viernes, 2 de diciembre de 2016

LA CALLE "OLIVAS" (1)


Mis papis, Gregorio y Carmen
 en la puerta del Bar de Martínez
Mis primeros cinco años pasaron entre la casa familiar, en la calle Generalísimo, y el Café-Bar Martínez en el que trabajaban mis padres, situado al comienzo de la calle Olivas, oficialmente Poeta Herrero, es decir a escasos metros de casa. Podría decir que el primer tramo de la calle Olivas, el que va desde las “Cuatro Esquinas” hasta el “Río Grande”, formó parte de mi primer universo, aquel en el cual comenzó a configurarse el mundo más allá del ámbito familiar. En consecuencia, lo que allí encontré, las tiendas, casas y personas que entraban en aquel espacio vital, de algún modo era como si existiesen desde siempre. 

   
  

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 de Papelería Molina
Saliendo del Bar, a la derecha estaba la puerta de una vivienda familiar que, a decir verdad, ignoro quien vivía. A continuación la “Imprenta Molina”. Yo siempre la he visto allí, aunque los anuncios de los primeros años cincuenta la sitúan en la calle Calvo Sotelo. Primero te encontrabas con el taller, donde estaba la maquinaria impresora, y luego la tienda. Aquella tienda donde toda mi vida de estudiante me abastecí de cuadernos para escribir y para dibujar, lápices, borradores, tinta, sacapuntas, estuches de compases y tiralíneas, plumieres, plumillas, cajas de lápices de colores Alpino...Entrar allí siempre me resultaba fascinante, todo aquel material tan ordenado, tan sugerente, tan seductor, tan bonito. Hasta me paraba en el escaparate y contemplaba uno a uno los productos allí expuestos. La música de fondo era siempre como un plas-plas, plas- plas, el ritmo que llevaban las máquinas impresoras. Y el olor de papel y tinta quedaría impregnando mi memoria de modo que, cuando décadas después, ya en mi vida profesional, tuve que andar con publicaciones y pisar muchas imprentas, me sentía como en casa. Antonio Molina y su hija Elena estaban siempre allí, tras el mostrador, dispuestos a acercarme cualquiera de aquellos objetos que me resultaban tan preciosos. En ocasiones estaba otro de los hijos, Toni. Todavía me gusta entrar allí, aunque la decoración ha cambiado, y recrear mi mirada por objetos tan bonitos y estimados. Es como si rebobinase el tiempo y me situase de nuevo a comienzos de curso en el Bachiller, cuando había que comprar cuadernos, uno para cada asignatura y poner en la primera hoja nuestro nombre y apellidos, número de matrícula y el título de la asignatura correspondiente, en el que podíamos poner toda clase de florituras. Y aquel papel azul, medio satinado, para forrar los libros.

      
En el margen izquierdo de la calle Olivas, frente al Café, había dos talleres de arreglar zapatos. Él de Rafael “Tiriri”, y el de Luis Gómez “Farnesio”. El primero era a donde llevábamos nuestros zapatos a poner medias suelas y tapas de tacones, aunque nadie joven se lo quiera creer las suelas de los zapatos eran de cuero de verdad, pero se desgastaban fácilmente y se les hacía un agujero enorme en mitad de la suela. Su tarea resultaba totalmente artesanal. Recuerdo ver tomar un trozo de goma negra dibujar en ella el tamaño de la suela, recortarla y comenzar el proceso de renovación. Mucho me admiraba la habilidad y rapidez con el que les sacaba brillo, o como cosían los desgarrones de los difíciles pespuntes de un zapato con una curiosa máquina de coser. Y siempre había decenas de zapatos para arreglar, en aquellos tiempos no se disponía de muchos pares de zapatos y se usaban hasta casi su extinción total, o en el caso de los niños hasta que ya no había forma de meterlos en los pies, siempre crecientes. Había una gran demanda de arreglar zapatos y muchas de las veces que los llevábamos a reparar no lo hacían de forma inmediata. De ahí que cuando hacían falta nos mandaban a los niños a por ellos y nos sentábamos delante del zapatero hasta que nos los entregaban ¡podían pasar horas y horas! El taller de Luis Gómez me resultaba peculiar porque aprovechaba el desnivel del terreno y había que descender primero unos escalones. El local era amplio y durante el día hacían vida familiar, estaba su mujer Florentina, que era modista, y Pili, su hija y una de mis amigas de la infancia. El hijo, mayor que nosotras, se llamaba Luis ¡Cuanto jugaríamos en aquella calle, en el bar, en el taller!

      
    A continuación venía la barbería de Eusebio Fons, el propietario, y Nicolás Sánchez, el ayudante, dos personajes que a mí me parecían muy amables y simpáticos, tenían todo un estilazo a la hora de poner y, sobre todo, retirar del cliente aquel gran peinador blanco con el cual los cubrían para no mancharle. El local tenía una gran cristalera que permitía ver la tarea que hacían desde fuera. A la izquierda, pegado en la pared habían colocado un gran espejo, bajo el cual se ubicada una amplia repisa llena de afeites e instrumentos propios de peluquero y barbero. Me impresionaban aquellas navajas de barbero, de esas que en las películas daban miedo, y las frotaban en unos artilugios llamados afiladores, compuestos por una tira de cuero sujeta a un mango. Eran curiosos los cilíndricos botes metálicos donde tenían barras de jabón y brochas, había que ver la rapidez con la que hacían, en una escudilla, una abundante espuma que aplicaban por toda la cara del cliente. Varias clases de tijeras y maquinillas de cortar el pelo, y una suaves brochas con las que remataban la faena del corte pasándolas por el cuello. No podría distinguir las botellas con colonia de las del linimento o potingue que se les ponía a los caballeros tras el afeitado, pero olía bien, como todo aquel establecimiento. Frente al espejo, dos grandes y aparatosos sillones de hierro cuyo respaldo podía abatirse. Pegadas a la pared de la derecha, varias sillas donde se sentaban los hombres a esperar que les tocase el turno. Por las mañanas, habitualmente, no acudían muchos clientes, pero por la tarde y los sábados si estaba llena. Parece ser que aquella barbería, como posiblemente otras, era una fuente de noticias clave en el pueblo, nada se escapaba de su conocimiento.

        La casa siguiente pertenecía a Isidora, una señora viuda, que vivía algo más arriba, en la calle San Luis. Ese edificio tenía una puerta bastante nueva que daba paso a una vivienda de gran profundidad, pues llegaba por debajo hasta casi el hotel Agulló.

      
Onofre Monzó fabricaba baldosas, pero allí también se podían comprar pilas, zafareches y lápidas mortuorias. Era uno de esos sitios en lo que lo artesanal se articulaba con piezas industriales elementales. Claro que en mi infancia yo no tenía ni idea de lo que era la cultura agraria y la cultura subsiguiente a la revolución industrial, pero creo que todo eso lo iría aprendiendo teniendo como punto de referencia lo aprendido, por ósmosis, en el hábitat cotidiano. La entrada era amplia, por allí podía pasar tranquilamente un carro, estaba cubierta, a la derecha había una minúscula vivienda donde pasaban el día la familia, y el taller de baldosas, al final desembocaba en un amplísimo patio de terrizo. Todavía recuerdo la familia al completo. El padre Onofre Monzó y su mujer Pilar, padres de Pili y Onofre. Pili iba al taller de mi madre a aprender a coser y Onofre, el joven, al que todavía saludo por la Avenida, hacía baldosas. Todavía me parece verlo subido sobre una tarima y echar en un molde de hierro cuadrado pasta de diversos colores que distribuía al azar, luego echaba arena o cemento y aplicaba la prensa, de allí salía una baldosa con las que se asolaban tantas casas.

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 de la tienda de Maximino Pérez
      La tienda “Philips” de Requena era de Remigio Pérez, allí vendía aparatos de radio, los primeros electrodomésticos que iban apareciendo y material para la electricidad. Su familia vivía al lado de casa de mis padres. Llegué a conocer al abuelo, Maximino, el fundador de la tienda,  pero sobre todo a Aurora, su mujer, y a su hija Mª Asunción, con la que también jugué mucho. De aquella tienda, que recuerdo su mostrador y su habitación de estar al fondo, lo que más me llamó la atención era su anuncio de “Mejores no hay”, porque fue una de esas frases publicitarias que tardaron mucho en entrar en mi cabeza. En mi tierna infancia yo solo entendía que allí no tenían buenas bombillas para la luz, que mejores no había, como si dijesen que se fuesen a comprar las buenas a otro sitio.

       Las casa de “Fogueles” era un pequeño edificio en cuya planta baja estaba instalada una tienda que era cerrajería y herrería. Fogueles, en realidad se llamaba Fructuoso, pero no recuerdo el apellido. Debía ser un hombre realmente habilidoso y con muchos recursos prácticos porque lo llamaban cada dos por tres, o a los críos nos mandaban a su taller, con la misma frecuencia, a que arreglase algo necesario en la casa.

Puerta de la carnicería. 
De izquierda a derecha, Mª Luisa Pérez, 
María y Ángela Sánchez Roda, 
Lolín Herrero y la niña Matilde Navarro
(Foto cedida por Ángela Sánchez Roda)

A continuación venía la tienda de Miguel Sánchez y Patrocinio Roda, padres de Miguel, María y Ángela. Una blanquísima e impoluta carnicería a la que solía ir con mi abuela Emilia desde bien pequeña, tanto que no alcanzaba a ver la carne que había sobre el mostrador y me dedicaba a contemplar los bonitos dibujos que había esculpidos en el frontal de mármol, tenían el mismo estilo que la decoración de las casas de algunas amigas de mi abuela. Obviamente entonces no sabía como se llamaba, muchos años después supe que se trataba del estilo “modernista”, que incidió mucho en la decoración y fue mi plataforma para saber fechar cosas relacionadas con él.

       La calle Olivas, la segunda en importancia, tras la calle en la que vivía, en mi vida vino a ser como el universo particular en el que yo fui abriéndome paso al conocimiento del mundo cotidiano, de las personas, de las cosas, de los establecimientos, de los anuncios. Todo un mundo que no venía en los libros de texto de la escuela, pero que fue tan vital como el otro.

       La calle Olivas tiene mucho que contar todavía. He descrito el primer tramo el más vinculado a mis primeros años. Mucho queda todavía que contar, muchas tiendas, muchos personajes que al describirlos en el papel parecen recobrar vida. De hecho siguen vivos en mi corazón porque cuando mi memoria rebobina la película de entonces los echo de menos.