Mis
papis, Gregorio y Carmen
en
la puerta del Bar de Martínez
|
Mis primeros cinco años
pasaron entre la casa familiar, en la calle Generalísimo, y el
Café-Bar Martínez en el que trabajaban mis padres, situado al
comienzo de la calle Olivas, oficialmente Poeta Herrero, es decir a
escasos metros de casa. Podría decir que el primer tramo de la
calle Olivas, el que va desde las “Cuatro Esquinas” hasta el “Río
Grande”, formó parte de mi primer universo, aquel en el cual
comenzó a configurarse el mundo más allá del ámbito familiar. En
consecuencia, lo que allí encontré, las tiendas, casas y personas
que entraban en aquel espacio vital, de algún modo era como si
existiesen desde siempre.
![]() |
Anuncio publicitario en
“El Trullo”
de Papelería Molina |
En el margen izquierdo
de la calle Olivas, frente al Café, había dos talleres de arreglar
zapatos. Él de Rafael “Tiriri”, y el de Luis Gómez
“Farnesio”. El primero era a donde llevábamos nuestros zapatos a
poner medias suelas y tapas de tacones, aunque nadie joven se lo
quiera creer las suelas de los zapatos eran de cuero de verdad, pero
se desgastaban fácilmente y se les hacía un agujero enorme en mitad
de la suela. Su tarea resultaba totalmente artesanal. Recuerdo ver
tomar un trozo de goma negra dibujar en ella el tamaño de la suela,
recortarla y comenzar el proceso de renovación. Mucho me admiraba
la habilidad y rapidez con el que les sacaba brillo, o como cosían
los desgarrones de los difíciles pespuntes de un zapato con una
curiosa máquina de coser. Y siempre había decenas de zapatos para
arreglar, en aquellos tiempos no se disponía de muchos pares de
zapatos y se usaban hasta casi su extinción total, o en el caso de
los niños hasta que ya no había forma de meterlos en los pies,
siempre crecientes. Había una gran demanda de arreglar zapatos y
muchas de las veces que los llevábamos a reparar no lo hacían de
forma inmediata. De ahí que cuando hacían falta nos mandaban a los
niños a por ellos y nos sentábamos delante del zapatero hasta que
nos los entregaban ¡podían pasar horas y horas! El taller de Luis
Gómez me resultaba peculiar porque aprovechaba el desnivel del
terreno y había que descender primero unos escalones. El local era
amplio y durante el día hacían vida familiar, estaba su mujer
Florentina, que era modista, y Pili, su hija y una de mis amigas de
la infancia. El hijo, mayor que nosotras, se llamaba Luis ¡Cuanto
jugaríamos en aquella calle, en el bar, en el taller!
A continuación venía
la barbería de Eusebio Fons, el propietario, y Nicolás Sánchez,
el ayudante, dos personajes que a mí me parecían muy amables y
simpáticos, tenían todo un estilazo a la hora de poner y, sobre
todo, retirar del cliente aquel gran peinador blanco con el cual los
cubrían para no mancharle. El local tenía una gran cristalera que
permitía ver la tarea que hacían desde fuera. A la izquierda,
pegado en la pared habían colocado un gran espejo, bajo el cual se
ubicada una amplia repisa llena de afeites e instrumentos propios de
peluquero y barbero. Me impresionaban aquellas navajas de barbero,
de esas que en las películas daban miedo, y las frotaban en unos
artilugios llamados afiladores, compuestos por una tira de cuero
sujeta a un mango. Eran curiosos los cilíndricos botes metálicos
donde tenían barras de jabón y brochas, había que ver la rapidez
con la que hacían, en una escudilla, una abundante espuma que
aplicaban por toda la cara del cliente. Varias clases de tijeras y
maquinillas de cortar el pelo, y una suaves brochas con las que
remataban la faena del corte pasándolas por el cuello. No podría
distinguir las botellas con colonia de las del linimento o potingue
que se les ponía a los caballeros tras el afeitado, pero olía bien,
como todo aquel establecimiento. Frente al espejo, dos grandes y
aparatosos sillones de hierro cuyo respaldo podía abatirse. Pegadas
a la pared de la derecha, varias sillas donde se sentaban los hombres
a esperar que les tocase el turno. Por las mañanas, habitualmente,
no acudían muchos clientes, pero por la tarde y los sábados si
estaba llena. Parece ser que aquella barbería, como posiblemente
otras, era una fuente de noticias clave en el pueblo, nada se
escapaba de su conocimiento.
La casa siguiente
pertenecía a Isidora, una señora viuda, que vivía algo más
arriba, en la calle San Luis. Ese edificio tenía una puerta
bastante nueva que daba paso a una vivienda de gran profundidad, pues
llegaba por debajo hasta casi el hotel Agulló.
Onofre Monzó fabricaba
baldosas, pero allí también se podían comprar pilas, zafareches y
lápidas mortuorias. Era uno de esos sitios en lo que lo artesanal se
articulaba con piezas industriales elementales. Claro que en mi
infancia yo no tenía ni idea de lo que era la cultura agraria y la
cultura subsiguiente a la revolución industrial, pero creo que todo
eso lo iría aprendiendo teniendo como punto de referencia lo
aprendido, por ósmosis, en el hábitat cotidiano. La entrada era
amplia, por allí podía pasar tranquilamente un carro, estaba
cubierta, a la derecha había una minúscula vivienda donde pasaban
el día la familia, y el taller de baldosas, al final desembocaba en
un amplísimo patio de terrizo. Todavía recuerdo la familia al
completo. El padre Onofre Monzó y su mujer Pilar, padres de Pili y
Onofre. Pili iba al taller de mi madre a aprender a coser y Onofre,
el joven, al que todavía saludo por la Avenida, hacía baldosas.
Todavía me parece verlo subido sobre una tarima y echar en un molde
de hierro cuadrado pasta de diversos colores que distribuía al azar,
luego echaba arena o cemento y aplicaba la prensa, de allí salía
una baldosa con las que se asolaban tantas casas.
![]() |
Anuncio publicitario en
“El Trullo”
de la tienda de Maximino Pérez
|
La tienda “Philips”
de Requena era de Remigio Pérez, allí vendía aparatos de radio,
los primeros electrodomésticos que iban apareciendo y material para
la electricidad. Su familia vivía al lado de casa de mis padres.
Llegué a conocer al abuelo, Maximino, el fundador de la tienda, pero
sobre todo a Aurora, su mujer, y a su hija Mª Asunción, con la
que también jugué mucho. De aquella tienda, que recuerdo su
mostrador y su habitación de estar al fondo, lo que más me llamó
la atención era su anuncio de “Mejores no hay”, porque fue una
de esas frases publicitarias que tardaron mucho en entrar en mi
cabeza. En mi tierna infancia yo solo entendía que allí no tenían
buenas bombillas para la luz, que mejores no había, como si dijesen que se fuesen
a comprar las buenas a otro sitio.
Las casa de “Fogueles”
era un pequeño edificio en cuya planta baja estaba instalada una
tienda que era cerrajería y herrería. Fogueles, en realidad se
llamaba Fructuoso, pero no recuerdo el apellido. Debía ser un hombre
realmente habilidoso y con muchos recursos prácticos porque lo
llamaban cada dos por tres, o a los críos nos mandaban a su taller,
con la misma frecuencia, a que arreglase algo necesario en la casa.
![]() |
Puerta de la carnicería.
De izquierda a derecha, Mª Luisa Pérez,
María y Ángela Sánchez
Roda,
Lolín Herrero y la niña Matilde Navarro
(Foto cedida por Ángela Sánchez Roda) |
A continuación venía la tienda de Miguel Sánchez y Patrocinio Roda, padres de Miguel, María y Ángela. Una blanquísima e impoluta carnicería a la que solía ir con mi abuela Emilia desde bien pequeña, tanto que no alcanzaba a ver la carne que había sobre el mostrador y me dedicaba a contemplar los bonitos dibujos que había esculpidos en el frontal de mármol, tenían el mismo estilo que la decoración de las casas de algunas amigas de mi abuela. Obviamente entonces no sabía como se llamaba, muchos años después supe que se trataba del estilo “modernista”, que incidió mucho en la decoración y fue mi plataforma para saber fechar cosas relacionadas con él.
La calle Olivas, la
segunda en importancia, tras la calle en la que vivía, en mi vida
vino a ser como el universo particular en el que yo fui abriéndome
paso al conocimiento del mundo cotidiano, de las personas, de las
cosas, de los establecimientos, de los anuncios. Todo un mundo que no
venía en los libros de texto de la escuela, pero que fue tan vital
como el otro.
La calle Olivas tiene
mucho que contar todavía. He descrito el primer tramo el más
vinculado a mis primeros años. Mucho queda todavía que contar,
muchas tiendas, muchos personajes que al describirlos en el papel
parecen recobrar vida. De hecho siguen vivos en mi corazón porque
cuando mi memoria rebobina la película de entonces los echo de
menos.