª Luisa Pérez, 
María y Ángela Sánchez Roda, 
Lolín Herrero y la niña Matilde Navarro
(Foto cedida por Ángela Sánchez Roda)

A continuación venía la tienda de Miguel Sánchez y Patrocinio Roda, padres de Miguel, María y Ángela. Una blanquísima e impoluta carnicería a la que solía ir con mi abuela Emilia desde bien pequeña, tanto que no alcanzaba a ver la carne que había sobre el mostrador y me dedicaba a contemplar los bonitos dibujos que había esculpidos en el frontal de mármol, tenían el mismo estilo que la decoración de las casas de algunas amigas de mi abuela. Obviamente entonces no sabía como se llamaba, muchos años después supe que se trataba del estilo “modernista”, que incidió mucho en la decoración y fue mi plataforma para saber fechar cosas relacionadas con él.

       La calle Olivas, la segunda en importancia, tras la calle en la que vivía, en mi vida vino a ser como el universo particular en el que yo fui abriéndome paso al conocimiento del mundo cotidiano, de las personas, de las cosas, de los establecimientos, de los anuncios. Todo un mundo que no venía en los libros de texto de la escuela, pero que fue tan vital como el otro.

       La calle Olivas tiene mucho que contar todavía. He descrito el primer tramo el más vinculado a mis primeros años. Mucho queda todavía que contar, muchas tiendas, muchos personajes que al describirlos en el papel parecen recobrar vida. De hecho siguen vivos en mi corazón porque cuando mi memoria rebobina la película de entonces los echo de menos.

miércoles, 16 de noviembre de 2016

AÑOS ESCOLARES, EL "ALFONSO X"

Fotografía hecha en uno de los cursos en el Alfonso X
Detrás de la imagen había un mapa
     Antes de dar mis primeros pasos en la escuela primaria, recuerdo, aunque muy fragmentariamente, una gran caperucita, pintada de un rojo intenso, en la pared de una de la aulas del Colegio de Nª Señora de la Consolación, a una monja que llamábamos Madre Pilar, muy cariñosas y rodeada de niños muy pequeños. Mis padres, que trabajaban ambos en el Café-Bar Martínez, me llevaron alli, desde los dieciocho meses a los tres o cuatro años, a lo que hoy llamamos guardería. No sé como se llamaba entonces. 

    
Estado actual del Colegio de la Glorieta
El Colegio estaba cerca de casa, frente a la Glorieta. Era un vetusto edificio del siglo XVIII, gemelo de otro contiguo, conocido como casa de las “Salvás”. La clase de Caperucita creo que estaba en la planta baja, pero también tengo como en una nebulosa una gran aula en el piso superior y a otra monja, realmente encantadora, madre Enriqueta, pero no sé que nivel escolar era, ni si estuve allí mucho o poco tiempo. Entonces había clase por las tardes, hora en el que el sol pegaba en aquellas enormes cristaleras y nos inducía a un sueño profundo. El edificio era muy grande, pero lo recuerdo vagamente. No sé, exactamente cuando cambié de colegio, mi padre era católico y apreciaba a las monjas, pero creo que optó por la enseñanza pública gratuita. A fin de cuentas, él había crecido en La Portera, una aldea de Requena donde mi abuelo paterno había habilitado parte de su casa para escuela y por allí habían desfilado buenos maestros.



Imagen reciente del "Alfonso X"
     Mis recuerdos se vuelven algo más diáfanos, posiblemente porque ya contaba con unos seis años, en cuanto a la escolarización en la enseñanza primaria, la cual tuvo lugar en el flamante y luminoso edificio que entonces se llamaba “las escuelas nuevas”, pues había sido inaugurado en 1954, y en el que permanecí hasta los diez años e hice el examen de “Ingreso” en el Instituto de Enseñanza Media. Su nombre oficial era “Grupo Escolar Alfonso X el Sabio”, su nombre me sabe a algo entrañable, delicioso: a uniformes blancos, a amigas de infancia, a juegos en el patio, al mes de María, a leche en polvo y queso amarillo, a buenas y cariñosas maestras, a la Enciclopedia Álvarez. Su nombre está escrito en mi certificado de escolaridad y en lo profundo de mi corazón.
 
     Ubicado entre la calle de San Agustín, al sur, y la avenida de General Pereyra, al norte, la entrada se hacía por una calle que por entonces parecía no tener nombre. Al principio solo se accedía desde la plaza de los Patos y San Agustín, porque el desnivel respecto a la calle de General Pereyra era considerable, pese a todo la pared presentaba las suficientes grietas para trepar por ellas y evitar dar la vuelta, dado que yo vivía en la Carretera. Unos años después el Ayuntamiento puso las famosas escalerillas para facilitar el acceso entre las calles, y a esta la denominábamos habitualmente “calle de las Escalerillas”, aunque en 1957 se rotuló con el nombre de un meritísmo maestro requenense, don Vicente Alonso Álvarez (1870-1930) ¡Ay esas escalerillas, cuanto subí y bajé por ellas! Al final, para los críos era otro sitio de juego.

Los patios eran de terrizo, separados por una tapia
     El edificio del Alfonso X era nuevo, tenía dos plantas con entrada independiente y disponía de grandes patios de terrizo. En la planta de abajo estaban los niños y en la de arriba las niñas. En mi tiempo el director del centro era don Antonio Beltrán, un carismático maestro de niños, cuyos alumnos le rindieron homenaje muchas décadas después. También estaba don Rafael Bernabeu, y don Ramón Salmerón. El bedel creo que se llamaba Miguel, un hombre no muy alto, enjuto de carnes y con un sobretodo gris, cuidaba del edificio e intentaba poner orden sobre todo ante las múltiples travesuras de los chicos.
    Los patios eran amplios y soleados, de tierra, un pequeño muro separa el de chicos del de las niñas. El nuestro quedaba limitado entre esa tapia al sur, y por el norte por el muro con la Avenida del General Pereyra. La torreta cobijaba y daba luz a la escalera de acceso a la planta de las niñas. El porche de acceso a la parte de las niñas estaba abierto, suficiente para guarecernos en el frío invierno hasta que abrían la puerta, o disfrutar del recreo si llovía. Rebasada la escalera se extendía hacia la izquierda un amplio pasillo, que doblaba luego hacia la derecha haciendo una ele. En el ángulo del mismo había una imagen de la Virgen María. A lo largo del pasillo se distribuían las clases. 
 
    
Patio de las niñas, el porche estaba abierto
     Entré en párvulos, digo yo que se llamaba párvulos, porque entonces solo recuerdo pasar de unas clases a otra según iba creciendo y solo sabía que había niñas pequeñas y niñas mayores. Lo de la matrícula, o la inscripción de los niños en el colegio no sé como se hacía. Ignoro el papeleo que pudo o no llevar a cabo mi padre, pero si recuerdo que una mañana me pregunta la maestra donde vivía, cual era mi domicilio. Yo no tenía ni idea, “en la Carretera” indiqué, pero claro esa no era la respuesta adecuada. Ante mi despiste, la maestra me ayuda diciendo: “En la pared de la esquina de tu calle, ¿no hay algún nombre?” “Si, le contesté”. “¿Cual?”, continuó la maestra y yo le dije: “Carteles no”. Me aclaró que eso lo ponían en muchas calles, pero no era el nombre de la misma, de modo que hubo que aplazarlo para otro momento. 

 
     Mi primera maestra fue doña Mª Ángeles Villafría, inolvidable, no recuerdo mucho más que sus ondas en el pelo y las gruesas gafas, pero su trato tan intensamente maternal me hizo quererla con locura. Cuando finalizados los dos años de estancia con ella tuve que cambiar de grado, debió pillarme por sorpresa y no me gustó, cogí un berrinche de categoría, me agarré a ella y comencé a llorar tan intensa y persistentemente que tuvieron que llamar a mi madre para que viniese a ver si ella conseguí arrancarme de los brazos de aquella maravillosa maestra.
    
     En primer grado tuve a doña Milagros Moltó y en el segundo a doña Emilia Pastor, mujer de otro maestro don Sebastián Reverter. Fueron tiempos del aprendizaje paulatino del lenguaje en aquellas cartillas donde decía la “m” con la “a” dice “ma” y luego añadía “mi mama me ama”. Letras, sílabas, palabras, frases...todo el bagaje rudimentario con el cual fuimos aprendiendo a comunicarnos por escrito y a saber leer y entender lo que los otros escribían. También fue el tiempo de conocer los números y de aprender a contar, a hacer operaciones sencillas de sumar y restar, a memorizar la tabla de multiplicar, a dividir. Los días, las semanas, los meses, los años y los siglos. De las cartillas pasamos a utilizar la Enciclopedia Álvarez según el grado que nos correspondiese, yo tuve las de primer y segundo grado. La de tercer grado quedaba para los alumnos mayores de 11 a 14 años aproximadamente, que permanecían en la escuela hasta completar la edad de escolarización obligatoria. ¡Cuantas vueltas y revueltas le di a las páginas de aquellas enciclopedias! Lengua, literatura, ciencias, matemáticas, geometría, geografía, religión, historia... sintéticamente expuestas, con dibujos sencillos, todo en blanco y negro, nada de fotografías. Pero me resultaron tan apasionantes, a mis escasos años, como lo fueron muchos años después los manuales universitarios. Desde la perspectiva actual del negocio editorial, hay que reconocer que con aquellos sencillos libros que, además servían de uno año para otro, los maestros y maestras eran personas con auténtica vocación pues con tan rudimentarios medios consiguieron ir abriendo poco a poco muestras mentes y prepararnos para las etapas de estudio siguientes.
  

     En ciertas ocasiones nos sacaban de la escuela, nos ponían en filas de a dos y, posiblemente vigilados por algún profesor, pero no me acuerdo de ello, íbamos a sitios concretos. Al final todo era un jolgorio. El 20 de noviembre, fecha del aniversario de la muerte de José Antonio Primo de Rivera, uno de los mitos del Movimiento, régimen político que gobernaba aquellos años, bajábamos al cementerio y nos quedábamos ante lo que era la Cruz de los Caídos, ya no recuerdo muy bien si rezábamos o cantábamos. Pero lo más glorioso de todo aquello era el divertido paseo desde el centro escolar hasta nuestro precioso cementerio, pasando por la plaza de los Patos, la calle del Peso, la del Carmen y Desamparados abajo cruzar el puente de las Ollerías y enfilar aquella explanada, flanqueada por un viacrucis, hoy desaparecido, y algunos cipreses, a la izquierda de la cual se extendía el cementerio y al final, de frente, estaba la Cruz de los Caídos. Al terminar el acto solíamos entrar al cementerio a visitar las tumbas de nuestros abuelos o parientes, luego volvíamos a casa. 

      Durante la Cuaresma, teníamos otra salida, en esta ocasión a la iglesia del Carmen. Salíamos ordenaditos en fila de a dos, llegábamos al templo y, ante el Cristo de la Veracruz, cantábamos “Perdona a tu pueblo, Señor”, al final, para aquella caterva de chavales entre los 6 y los 13 años, la salida acababa siendo otra fiesta porque los empujones, las risas, las caídas al suelo eran más propios de su edad que la devoción. 
 
     También celebrábamos el “Mes de María”. La imagen de la Virgen que había en el pasillo de la planta superior, la de las niñas, se adornaba especialmente a comienzos de mayo y durante todo el mes las niñas le llevábamos flores, que entonces se cogían del campo. Por la tarde nos reuníamos ante María para rezar y cantar. Me gustaba, era un acto sencillo y cálido. En nuestras casas reproducíamos una especie de minialtar con estampas y flores.
      
     Nuestra infancia fue tiempo de austeridad, pero a decir verdad la época del hambre puro y duro no la conocimos, al menos mi generación. En casa comíamos suficiente, una dieta mediterránea, sin exquisiteces. No obstante recuerdo que algunas mañanas, en casa, me daban dinero para comprarme una ensaimada en casa de la Tomaseta y un bolo de chocolate “Anastasio”, hecho en Requena en la fábrica de chocolates El Punto ¡Realmente delicioso! No obstante la tónica general del país era de cierta escasez, algo que supimos de mayores. Lo cierto es que en los colegios nacionales se daba, a cada niño, un vaso de leche en el desayuno de la mañana, y un trozo de queso amarillo en la merienda de la tarde. La leche se hacía con agua caliente y leche en polvo, que venía en grandes sacos y era de procedencia americana. En la escuela había unas ollas de aluminio muy grandes y allí se preparaba, pero el proceso no lo recuerdo. Mucho se ha dicho sobre esa leche, ¡a mi me encantaba, me estaba buenísima! Es más, procuraba rescatar alguno de aquellos terrones de los sacos y andar dándole lametones en crudo. El queso me lo comía, pero me resultaba menos sabroso.

     Recuerdo nuestro uniformes blancos, entonces se les llamaba “babero”, nos lo ponían nuestras madres encima de la ropa de calle. Los lunes aparecíamos con unos impecable babis recién planchados que irían cogiendo color a lo largo de las semana. ¡Ah! También nos hicieron fotos típicamentes escolares con un mapa, colgado en la pared, de fondo.
     Los cincuenta fueron años gloriosos de cine, pero también de rígida censura. Nuestro acceso a los cines del pueblo estaba realmente limitado. No obstante en algunos centros, educativos y religiosos, proyectaban películas infantiles. En las escuelas nuevas había una gran aula en la planta baja, la parte de los chicos, que daba a la calle San Agustín y ocasionalmente se convertía en sala de cine. Allí se proyectaban las clásicas de Charlot, el Gordo y el Flaco, y otras que no recuerdo.
     Se pasaba lista en clase. Algunos nombres permanecen imborrables en mi memoria: Lucía Haba, Mª Carmen Cambres, Mª Carmen Montón, Mª Carmen Carrascosa, Mª Carmen Ramírez, Carmen Fons, Amparo Astudillo, Carmen Moraga, Felisa Lahiguera, Pili Gómez, Tere Enguídanos...
    
Había otras escuelas en Requena: la escuela Zorita en las Peñas, en la que todavía en los años sesenta convivían en un mismo local, alumnos de diversas edades y nivel escolar. Otra en la plaza de la villa, inaugurada en 1944, con vivienda para el maestro. En la continuación de la calle la Botica y antes de comenzar debajo los Huertos, había otro conjunto escolar que recuerdo algo deteriorado. Lo conocí porque allí estaba de maestro don Sebastián Reverter, que me dio clases de repaso. 

     Mis años en el “Alfonso X” fueron años felices, clases, juegos, amigas, maestras... que permanecen en mi recuerdo. Muchas veces vuelvo a pasar por alguna de las calles de las "Escuelas nuevas", siempre surge espontáneo el esbozo de una sonrisa, a cuya sombra están  aquellos deliciosos años.

martes, 25 de octubre de 2016

UNA "CASETA" EN LA CUESTA BLANCA

Caseta en el camino de los Pinos de Florillo a San Blas
Algunas tardes de verano mi abuelo materno, Paco, solía llevarnos a mis primos Tonín y Cloti y a mí, cuando iba a dar una vuelta a las viñas. A nosotros nos entusiasmaba subirnos en el carro y salir al campo con él, sobre todo cuando el destino era la viña que llamaban la Cuesta Blanca.

       Situada hacia el norte del término municipal se podía ir por dos caminos. Uno seguía la carretera de Villar de Olmos y poco antes de llegar a la Casa Nueva -que entonces nos parecía de las películas de las Mil y una noches- se giraba a la izquierda y se cogía un camino de tierra y piedra que enlazaba con el que venía por Rozaleme y nos llevaba a nuestra mítica Cuesta Blanca. Ahora es el más usual por la mayor presencia de coches. Pero a mi abuelo le gustaba más seguir el camino de tierra que salía del pueblo, poco después de dejar la plaza de Janini y el Teatro Principal, y enfilar el camino del estanque. Aquel trayecto le encantaba porque de joven había vivido y trabajado por los molinos de agua de la Loma, y en los primeros años de matrimonio vivieron, él, mi abuela Emilia y mis dos tíos, en el molino que había y hay antes de cruzar la vía del tren. Dejábamos el hermoso estanque a la izquierda y llegábamos a Rozaleme, cuya proximidad anticipábamos por el creciente ruido que hacía el agua en su nacimiento. Era un trayecto lleno de piedras y en el que el carro de mi abuelo, de aquellos de largas varas colgadas del mulo o caballería, rígidos varales en los laterales y ruedas de madera perfiladas de hierro, daba tantos tumbos que a los niños nos hacía botar como pelotas de goma, hasta el punto que, en ocasiones, preferíamos bajar e ir andando. Un largo rato después llegábamos a la viña.


El molino junto a la vía del tren
      La viña estaba constituida por varios pedazos de tierra de desigual extensión y desnivel y, posiblemente de desigual calidad porque una era intensamente roja y otra más blanquecina y con muchas piedras. Entonces podría haber unas diez mil cepas de aquellas bastante juntitas, tampoco lo puedo asegurar con certeza. En las hormas había almendros. En una de las lomas había oliveras, término que mis abuelos usaban con más frecuencia que el de olivos. Ahora bien a nosotros, los críos, lo que más nos gustaba era la “caseta”. Ubicada al final del camino de tierra que daba acceso al terreno, en medio de diversos bancales y bien orientada al sol y al abrigo del viento. Para el verano había plantados dos cercanos y grande almendros a ambos lados de la construcción que le daban un poco de sombra. A escasa distancia de los almendros había dos manzanos, no muy altos, de los que colgaban pequeñas manzanas de un precioso color rojo e inigualable sabor. En uno de las hormas se alzaba un higuera, tampoco muy grande, pero con unos higos tan dulces que recababan nuestra atención en cuanto llegábamos.
       En realidad, la caseta no era más que cuatro muros construidos con piedras y “tierra mojada”, con un gran vano a modo de puerta por el que podía entrar el carro. Ni siquiera estaban enlucidos. La cubierta era de teja a una sola agua y las vigas unos travesaños de madera. Un amplio banco de piedra servía tanto de mesa como de asiento. En una de las esquinas un pesebre para la caballería -que entonces yo no entendía que hacía allí- y en la otra un hogar para la lumbre que se prolongaba en una pequeña chimenea al exterior. Pues sí, realmente simple y rústico, para nosotros algo maravilloso. Podía ser un palacio, un fuerte, un rancho, un castillo... lo que quisiéramos. De momento, al llegar mi abuelo descargaba los bártulos y los enseres con comida y se daba una vuelta a inspeccionar la viña y dar el toque necesario en aquella cepa o en aquel árbol que lo necesitase, antes nos había dado instrucciones acerca de lo que podíamos hacer o no.
 
    
Rozaleme, un punto en el trayecto a la Cuesta Blanca
Mi abuelo no era de los de ahora en uso. Era como tirando a serio, no lo recuerdo haciéndonos arrumacos, pero nos llevaba con él al campo y, al igual que en el molino o en el corral, nos abría espacios para jugar. No recuerdo que nos riñera, bastaba que nos mirase para que supiéramos si nos ateníamos a las “reglas del juego” o no y cortábamos por la vía rápida como nos estuviésemos escantillando. El nos enseñaba a vivir en la naturaleza y a utilizarla pero también a respetarla y no ensuciarla. Una cosa era subir a los árboles y otra maltratarlos, una cosa era saber que la caballería era noble y pacífica y otra darle golpes, porque podría darnos una coz, una cosa era saber comer almendras verdes y otra coger un cólico. Ya de pequeños nos enseñó el valor de los cantos rodados que tan abundantes eran por allí, teniendo en cuenta que no existían las toallitas ni cosas de esas al uso de hoy en día. Cuando nuestras necesidades apremiaban la tierra podía absorberlo todo y los blancos cantos rodados podían ser más suaves y consistente que el papel de periódico o de estraza, si es que lo había. Podíamos corretear por toda la viña, pero no pisar la del vecino. Las tijeras de podar o cualquier otra herramienta no se tocaban para nada. Ni había necesidad de levantar piedras y buscar bichos, había espacio para todos. Cuando abandonábamos la viña no había más rastro que el del cultivo de mi abuelo en ella y en la caseta las cenizas en las que se había cocinado y bien apagadas.


       Cuando íbamos a pasar el día la comida la hacía mi abuelo. Traía el pan de casa, pero le gustaba hacer cachulí en la lumbre, en una sartén que solo utilizaba él, y asar careta o panceta, o longanizas, morcillas y güeña en las brasas de los sarmientos o de viejas cepas arrancadas. Lo que mas recuerdo son las garbas de sarmientos. No traía cubiertos, se comía con el pan, pero cogía sarmientos, los limpiaba y afilaba y servían para coger la carne. Jugábamos, explorábamos el terreno... ya casi ni recuerdo como pasábamos el tiempo, solo que maravillosamente. Sí recuerdo que observábamos mucho la naturaleza, sobre todo aquellos almendros cercanos a la caseta en los que unos pequeños muñones iban creciendo y, finalmente adquirían la forma de almendra, que aún verdes estaban ricas. O los minúsculos racimos de uva que comenzaban a colgar de las cepas y que a penas iniciado el verano se cogían verdes y mi abuela nos los ponía en sal y agua, en “agraz” me parece recordar que se decía, y estaban, también, muy buenos, al final del verano ya podíamos comerlos al natural como oscuros y dulces granos de uva. Como se dice en Requena “para la Virgen de Agosto pintan las uvas, para la de Septiembre ya están maduras”. Tampoco sé exactamente lo que hacía mi abuelo supongo que alguna poda, alguna revisión de las viñas, de los almendros o de los olivos porque siempre era verano cuando íbamos. En invierno y durante el curso escolar creo que nunca nos llevó.


Jose en la Cuesta Blanca
     En mis recuerdos la caseta quedó como un sitio de recreo estival y creo que crecí pensando que aquellas casetas, dispersas por los campos, estaban destinadas a lo que hoy denominamos ocio, entonces no sé como se denominaba porque creo que no había mucho tiempo para el ocio. Cual no sería mi sorpresa cuando no ha mucho, hablando con mi madre de aquellos tiempos, lugares y cosas me dice que la finalidad concreta de aquellas casetas no era para “ir de merienda al campo”, sino para proteger a la caballería cuando llovía, pero sobre todo cuando estallaban esas tormentas, tan frecuentes en aquella zona, con rayos y truenos, porque no se podía llegar rápidamente al pueblo, y para protegerla del sol en el verano. También en época de recolección y si hacía frío, para que los trabajadores pudiesen estar protegidos y con algo de calor durante la comida. Desde que se introdujo el tractor ya no había peligro que los animales se mojasen y enfermasen, con la llegada del automóvil uno se puede desplazar a las fincas y venir a comer a casa. La finalidad originaria de las casetas había desaparecido.


     Me quedé un tiempo perpleja. Pese a su tosquedad y escasas dimensiones nunca se me ocurrió pensar que aquella insignificante construcción tuviese otro fin que el que nosotros, los críos de la familia, le dimos como fue el de divertirnos. 


     Aquella caseta desapareció, deteriorada por la intemperie, ausencia de finalidad...derribo defiitivo, ignoro su fecha. No hay ninguna fotografía de entonces y no sé dibujar. Tal vez por eso me paro a contemplar la que hay en el camino de los Pinos de Florillo a San Blas, tal vez una de las ruinas -no históricas- más fotografiadas de Requena. Desde fuera o desde dentro siempre salen fotografía bellas. La fotografía que encabeza el artículo la hice en el verano de 2016. Indudablemente las hay más bonitas, pero ésta la hice yo en recuerdo de aquella otra caseta en la que tan felices ratos veraniegos pasé.

viernes, 9 de septiembre de 2016

Señas de Identidad de una "Requenense Ausente"

Buenas tardes, Reina y Presidente de la Fiesta de la Vendimia, Sta. Andrea Muñoz López y don Antonio Muñoz Martínez. Ilmo. Sr. Alcalde don Mario Sánchez González, Sra. Concejala de Feria y Fiestas, doña Mª José Arroyo Pardo, Sr. Presidente de la Comisión Ejecutiva don José Emilio Cabrera Ramírez, Sr. Secretario de la Comisión Ejecutiva, don Emilio García Maiques, Reina y Presidente infantiles, niños Rosalía y Samuel Garrote Molina. Reinas y presidentes de comisiones, damas y comisionados, amigas, compañeros, familiares, señoras y señores, gracias por acompañarme en este especial día.

Deseo agradecer muy especialmente a la Sexagesimonovena Fiesta de la Vendimia, el honor concedido de nombrarme “Requenense Ausente 2016”, así como a todas aquellas personas que con sus comentarios y sugerencias han contribuido a hacerlo realidad.

Es para mí un inmenso honor estar hoy aquí y recibir un tan preciado homenaje. Cuando me llamó el Presidente de la Fiesta, don Antonio Muñoz, proponiéndome ser la homenajeada de este año, no lo dudé. No estaba muy segura de merecerlo pero incuestionablemente sí, soy una requenense... puesto que nací en esta ciudad. Y también ausente, dado que en 1968 con mis escasos 17 años salí de Requena camino de la Universidad de Valencia, desde entonces nunca más he vuelto a vivir de forma permanente en Requena. Afincada en Córdoba, hermosa y calurosa ciudad, trabajé en y por la tierra que me acogía y fui desarrollando un cierto curriculum profesional y académico que, a los ojos de los organizadores de la Fiesta de la Vendimia de este año, me hace merecedora de este homenaje.

Y si en 1968 se abría el gran paréntesis que me llevó a estar medio siglo de mi vida viviendo lejos de esta tierra y volviendo a ella en las contadas y cortas ocasiones de toda vacación laboral, este año de 2016, reviste una característica especial, pues en él se cierra el arco de mi vida laboral y con mi jubilación se abre el de volver a pasar largas temporadas en Requena.

Cuando don Antonio Muñoz me indicó que tenía que mantener el acto yo me preguntaba ¿y qué le digo yo a las personas que hayan decidido acompañarme ese día tan especial? Dicen que la boca habla de lo que rebosa el corazón y el mío, sinceramente, rebosa de Requena. En ella viví 17 de mis 65 años, de forma permanente, intensa, gozando apasionadamente de su tierra, sus campos, sus paisajes, de sus calles, de sus escuelas, sus iglesias, sus fiestas, sus costumbres, sus cines… No voy a decir que recuerdo todos y cada uno de los momentos vividos, mentiría, mi memoria no da para tanto, tampoco entonces teníamos grabadoras, como mucho una pequeña cámara de fotos que captó instantáneas que vienen en ayuda de mi memoria y me permiten saborear, el recuerdo de los años tan felizmente vividos. Cierto que salí siendo una jovencita y vuelvo hecha una abuela, en el sentido literal del término, porque allá, en la campiña cordobesa tengo un nieto de tres años. Pero, como dice un gran poeta: “No importa que ya nada pueda devolvernos aquellos días de la gloria en las flores y del esplendor en la hierba, porque siempre la belleza subsiste en el recuerdo”.

Ahora bien si yo me pongo a hablar de la belleza de mis recuerdos de Requena podría estar hablando horas y días, y tampoco se trata de eso, había que ceñirse a un tiempo recomendable, de modo que decidí trazar simplemente unas pinceladas de lo que fue la Requena de mi infancia a través de los lugares en los que viví, así como la forma en que transcurría el año, porque las fechas significativas del calendario requenense han pervivido en mi como un reloj natural que sigue vigente.

Como les avancé en el Trullo, nací en Requena el 25 de febrero de 1951. Mis padres, Gregorio Martínez Ramos y Carmen Hernández Ibáñez, regentaban en aquellos momentos el llamado café-bar Martínez en la calle Olivas. Mis abuelos maternos, Paco Hernández y Emilia Ibáñez, tenían un molino en la actual calle Constitución y mi abuelo paterno Gregorio Martínez tenía un negocio de vinos en la calle Anselmo Fernández. Mi hermano Luis también es uno de los requenenses que emigró, pero muchos de mis primos siguen residiendo aquí.

Mi primera infancia se desarrolló en lugares que fueron auténticos paraísos como la fuente Bernate, la Glorieta y el Estanque, pero también en “mi casa y en mi calle”, esa calle donde hice las primeras amigas cuyo recuerdo pervive como un cálido rescoldo en mi corazón.

La casa familiar era un centenario caserón en la que mis abuelos habían instalado un molino en la planta baja, y en la parte de atrás, en lo que debió ser un señorial jardín, estaba el corral con todo tipo de animales domésticos: patos, conejos, pollos, gallinas, cerdos, un mulo, un basurero y una hermosa y dulce higuera. El corral fue como un pequeño parque temático particular donde aprendimos, mucho antes de ir a la escuela, lo que hoy llamamos medio ambiente.

El corral, el molino, el terrado…dudo que en cualquiera de los modernos parques temáticos de atracciones se ofrezca un panorama de diversiones mejor que el que nosotros, los niños de mi familia, vivimos en aquella casa.

El paraje de la fuente Bernate, pese a… cierta barbarie y abandono, sigue siendo un lugar encantado y encantador. Cuando llegaba a la fuente Bernate lo primero que hacía era acercarme a beber de uno de los enormes chorros de agua fresca. Luego me acercaba al Regajo ¡Esa miniatura de río! ¡Ese pequeño-gran río que fue el escenario natural de infinidad de aventuras! Era un riachuelo de aguas cristalinas, tan transparente que veíamos los renacuajos nadar...
Por la memoria me baila el recuerdo de los primeros años andar cerquita de la fuente. Aquel banco corrido, pegado al muro de piedra, servía para hacer casitas con las muñecas, la explanada para saltar a la comba...pero no tardé mucho en alejarme del epicentro. Primero fueron hacia aquellos cañaverales, intensamente verdes, que coronaban la fuente. Luego el objetivo fue llegar hasta el nacimiento del Regajo, en Reinas

Desde el puente que cruza el Regajo en la misma fuente, hasta su nacimiento, el riachuelo transcurría por un encajonado valle más o menos transitable por una senda que seguía el lecho del río. Poco después de rebasar la fuente Baldomeros el río se encajonaba y los escalonados y mullidos ribazos se convertían en peladas laderas de elevada verticalidad, y para nosotros el paraje iba adquiriendo aspectos más peligrosos... Pero cuando llegábamos a las rocas que formaban el nacimiento del Regajo en Reinas, aquel hermoso espectáculo de ver salir las aguas por diferentes recovecos, a modo de cascadas, nos hacía más felices que el más famoso de los exploradores descubriendo la más grande de las cataratas africanas.

¡Qué ratos más felices los vividos en aquella fuente!

¿Y los de la Glorieta?

Entre mis primeros recuerdos están los de unas noches veraniegas de verbena. En aquellas fechas mis padres tenían la concesión del bar de la Glorieta. La barra estaba ubicada en un habitáculo al interior de la gran arcada. Era un sitio muy pequeño pero allí había barriles de cerveza, todavía de madera y cubas con papas fritas, que olían y sabían como algo muy especial. Las mesas y sillas se colocaban fuera. Farolillos de colores, guirnaldas de bombillas circundaban el recinto, y en la tómbola la orquesta tocando pasodobles, boleros, lo que estuviese de moda y fuese bailable.

Pero, sobre todo, la glorieta era nuestro lugar de juego, las niñas jugábamos a la comba, al escondite, a la marica, al corro... Los niños al “gua” y al “chavo”, y a tirarnos lidones con una caña, pero las chicas también participábamos en el “gua” y nos encantaba coleccionar canicas de colores.

La Glorieta me sonríe como una gran dama que me cuenta su historia ¡Cuántos recuerdos como los míos! ¡Cuánta dosis de felicidad infantil alberga!

Un día, di mis primeros pasos escolares en un soleado y flamante edificio que entonces se llamaba “las escuelas nuevas”, el grupo escolar Alfonso X el Sabio. Allí estuve hasta los 9 años. Recuerdo con gran cariño a mis maestras, doña Ángeles Villafría, doña Milagros Moltó y doña Emilia Pastor, el aprendizaje paulatino del lenguaje en aquellas cartillas donde decía la “m” con la “a” dice “ma” y luego añadía “mi mama me ama”. Recuerdo nuestros uniformes blancos, el mes de María, los recreos en aquel gran patio de terrizo y los vasos de leche en polvo y el queso de bola amarillo.

En aquellos años mi padre me llevaba con él a un lugar, en un rincón de la Glorieta, la Biblioteca municipal, donde comenzó mi apasionante aventura de leer. Y mientras él se sentaba en un mesa con otras personas mayores, a mi me colocaba en las que estaban llenas de tebeos.

Los primeros años creo que sólo me sentaba en las mesas del fondo, las de los tebeos y revistas infantiles, pero estaba tan bien surtida que no recuerdo haberme aburrido jamás. Ante mis ojos desfilaron las protagonistas de los “cuentos de hadas”, el divertido Pumby, Mortadelo y Filemón, el inigualable TBO, las publicaciones específicas para chicas como Florita, y todos los héroes masculinos posibles como el Capitán Trueno, el Jabato, el Guerrero del Antifaz, con sus excepcionales y nada convencionales mujeres como Sigrid, reina de Thule.

En la biblioteca había excelentes series de tebeos como las de Vidas ejemplares, Vidas ilustres y Joyas literarias. Una serie que adaptó en viñetas títulos de obras clásicas de la literatura infantil y juvenil. Sinceramente, creo que contribuyó de manera notable a hacer de nuestra generación una generación amante de los libros, pues de aquellas lecturas en viñetas no fue difícil pasar a la versión escrita. Todo estaba en la Biblioteca, a nuestro alcance.

Y, allí, en la Biblioteca pública, poco a poco fui pasando de las mesas de los niños a las de los adultos. En estas estaban los diarios de la época el ABC, Las Provincias, el Ya, pero también revistas como Life, Fotogramas, Blanco y Negro, que contribuirían a introducirnos en lo que sucedía más allá de nuestro pueblo. Política, moda, películas… todo entraba en aquella sala, casi tan mágica como las del cine.

Y si en la biblioteca comenzó la apasionante aventura de leer, en Requena contábamos con otro centro donde se iniciaría mi pasión por el estudio y el conocimiento: el Instituto Nacional de Enseñanza Media. En Requena tuvimos la suerte de tener un Instituto desde 1928, ello hizo que fuésemos un pueblo culto, con un elevada media de alumnos bachilleres, pero como decía mi primo Pepe Cano, que amaba profundamente este pueblo y en especial a su Fiesta de la Vendimia, también hizo de él un pueblo de emigrantes, pues la Requena de aquellos tiempos no estaba preparada para asimilar tanto chico y chica con el bachiller a cuestas. Y tuvimos que irnos a buscar trabajo donde lo hubiese.

Una tarde de septiembre de 1961, con mis 10 añitos cumplidos, cruzaba yo el umbral del Instituto, un vetusto edificio junto a la iglesia del Carmen y del que no tenía ni idea de lo que era ni para lo que servía, solo que, a partir de entonces, en vez de ir a la escuela iba a ir allí, tras superar un examen que se llamaba “Ingreso”.

Tampoco recuerdo que ir al Instituto me costase ningún trauma. Ya de mayor he oído tantas tonterías sobre la educación que me pregunto si es que los niños de entonces éramos algo así como extraterrestres. Efectivamente yo venía de una escuela pública primaria en la que había tenido la misma maestra durante dos años y habíamos utilizado la Enciclopedia Álvarez, de primer y segundo grado, y me habían tratado muy familiarmente y, de golpe, pasé a tener un montón de asignaturas a la semana con diversos profesores, que nos trataban de usted, pero no recuerdo que nadie se traumatizase por ello.

La verdad es que, sobre todo en los cuatro años del bachiller elemental, mi tiempo de estudio transcurrió en paralelo a las tardes de cine, a las lecturas en la Biblioteca, a las excursiones al campo y a mi propio mundo de sueños. Ir al Instituto era tan divertido como lo demás, simplemente me gustaba ir. Otra cosa es el nivel de atención que prestaba a las clases o mi rendimiento escolar. Sinceramente, en los primeros cursos fueron más bien regular, pero los aprobé. Tampoco debía ser un caso aislado, pues éramos un buen grupo los alumnos que por las tardes, al salir del Instituto, íbamos a “clases de repaso”.

¡Ay, aquellas clases de repaso! ¡Pero qué bien lo pasábamos! Recuerdo a muchos de los profesores “de repaso” que nos ayudaron. Al entrañable don Sebastián Reverte, don Luis García, don José García, don Paco Masiá o don Vicente Cuevas

En cuanto a la enseñanza académica no puedo recordar todo el plan de estudios, ni a todo el profesorado. Solo voy a citar a la gran profesora de Geografía, Historia y Arte a la que le debo mi vocación de aprendiz de historiadora, a la excepcional, doña Mª Ángeles Sanjuán Fernández de Castro, catedrática de Geografía e Historia.

Superamos la primera de las famosas reválidas, la de cuarto, pero aquello también fue como el fin de un gran capítulo de nuestra vida, el punto final para muchos chicos y chicas que abandonaron los estudios académicos, unos se incorporarían a la formación profesional, otros, simplemente, comenzaban a trabajar.

Tras superar la reválida elemental pasábamos al bachiller superior, los años siguientes, los cursos 1965-66 y 1966-67 y 1967-68 fueron impresionantes: estudio, estudio y estudio, y cine ¡esto era innegociable!

El inicio del bachiller superior, en septiembre de 1965, coincidió con la inauguración del nuevo edificio del Instituto Nacional de Enseñanza Media, construido “en el fin del mundo”, allá en el otro extremo del pueblo, junto a la piscina. Un precioso y blanco edificio con soleadas aulas, un amplio salón de actos y un hall impresionante, con laboratorios para las asignaturas de ciencias, biblioteca, etc. ¡Precioso, deslumbrante! Amé y amo mi precioso INEM.

Ahora, me gustaría hacerles una pregunta ¿Quién de mi generación no se acuerda de las tardes de cine?

En aquellos años yo no podía concebir el mundo sin cine. En la Requena de los cincuenta existían dos salas de cines: el Cinema y el Principal, pero también había otras instituciones donde podíamos ver cine. Recuerdo especialmente el convento del Corazón de María y en las Escuelas Nuevas, donde muchos vimos por primera vez Marcelino Pan y Vino. En 1964 se añadió otro cine, el Avenida.

El sábado por la tarde asistíamos al estreno correspondiente en el Cinema y el domingo lo hacíamos en el Principal. El ritual de las tardes de cine se iniciaba posiblemente un rato después de comer, nos “arreglábamos” y salíamos a pasear hasta la hora de ir al cine.

Y la tan anhelada hora llegaba. Una vez entrábamos en el cine, buscábamos nuestras butacas y luego deambulábamos un poco saludando a los amigos... hasta que... ring, ring, el primero aviso que la sesión iba a comenzar, entonces nos apresurábamos a volver a nuestro sitio a esperar el “No-Do” y los tráileres.

Finalizado el último de los tráileres venía el descanso en un selecto “ambigú”, según rezaba la publicidad. En este descanso salíamos disparados al bar del cine, incluso fuera del cine, a comprar gaseosas, pasteles... chucherías en general.

Otro ring, ring, que en el Cinema iba acompañado de luces de colores intermitentes, nos avisaba del comienzo de la película. Volvíamos a nuestros asientos y entonces se abría como un espacio mágico, se descorrían el telón y sobre la blanca pantalla se proyectaban imágenes que nos transportaban a otros tiempos y lugares, a vivir unas aventuras apasionadas y apasionantes. Cuando el “The End” aparecía en pantalla, creo que nadie tenía ganas de levantarse de la butaca, iniciábamos nuestra salida bastante lentamente.

La familia, la escuela, el instituto, la fuente Bernate, la Glorieta, la biblioteca, el cine, fueron lugares míticos de la infancia de mi generación, todo ello forma parte de nuestras señas de identidad.

Pero hay algo que sigue perviviendo en mí, tal vez por el contraste con mi vida adulta, y es el calendario, la manera como discurría el año, entonces en interminables lapsos de tiempo.

El curso escolar comenzaba en septiembre, en consecuencia nuestro calendario también. De todos modos, al día siguiente de la quema del “Monumento”, Requena aparecía siempre, como tocada con un sutil velo que anunciaba el fin del verano y el inicio de un dorado otoño con sabor a mosto. Los pequeños a la escuela y los jóvenes y mayores a preparar la vendimia.

En aquellas décadas la vendimia no empezaba antes del Pilar, el 12 de octubre. Todavía recuerdo el olor que iba impregnando al pueblo, consecuencia de los carros repletos de uva que procedentes de las viñas iban camino de la cooperativa.

Cierto que cada 1 de noviembre evoco aquel día de Todos los Santos como el del comienzo del frío en Requena, cuando llegaba el tiempo de sacar los chaquetones y ponernos calcetines para bajar al cementerio. Aquellos días, el diseño romántico del cementerio adquiría ribetes de gran belleza, dados los esplendorosos centros de bellos crisantemos con los que madres y abuelas testimoniaban el amoroso recuerdo a los antepasados.

No es menos cierto que cada 6 de diciembre, con san Nicolás, fecha que nunca he olvidado, rememoro aquella feliz fiesta del patrón de Requena. A ese día, seguía la celebración de la Inmaculada y ya, a continuación, a preparar el belén porque llegaba la dulce Navidad.

Y con ella mi padre venía a casa de vacaciones, mi abuela me llevaba con ella al horno a preparar los dulces navideños, en los cines se celebraban matinales, los Reyes Magos eran esperados, el pueblo olía a dulce... Al llegar diciembre todo comenzaba a volverse dulce y los niños vivíamos una expectación creciente.

Una de las actividades que más me hacía disfrutar era acompañar a mi abuela Emilia al horno de Benito a hacer las pastas. Lo que realmente me gustaba era comer masa cruda con sabor a anís, aunque mi querida abuela me diese algún que otro pescozón. El día de antes habíamos contemplado –y metido la cuchara de vez en cuando– la elaboración de la exquisita mezcla que servía de relleno a las empanadillas, el dulce de boniato. El de verdad, el que se hacía a fuego lento, el de la estufa de leña que iba transformando el boniato, el azúcar y la canela en una masa compacta y sabrosísima a lo largo de toda una tarde. El aroma que se extendía por la casa era de ensueño.

Montar el belén era todo un ritual. Las figuritas eran todas de barro, más tarde llegarían las de plástico. Habitualmente las comprábamos en casa de Pepe Corell, en la calle del Peso. Las casitas las hacíamos a mano, con corcho y cáscaras de huevo a modo de tejado. Para las montañas siempre estaban las cepas que se adaptaban bien. No faltaba el precioso y brillante musgo que era abundante por la fuente Bernate y la fuente de las Pilas, de las cuales regresábamos ateridos, rozando la congelación pero rebosantes de musgo para alfombrar el belén.

El día de Nochebuena por la mañana la calle Olivas, la calle las Monjas, las calles del Peso y el Portalejo eran un trasiego de mujeres con sus cestos y de niños correteando. Por la noche a Misa del Gallo ¡Qué frío hacía! Pero allí estábamos. El día de Navidad mis abuelos nos daban el aguinaldo.

La noche de Reyes, en el balcón de casa, poníamos una cesta con paja para los camellos. No me acuerdo qué les pedíamos a los Reyes, pero sí sé que rara vez traían lo que les pedíamos. Eran tiempos austeros, las muñecas, un lujo, y las bicicletas, un imposible. Sobre todo traían cosas prácticas, estuches de lápices, carteras para el colegio, cuentos, caramelos....

Tras el día de Reyes el periodo de tiempo hasta las próximas vacaciones se nos hacía larguísimo. Menos mal que alguna fiestecilla local nos venía a alegrar el duro invierno requenense…

En Enero teníamos dos buenos santos parar celebrar san Antón en la Villa y San Sebastián en las Peñas, hogueras, patatas asadas, “parás”… ¡que encanto de días!

Y a comienzos de febrero la romería a San Blas.

El 3 de febrero permanece en mi memoria como un día grande. ¡Qué día de san Blas en pleno invierno! ¡Ay, Señor, que día más maravilloso! La gente bajaba hasta la ermita y algunos completaban su peregrinación ofreciendo sus exvotos al santo ¡Todavía percibo el olor de la cera! Delante de la ermita se montaban puestos en los que se vendía turrón, dulces y todo lo que en aquellos tiempos constituía una compra extra por ser un día de fiesta. Mucha gente traía su comida para pasar el día, por la tarde acudían muchas más personas y aquel paraje parecía una alegre feria.

Poco después llegaba San José y el comienzo de la primavera, pero sobre todo, la Semana Santa con las vacaciones escolares, y… ¿cómo no? la Pascua.

De la Semana Santa, lo que en mi infancia me generaba más expectación eran las procesiones. Y muy especialmente, me fascinaban los trajes de los capuchinos Aquellas glamurosas capas de raso me encantaban y eran objeto de deseo, máxime en aquellos tiempo de “cine de romanos”, pero entonces las mujeres no podíamos salir de capuchinas.

Muchos, grandes, hermosos, espectaculares pasos he podido contemplar en las singulares semana santas de Córdoba y Sevilla, realmente impresionantes, les sugiero que, al menos una vez en su vida, vayan a verlas, pero yo nunca dejé de recordar aquella semana santa requenense, tan sencillita, tan austera pero con una connotación de días felices que nunca más volví a vivir.

El martes salía La Oración del Huerto, el miércoles Santo, lo hacía la Procesión del Silencio. El Jueves Santo salían más pasos: la Flagelación, el Cristo de la Vera Cruz, y la Virgen de los Dolores. El Viernes Santo salía también un Ecce Homo, y el Descendimiento, que era un enorme paso, tal como me parecía entonces, el único que procesionaba sobre ruedas, y que había que ver la que montaban para bajarlo por la cuesta del Castillo. Finalizaba la procesión del Santo Entierro. Todos los pasos me parecían hermosos, me gustaba verlos una y otra vez. En cuanto terminaba de pasar la procesión por un sitio ya estábamos corriendo para verla en otro.

El Viernes Santo era un día completito. Además de la procesión de la tarde, había dos procesiones especiales y la visita a los “monumentos”. En la madrugada tenía lugar la procesión de Los Pasos, que salía muy temprano, a las 6 de la mañana, sobre todo recuerdo “oírla” y asomarme al balcón a verla pasar por las Cuatro Esquinas. Era una procesión realmente singular...

Ahora bien, he de reconocer, más de medio siglo después, que la que dejó una huella indeleble en mi fue la procesión de la Soledad. Solo mujeres, abuelas, hijas, nietas acompañando a Nuestra Señora la Virgen de los Dolores por las silenciosas calles de Requena. Desde bien pequeña salía en ella, acompañando a mi madre. Tal vez como cientos de niñas en este pueblo. El trayecto de la Villa resultaba impresionante porque en aquellas estrechas calles, escasamente iluminadas, destacaba la interminable guirnalda de luz que formaban las velas que portaban las mujeres y el silencio sepulcral, que envolvía aquellas viejas casas, solo era interrumpido por el rezo del rosario... ¿Quién no recuerda aquella hilera de mujeres y niñas? Cada cierto tiempo había relevo de las mujeres que portaban a la Virgen, todas quería tener su momento de amor llevando sobre su hombros a la Madre Dolorosa. La llegada al templo del Carmen, a dejar a la Virgen en su casa, era apoteósica. Aquella Salve Regina en latín cantada por todas aquellas mujeres, con auténtica devoción, era tan intensamente viva que pervive en mi memoria como uno de los momentos más impactantes de mi vida.

Tras la procesión de la Soledad se acaban las procesiones. Pero... quedaban los tres días de pascua ¡Qué días! ,

El Sábado de Gloria los hornos emanaban un exquisito olor, Requena olía a “mona de Pascua”.

He de confesarles algo y es que el Sábado de Gloria tenía para mí una connotación especial... La pascua anunciaba el comienzo de la primavera, y el Sábado de Gloria el escaparate de la tienda de Marcelino Roda, en la calle Poeta Herrero, parecía un prado lleno de muchas mariposas de brillantes colores, eran las zapatillas de mona, las que se compraban para ir a celebrar la pascua al campo ¡Qué delicia de zapatillas! A mi prima Lolín Cano y a mí nos las compraba nuestro abuelo Gregorio ¡Ah, aquellas alpargatas! Ni el más delicado tafilete, ni el más original diseño de hoy pueden generarme la ilusión de aquellas zapatillas. Siempre las eché de menos.

Muchos y deliciosos eran los parajes elegidos, podemos citar los Pinos de Florillo, el Nacimiento, la Casilla San José, San Blas, Fuencaliente...Pasábamos el día saltando a la comba, tirando de la cuerda, cantando las típica canciones de la tarara, pasar el día...

La estancia en el campo comiendo la mona era algo que nos hacía felices a niños, jóvenes y mayores, era como si nos garantizaban una felicidad impagable, el simple hecho de pisar la tierra, de respirar el aire, de beber el agua, de estar allí con amigos o con familia, de dejar deslizarse el tiempo con juegos, paseos, conversaciones, risas, cantos, nos hacía felices.

Y de la Pascua al verano…escasos dos meses, que entre el fin de curso, las comuniones y alguna otra cosa nos situaban al comienzo del delicioso verano requenense, del que solo voy a abordar dos temas, dos nombres claves, el Estanque y la Fiesta de la Vendimia

Otro de los parajes de recreo y aventura que adquiere categoría de mito es el Estanque. De todos los lugares a los que íbamos en busca del agua del baño en aquellos veranos los “días de Estanque” están grabados, en la memoria colectiva de nuestra generación, como algo inolvidable.

El camino de ida se nos hacía, en muchas ocasiones, pesado por la cuesta arriba y el calor, pero ¡ay cuando ya veíamos la última cuesta, justo la más empinada, pero la que nos situaba junto al Estanque! ¡El cansancio desaparecía! Coronar la pendiente de la última de las cuestas era siempre un regalo porque llegábamos junto a aquella enorme circunferencia de ochenta y cinco metros de diámetro llena de agua, su color intensamente azul resaltaba como una gran turquesa en medio de aquellas tierras de rojas arcillas, rodeadas de verdes viñedos. ¡Era fascinante! Tanto que ni el penoso espectáculo actual consigue borrar la belleza de su recuerdo, ni el gozo de los días de verano allí vividos.

No era su entorno precisamente un vergel, pero había suficientes árboles para cobijar a quien desease un poco de sombra. En su lado norte había una explanada con cierto arbolado a la que se dirigían las familias para aposentarse en las mesas y bancos de madera que había por allí esparcidos. No puedo dejar de recordar aquella minúscula edificación, en realidad una “caseta”, que hacía de bar donde servían unos caracoles que han quedado en la memoria colectiva de aquellas generaciones. Los caracoles de Amada Herrero, “la Monaras”.

El baño en el Estanque estaba reservado a los jóvenes y adultos, sobre todo a los que sabían nadar. Los pequeños nos metíamos en la acequia. Recuerdo la envidia que me suscitada quienes tenían unos enormes “rulanchos” negros, que eran los neumáticos de las ruedas de los camiones, para meterse en el estanque. No todo el mundo disponía de aquello. También nos metíamos en la “rampa”. Allí podíamos “jugar” con más o menos agua. Y así, entre chapuzones, chapoteos, entradas y salidas del agua, cada uno según su edad y posibilidad, pasábamos la mañana.

La hora de la siesta era algo más calmada, las familias recogían la comida de las mesas y extendían mantas o lonas para tumbarse y descansar, era el tiempo de los chistes, las bromas, tal vez dormían algo, pero recuerdo a unas familias alegres y divertidas. Las tres horas de digestión eran sagradas, a ningún pequeño se le dejaba bañarse si no había pasado ese tiempo, con lo cual nos pasábamos el tiempo diciendo “papa qué hora es” o “mamá cuánto falta”. La respuesta siempre era la misma: “Anda a jugar, cansina, que aún falta”.

Una forma de pasar el tiempo consistía en hacer pequeñas excursiones por los alrededores. Unas veces íbamos hacia Rozaleme. Otras veces salíamos hacia la fuente de las Pepas. Así hasta que podíamos volver a bañarnos.

Y al finalizar el verano nos esperaba… nuestra Fiesta de la Vendimia

La Fiesta de la Vendimia y yo nos llevamos tres años de diferencia, ella tiene 69 años y yo 65. Mientras viví en Requena mi vida estuvo estrechamente ligada a la Fiesta. En mi generación y posteriores la Fiesta ocupa un lugar que, posiblemente, no ocupó en la de nuestros padres. Me llamó la atención cuando anduve preguntando sobre ello. La Fiesta nace casi con nosotros, pero para la generación anterior la Fiesta llega cuando ellos ya eran adultos, casados, con niños. La vivencia de la Fiesta es diferente.

Yo recuerdo la Fiesta como algo que ya estaba allí, que la esperábamos como algo importante, como un hito en el calendario anual. Sé que me vistieron de vendimiadora con unos 18 meses y mi hermano me paseó por la Avenida, pero sinceramente, no lo recuerdo, lo sé por las fotos. Lugar de honor ocupa en mis recuerdos el día de los disfraces de los niños, porque mi madre, como la mayoría de las madres jóvenes de Requena, me disfrazaba todos los años de algo.

Mi fiesta fue la de de 1958 como reina infantil de la Comisión de Arrabal. Recuerdo muchos momentos emocionantes, la fiesta para los niños de la comisión de Arrabal, los pasacalles, la ofrenda de flores a la Virgen de los Dolores, la cabalgata…Creo que disfruté como toda niña que se siente “la reina de la fiesta”.

Con los años la Fiesta era algo a disfrutar con las amigas y con los compañeros del Instituto ¿Cómo olvidar tantas tardes de verano pasadas pegando con gachas los recortados papelines de colores para forrar la carroza? ¡Tantas risas, tantos planes!

¿Y el recorrer de las calles engalanadas? No sé cuando se perdió la costumbre de engalanar las calles por los vecinos. ¡Cuanto ingenio, cuanto arte, cuanto amor, cuanta alegría derrocharon los vecinos de tantas calles! Las Peñas, la Villa, los callejones del Arrabal, Cantarrranas… Se merecen todo un homenaje.

Para finalizar, si bien yo no participe en la Fiesta de mayor, si sé, porque mi madre era modista y muchas de las chicas del taller salieron en la Fiesta, del entusiasmo, de los sueños, del esfuerzo y amor con el que entonces las chicas se bordaban su refajo, se preparaban su ajuar de “chicas de la Fiesta” y con qué orgullo sus madres lo exponían en su casas los días previos a la fiesta. Y con qué curiosidad abríamos el Trullo, yo por lo menos, cuando ya lejos de ella, volvía a la Requena que me había visto nacer.

Y en la Fiesta les dejo, amigos míos disfrutemos de nuestra querida Fiesta en nuestra deliciosa Requena.

Muchas gracias.

Requena, 31 de Agosto de 2016

Acto de homenaje como Requenense Ausente