Caseta en el camino de los Pinos de Florillo a San Blas |
Algunas tardes de verano mi abuelo materno, Paco,
solía llevarnos a mis primos Tonín y Cloti y a mí, cuando iba a
dar una vuelta a las viñas. A nosotros nos entusiasmaba subirnos en
el carro y salir al campo con él, sobre todo cuando el destino era la viña
que llamaban la Cuesta Blanca.
Situada hacia el norte del término municipal se
podía ir por dos caminos. Uno seguía la carretera de Villar de
Olmos y poco antes de llegar a la Casa Nueva -que entonces nos
parecía de las películas de las Mil y una noches- se giraba a la
izquierda y se cogía un camino de tierra y piedra que enlazaba con
el que venía por Rozaleme y nos llevaba a nuestra mítica Cuesta
Blanca. Ahora es el más usual por la mayor presencia de coches. Pero
a mi abuelo le gustaba más seguir el camino de tierra que salía del
pueblo, poco después de dejar la plaza de Janini y el Teatro
Principal, y enfilar el camino del estanque. Aquel trayecto le
encantaba porque de joven había vivido y trabajado por los molinos
de agua de la Loma, y en los primeros años de matrimonio vivieron,
él, mi abuela Emilia y mis dos tíos, en el molino que había y hay
antes de cruzar la vía del tren. Dejábamos el hermoso estanque a la
izquierda y llegábamos a Rozaleme, cuya proximidad anticipábamos por el
creciente ruido que hacía el agua en su nacimiento. Era un trayecto
lleno de piedras y en el que el carro de mi abuelo, de aquellos de
largas varas colgadas del mulo o caballería, rígidos varales en los laterales y ruedas de madera
perfiladas de hierro, daba tantos tumbos que a los niños nos hacía
botar como pelotas de goma, hasta el punto que, en ocasiones, preferíamos
bajar e ir andando. Un largo rato después llegábamos a la viña.
![]() |
El molino junto a la vía del tren |
La viña estaba constituida por varios pedazos de
tierra de desigual extensión y desnivel y, posiblemente de desigual
calidad porque una era intensamente roja y otra más blanquecina y
con muchas piedras. Entonces podría haber unas diez mil cepas de
aquellas bastante juntitas, tampoco lo puedo asegurar con certeza. En
las hormas había almendros. En una de las lomas había oliveras,
término que mis abuelos usaban con más frecuencia que el de olivos.
Ahora bien a nosotros, los críos, lo que más nos gustaba era la
“caseta”. Ubicada al final del camino de tierra que daba acceso
al terreno, en medio de diversos bancales y bien orientada al sol y
al abrigo del viento. Para el verano había plantados dos cercanos y
grande almendros a ambos lados de la construcción que le daban un
poco de sombra. A escasa distancia de los almendros había dos manzanos, no muy altos, de los
que colgaban pequeñas manzanas de un precioso color rojo e inigualable sabor. En uno de las hormas se alzaba un higuera, tampoco muy grande, pero con unos higos tan dulces que recababan nuestra atención en cuanto llegábamos.
En realidad, la caseta no era más que cuatro muros
construidos con piedras y “tierra mojada”, con un gran vano a
modo de puerta por el que podía entrar el carro. Ni siquiera estaban
enlucidos. La cubierta era de teja a una sola agua y las vigas unos
travesaños de madera. Un amplio banco de piedra servía tanto de
mesa como de asiento. En una de las esquinas un pesebre para la
caballería -que entonces yo no entendía que hacía allí- y en la
otra un hogar para la lumbre que se prolongaba en una pequeña
chimenea al exterior. Pues sí, realmente simple y rústico, para
nosotros algo maravilloso. Podía ser un palacio, un fuerte, un
rancho, un castillo... lo que quisiéramos. De momento, al llegar mi
abuelo descargaba los bártulos y los enseres con comida y se daba una vuelta a inspeccionar la viña y dar el toque necesario en aquella cepa o en aquel árbol que lo necesitase, antes nos había dado instrucciones acerca de lo que
podíamos hacer o no.
![]() |
Rozaleme, un punto en el trayecto a la Cuesta Blanca |
Cuando íbamos a pasar el día la comida la hacía
mi abuelo. Traía el pan de casa, pero le gustaba hacer cachulí en
la lumbre, en una sartén que solo utilizaba él, y asar careta o
panceta, o longanizas, morcillas y güeña en las brasas de los
sarmientos o de viejas cepas arrancadas. Lo que mas recuerdo son las
garbas de sarmientos. No traía cubiertos, se comía con el pan, pero cogía sarmientos, los limpiaba y afilaba y servían para coger la
carne. Jugábamos, explorábamos el terreno... ya casi ni recuerdo
como pasábamos el tiempo, solo que maravillosamente. Sí recuerdo
que observábamos mucho la naturaleza, sobre todo aquellos almendros
cercanos a la caseta en los que unos pequeños muñones iban
creciendo y, finalmente adquirían la forma de almendra, que aún
verdes estaban ricas. O los minúsculos racimos de uva que comenzaban a
colgar de las cepas y que a penas iniciado el verano se cogían
verdes y mi abuela nos los ponía en sal y agua, en “agraz” me
parece recordar que se decía, y estaban, también, muy buenos, al
final del verano ya podíamos comerlos al natural como oscuros y
dulces granos de uva. Como se dice en Requena “para la Virgen de
Agosto pintan las uvas, para la de Septiembre ya están maduras”.
Tampoco sé exactamente lo que hacía mi abuelo supongo que alguna
poda, alguna revisión de las viñas, de los almendros o de los
olivos porque siempre era verano cuando íbamos. En invierno y
durante el curso escolar creo que nunca nos llevó.
![]() |
Jose en la Cuesta Blanca |
En mis recuerdos la caseta quedó como un sitio de
recreo estival y creo que crecí pensando que aquellas casetas,
dispersas por los campos, estaban destinadas a lo que hoy denominamos
ocio, entonces no sé como se denominaba porque creo que no había
mucho tiempo para el ocio. Cual no sería mi sorpresa cuando no ha
mucho, hablando con mi madre de aquellos tiempos, lugares y cosas me
dice que la finalidad concreta de aquellas casetas no era para “ir
de merienda al campo”, sino para proteger a la caballería cuando
llovía, pero sobre todo cuando estallaban esas tormentas, tan
frecuentes en aquella zona, con rayos y truenos, porque no se podía
llegar rápidamente al pueblo, y para protegerla del sol en el verano.
También en época de recolección y si hacía frío, para que los
trabajadores pudiesen estar protegidos y con algo de calor durante la
comida. Desde que se introdujo el tractor ya no había peligro que
los animales se mojasen y enfermasen, con la llegada del automóvil
uno se puede desplazar a las fincas y venir a comer a casa. La
finalidad originaria de las casetas había desaparecido.
Me quedé un tiempo perpleja. Pese a su tosquedad
y escasas dimensiones nunca se me ocurrió pensar que aquella
insignificante construcción tuviese otro fin que el que nosotros,
los críos de la familia, le dimos como fue el de divertirnos.
Aquella caseta desapareció, deteriorada por la
intemperie, ausencia de finalidad...derribo defiitivo, ignoro su
fecha. No hay ninguna fotografía de entonces y no sé dibujar. Tal
vez por eso me paro a contemplar la que hay en el camino de los Pinos
de Florillo a San Blas, tal vez una de las ruinas -no históricas-
más fotografiadas de Requena. Desde fuera o desde dentro siempre
salen fotografía bellas. La fotografía que encabeza el artículo la
hice en el verano de 2016. Indudablemente las hay más bonitas, pero
ésta la hice yo en recuerdo de aquella otra caseta en la que tan
felices ratos veraniegos pasé.