martes, 25 de octubre de 2016

UNA "CASETA" EN LA CUESTA BLANCA

Caseta en el camino de los Pinos de Florillo a San Blas
Algunas tardes de verano mi abuelo materno, Paco, solía llevarnos a mis primos Tonín y Cloti y a mí, cuando iba a dar una vuelta a las viñas. A nosotros nos entusiasmaba subirnos en el carro y salir al campo con él, sobre todo cuando el destino era la viña que llamaban la Cuesta Blanca.

       Situada hacia el norte del término municipal se podía ir por dos caminos. Uno seguía la carretera de Villar de Olmos y poco antes de llegar a la Casa Nueva -que entonces nos parecía de las películas de las Mil y una noches- se giraba a la izquierda y se cogía un camino de tierra y piedra que enlazaba con el que venía por Rozaleme y nos llevaba a nuestra mítica Cuesta Blanca. Ahora es el más usual por la mayor presencia de coches. Pero a mi abuelo le gustaba más seguir el camino de tierra que salía del pueblo, poco después de dejar la plaza de Janini y el Teatro Principal, y enfilar el camino del estanque. Aquel trayecto le encantaba porque de joven había vivido y trabajado por los molinos de agua de la Loma, y en los primeros años de matrimonio vivieron, él, mi abuela Emilia y mis dos tíos, en el molino que había y hay antes de cruzar la vía del tren. Dejábamos el hermoso estanque a la izquierda y llegábamos a Rozaleme, cuya proximidad anticipábamos por el creciente ruido que hacía el agua en su nacimiento. Era un trayecto lleno de piedras y en el que el carro de mi abuelo, de aquellos de largas varas colgadas del mulo o caballería, rígidos varales en los laterales y ruedas de madera perfiladas de hierro, daba tantos tumbos que a los niños nos hacía botar como pelotas de goma, hasta el punto que, en ocasiones, preferíamos bajar e ir andando. Un largo rato después llegábamos a la viña.


El molino junto a la vía del tren
      La viña estaba constituida por varios pedazos de tierra de desigual extensión y desnivel y, posiblemente de desigual calidad porque una era intensamente roja y otra más blanquecina y con muchas piedras. Entonces podría haber unas diez mil cepas de aquellas bastante juntitas, tampoco lo puedo asegurar con certeza. En las hormas había almendros. En una de las lomas había oliveras, término que mis abuelos usaban con más frecuencia que el de olivos. Ahora bien a nosotros, los críos, lo que más nos gustaba era la “caseta”. Ubicada al final del camino de tierra que daba acceso al terreno, en medio de diversos bancales y bien orientada al sol y al abrigo del viento. Para el verano había plantados dos cercanos y grande almendros a ambos lados de la construcción que le daban un poco de sombra. A escasa distancia de los almendros había dos manzanos, no muy altos, de los que colgaban pequeñas manzanas de un precioso color rojo e inigualable sabor. En uno de las hormas se alzaba un higuera, tampoco muy grande, pero con unos higos tan dulces que recababan nuestra atención en cuanto llegábamos.
       En realidad, la caseta no era más que cuatro muros construidos con piedras y “tierra mojada”, con un gran vano a modo de puerta por el que podía entrar el carro. Ni siquiera estaban enlucidos. La cubierta era de teja a una sola agua y las vigas unos travesaños de madera. Un amplio banco de piedra servía tanto de mesa como de asiento. En una de las esquinas un pesebre para la caballería -que entonces yo no entendía que hacía allí- y en la otra un hogar para la lumbre que se prolongaba en una pequeña chimenea al exterior. Pues sí, realmente simple y rústico, para nosotros algo maravilloso. Podía ser un palacio, un fuerte, un rancho, un castillo... lo que quisiéramos. De momento, al llegar mi abuelo descargaba los bártulos y los enseres con comida y se daba una vuelta a inspeccionar la viña y dar el toque necesario en aquella cepa o en aquel árbol que lo necesitase, antes nos había dado instrucciones acerca de lo que podíamos hacer o no.
 
    
Rozaleme, un punto en el trayecto a la Cuesta Blanca
Mi abuelo no era de los de ahora en uso. Era como tirando a serio, no lo recuerdo haciéndonos arrumacos, pero nos llevaba con él al campo y, al igual que en el molino o en el corral, nos abría espacios para jugar. No recuerdo que nos riñera, bastaba que nos mirase para que supiéramos si nos ateníamos a las “reglas del juego” o no y cortábamos por la vía rápida como nos estuviésemos escantillando. El nos enseñaba a vivir en la naturaleza y a utilizarla pero también a respetarla y no ensuciarla. Una cosa era subir a los árboles y otra maltratarlos, una cosa era saber que la caballería era noble y pacífica y otra darle golpes, porque podría darnos una coz, una cosa era saber comer almendras verdes y otra coger un cólico. Ya de pequeños nos enseñó el valor de los cantos rodados que tan abundantes eran por allí, teniendo en cuenta que no existían las toallitas ni cosas de esas al uso de hoy en día. Cuando nuestras necesidades apremiaban la tierra podía absorberlo todo y los blancos cantos rodados podían ser más suaves y consistente que el papel de periódico o de estraza, si es que lo había. Podíamos corretear por toda la viña, pero no pisar la del vecino. Las tijeras de podar o cualquier otra herramienta no se tocaban para nada. Ni había necesidad de levantar piedras y buscar bichos, había espacio para todos. Cuando abandonábamos la viña no había más rastro que el del cultivo de mi abuelo en ella y en la caseta las cenizas en las que se había cocinado y bien apagadas.


       Cuando íbamos a pasar el día la comida la hacía mi abuelo. Traía el pan de casa, pero le gustaba hacer cachulí en la lumbre, en una sartén que solo utilizaba él, y asar careta o panceta, o longanizas, morcillas y güeña en las brasas de los sarmientos o de viejas cepas arrancadas. Lo que mas recuerdo son las garbas de sarmientos. No traía cubiertos, se comía con el pan, pero cogía sarmientos, los limpiaba y afilaba y servían para coger la carne. Jugábamos, explorábamos el terreno... ya casi ni recuerdo como pasábamos el tiempo, solo que maravillosamente. Sí recuerdo que observábamos mucho la naturaleza, sobre todo aquellos almendros cercanos a la caseta en los que unos pequeños muñones iban creciendo y, finalmente adquirían la forma de almendra, que aún verdes estaban ricas. O los minúsculos racimos de uva que comenzaban a colgar de las cepas y que a penas iniciado el verano se cogían verdes y mi abuela nos los ponía en sal y agua, en “agraz” me parece recordar que se decía, y estaban, también, muy buenos, al final del verano ya podíamos comerlos al natural como oscuros y dulces granos de uva. Como se dice en Requena “para la Virgen de Agosto pintan las uvas, para la de Septiembre ya están maduras”. Tampoco sé exactamente lo que hacía mi abuelo supongo que alguna poda, alguna revisión de las viñas, de los almendros o de los olivos porque siempre era verano cuando íbamos. En invierno y durante el curso escolar creo que nunca nos llevó.


Jose en la Cuesta Blanca
     En mis recuerdos la caseta quedó como un sitio de recreo estival y creo que crecí pensando que aquellas casetas, dispersas por los campos, estaban destinadas a lo que hoy denominamos ocio, entonces no sé como se denominaba porque creo que no había mucho tiempo para el ocio. Cual no sería mi sorpresa cuando no ha mucho, hablando con mi madre de aquellos tiempos, lugares y cosas me dice que la finalidad concreta de aquellas casetas no era para “ir de merienda al campo”, sino para proteger a la caballería cuando llovía, pero sobre todo cuando estallaban esas tormentas, tan frecuentes en aquella zona, con rayos y truenos, porque no se podía llegar rápidamente al pueblo, y para protegerla del sol en el verano. También en época de recolección y si hacía frío, para que los trabajadores pudiesen estar protegidos y con algo de calor durante la comida. Desde que se introdujo el tractor ya no había peligro que los animales se mojasen y enfermasen, con la llegada del automóvil uno se puede desplazar a las fincas y venir a comer a casa. La finalidad originaria de las casetas había desaparecido.


     Me quedé un tiempo perpleja. Pese a su tosquedad y escasas dimensiones nunca se me ocurrió pensar que aquella insignificante construcción tuviese otro fin que el que nosotros, los críos de la familia, le dimos como fue el de divertirnos. 


     Aquella caseta desapareció, deteriorada por la intemperie, ausencia de finalidad...derribo defiitivo, ignoro su fecha. No hay ninguna fotografía de entonces y no sé dibujar. Tal vez por eso me paro a contemplar la que hay en el camino de los Pinos de Florillo a San Blas, tal vez una de las ruinas -no históricas- más fotografiadas de Requena. Desde fuera o desde dentro siempre salen fotografía bellas. La fotografía que encabeza el artículo la hice en el verano de 2016. Indudablemente las hay más bonitas, pero ésta la hice yo en recuerdo de aquella otra caseta en la que tan felices ratos veraniegos pasé.