En
Requena nieva aunque no todos los años, ni tampoco lo hace siempre
de modo intenso y espectacular, pero de vez en cuando cae la
suficiente nieve como
para recogernos
en
la calidez de nuestro hogar y esperar, con un ánimo no exento de
gozo, ver los hermosos paisajes requenense todavía más embellecidos
con el blanco manto de la nieve, como si por unas horas se recuperase
la belleza primigenia de la creación.
En
la Requena de mi infancia y adolescencia nevó muchas veces.
Hubo grandes nevadas, entonces no se llamaban temporales de nieve, ni
salían en las noticias, ni nos enterábamos de si afectaba a muchos
pueblos o no, éramos críos, pero tampoco recuerdo oír
hablar a los mayores de ello. No
voy a consultar los registros técnicos, pero puedo dar un paseo por
los álbumes fotográficos de modo que me transmitan los flashes, las
instantáneas captadas en algún momento de aquellos días de nieve.
Supongo
que nevaba a cualquier hora del día pero en mi memoria resalta el
entusiasmado grito con el que nos asomábamos, recién
levantados, a la galería
trasera de nuestra casa y contemplábamos aquellos huertos
totalmente cubiertos de nieve¡Está nevado! ¡Está nevado!,
gritábamos una y otra vez enfebrecidos por una alegría que no
podíamos explicar, mientras nuestros padres intentaban ponernos algo
de abrigo antes de que saliésemos corriendo en pijama a revolcarnos
en la nieve.
Circula
por Internet una postal de la Glorieta en el invierno de 1943. Debió
caer una buena nevada, pues la nieve cuajó aproximadamente un
palmo, pues llegaba hasta ás arriba de los tobillos. Al menos así
nos lo muestra el panorama del
parque infanil, con la
tómbola al fondo y un señor con traje y
sombrero oscuros,
en franco constraste con la blancura que cubría suelo, parterres,
árboles y tejados. Claro
que de esa nevada no puedo tener ningún recuerdo, pero el níveo
vestido que la Glorieta usó en aquella ocasión, volvió
a hacerlo suficientes veces como para que aun, sin haber nacido, me
resulte entrañablemente familiar.
En 1953
volvió a descender la cota de nieve por debajo de los setecientos
metros y, aunque en esa ocasión sí fui testigo de ello, lo cierto
es que no lo recuerdo, pues debía andar en torno a los tres años,
pero mi padre sí captó un par de instantáneas, de mi hermano y
mía, en el corral de mis abuelos Paco y Emilia. Se ve un buen montón
de nieve recién caída y yo pertrechada con abrigo y capucha y las
inconfundibles botas “katiuscas”, aunque mi muñeca andaba algo
menos protegida. Así se llamaban las botas de goma de media caña
que usábamos, pequeños y mayores, para andar cuando llovía o
nevaba. Eran frías pero evitaban que te mojases, todo era cuestión
de ponerse dos pares de calcetines para aislar un poco el frío, pero
con ellas te podias meter en todo tipo de charcos, y ese era uno de
los grandes placeres de todo niño, meterte en un gran charco de
agua, o andar todo el día por la nieve sin que se estropeasen los
caros y escasos zapatos de diario.
Cuando nevaba intensamente, como muestra tenemos la foto de César Jordá de la Plaza de España en 1950, una vez pasada la primera oleada de emoción ante la intensa belleza del paisaje, mientras los pequeños nos revolcábamos en la nieve y hacíamos bolas que lanzábamos unos contra otros, lo cierto es que los mayores se preparaban para afrontar las consecuencias que arrastraba aquella singular belleza. En cuanto amanecía, la primera tarea de mi abuelo era abrir camino hacia la calle, despejar las puertas de acceso. El ayuntamiento, por su parte, echaba sal por las calles para que de derritiera pronto y no obstaculizase la circulación peatonal, porque la de vehículos era escasa. En las casas, además, ante el peso de la nieve se despejaba la que hubiera caído en la galerías y balcones, y si había un tejado cercano también, pero los tejado altos no se podían tocar, era demasiado peligroso arriesgarse a quitar la nieve.
Nuestra
primera salida de críos, mis primos y yo, era, como he señalado, a
la calle a hacer bolas y tirárnoslas. Los niños jugábamos en la
nieve hasta hartarnos, que tal vez fuese cuando los dedos ya estaban
entumecidos. A lo más que llegábamos era hasta la Glorieta. O hasta
la escuela, aunque los primeros días estaban cerradas, pero todavía
recuerdo ver aquella esplanada de patio del Alfonso X cubierto de
nieve. ¡Qué gozada!. Sólo cuando hubo nevadas y ya éramos
adolescentes, recuerdo poder ir por los campos de Requena, que
entonces la circundaban y hoy están totalmente integrados en el
casco urbano.
Eran
tiempos de una economía predominantemente agraria, con industria de
transformación, pero Requena
era más agraria que
industrial. Las casas estaban más preparadas para estos
acontecimientos, el frío intenso era habitual en Requena y no
faltaba una estufa de leña y un brasero. Si que había suminitro
eléctrico,
sobre todo para el alumbrado público y privado, porque eso que se
llama electrodoméstico se conocía poco, las neveras comenzaron a
pulular entre las casas de las clases medias bien entrada la década
de los sesenta. También existían ya las planchas
electricas, los hornillos, los aparatos de radio y alguna otra cosa
que necesitase corriente electrica para funcionr, pero poco. Creo que
sí se caía algún que otro poste de la luz cuando nevaba, pero
nuestros abuelos no hacía tanas décadas que se habían estado
alumbrado con candiles y velas, con lo cual esos artilugios seguían
existiendo en las casas, además que, para
que se cortase
el suministro
eléctrico
tampoco hacía falta que nevase.
Tal
vez
haya, hoy en día, personas que no sepan o no hayan visto nunca un
candil. Eran unas latitas con cuatro esquinas acabadas en pico y un
mango para colgar. También podía improvisarse un candil
con cualquier utensilio en el que pudiera utilizarse aceite y poner
una mecha de algodón en un extremo. ¡Ya lo creo que alumbraba! En
cuanto a la calefacción, por aquel entonces era fundamentalmente a
través de las estufas de leña o las lumbres que solía haber en
cada casa. No sé en los pisos de las zonas nuevas de
la Avenida lo que habría. Y
en Requena raro era la familia que de cara al invierno no se había
pertrechado de sus viejas cepas, troncos de olivo, o alguna otra
madera para quemar en el invierno. En muchas casas seguían abiertos
los pozos y las fuentes públicas no las recuerdo cortadas.
Si al
poco de haber nevado llovía, no había problemas, estos venía
cuando helaba a continuación. No sé la fecha, pero tuvo que ser a
finales de los cincuenta o comienzo de los sesenta pues ya era una
niña mayorcita a la que mandaban a hacer recados. Algunas fueron en
fecha tardía, recuerdo una inmensa nevada un 7 de marzo, día de
santo Tomás de Aquino, precisametne porque ese día era entonces el
día de los estudiantes. Cuando helaba la nieve se convertía en
placas de hielo, y las calles pasaban a ser algo así como pistas de
patinaje involuntarias, en la que el viandante podía iniciar un
deslizarse que acabase en un batacazo con serias repercusiones en los
huesos. Yo vivía en la carretera, entonces denominada Generalísimo,
cerca de las cuatro esquinas, donde comenzaba la subida a la calle de
San Luis y la bajada a la de Poeta Herrero. Pues bien, la esquina
donde tenía Rafael “Tiriri” su zapatería, no sólo era un
angulo recto puro y duro, sino en pendiente y con un cierto desnivel
en forma de escaloncillo. Aquel era todo un “punto negro” en la
vialidad requenense.
El año
que nevó mucho, tal vez hasta un metro, y heló poco después
resultó realmente problemático, porque no había manera de volver a
la normalidad. O no había bastante sal o... ni idea, era demasiado
pequeña para saber de esas cosas, pero si era consciente, por los
constantes cometnarios de los mayores, de que hubo bastantes caída y
roturas de brazos y piernas. En una de las “cuatro Esquinas”,
vivía un médico, don José González, amigo de mi abuelo Paco, y
éste comentaba en casa la tarea que tenía el médico con tanto
resbalón. Lo cierto es que el Auntamiento acordó echar una “legoná”
de agua, tal vez más, desde lo alto de las Peñas de modo que bajase
por la actual calle Libertad, y por la de San Luis, a la de Poeta
Herrero hasta desembocar en el Portal y luego reconducida hacia
Cantarranas. A decir verdad no me dejaron contemplar el evento, sólo
vi pasar el agua por las cuatro esquinas y algo de ella se coló
hacia mi calle, pero nada más.
De mis
últimas nevadas en Requena, recuerdo la del curso 1964-1965.
Estudiábamos cuarto de Bachiller y un grupo de amigas y compañeras
del Instituto no fuimos a recorrer aquella embellecida Requena, que
había sacadado una vez más su lindo manto blanco. El grupo lo
formábamos Marijuli Haba, Elvira Salinas, Mª Lidón Brea, Marina
Pérez y alguna más, la que hizo la foto, pero no recuerdo quien
pudo ser. Fuimos un poco más allá del cruce de la avenida del
General Varela, con la avenida Lamo de Espinosa. En aquel tiempo ese
cruce era casi el fin de Requena, en aquellos extremos se había
construido la piscina y el nuevo Instituto, al otro lado de la
carretera que bajaba desde la plaza de Toros hacia el Pontón.
Todavía estaba por allí la Cooperativa y estarí en ciernes la
residencia de Estudiantes Santo Domingo Savio. Un tarde diferente a
las que disfrutábamos de la nieve en la glorieta de pequeños, pero
también muy agradable en el recuerdo.