Buenas
tardes, Reina y Presidente de la Fiesta de la Vendimia, Sta. Andrea
Muñoz López y don Antonio Muñoz Martínez. Ilmo. Sr. Alcalde don
Mario Sánchez González, Sra. Concejala de Feria y Fiestas, doña Mª
José Arroyo Pardo, Sr. Presidente de la Comisión Ejecutiva don José
Emilio Cabrera Ramírez, Sr. Secretario de la Comisión Ejecutiva,
don Emilio García Maiques, Reina y Presidente infantiles, niños
Rosalía y Samuel Garrote Molina. Reinas y presidentes de
comisiones, damas y comisionados, amigas, compañeros, familiares,
señoras y señores, gracias por acompañarme en este especial día.
Deseo
agradecer muy especialmente a la Sexagesimonovena Fiesta de la
Vendimia, el honor concedido de nombrarme “Requenense Ausente
2016”, así como a todas aquellas personas que con sus comentarios
y sugerencias han contribuido a hacerlo realidad.
Es
para mí un inmenso honor estar hoy aquí y recibir un tan preciado
homenaje. Cuando me llamó el Presidente de la Fiesta, don Antonio
Muñoz, proponiéndome ser la homenajeada de este año, no lo dudé.
No estaba muy segura de merecerlo pero incuestionablemente sí, soy
una requenense... puesto que nací en esta ciudad. Y también
ausente, dado que en 1968 con mis escasos 17 años salí de Requena
camino de la Universidad de Valencia, desde entonces nunca más he
vuelto a vivir de forma permanente en Requena. Afincada en Córdoba,
hermosa y calurosa ciudad, trabajé en y por la tierra que me acogía
y fui desarrollando un cierto curriculum profesional y académico
que, a los ojos de los organizadores de la Fiesta de la Vendimia de
este año, me hace merecedora de este homenaje.
Y
si en 1968 se abría el gran paréntesis que me llevó a estar medio
siglo de mi vida viviendo lejos de esta tierra y volviendo a ella en
las contadas y cortas ocasiones de toda vacación laboral, este año
de 2016, reviste una característica especial, pues en él se cierra
el arco de mi vida laboral y con mi jubilación se abre el de volver
a pasar largas temporadas en Requena.
Cuando
don Antonio Muñoz me indicó que tenía que mantener el acto yo me
preguntaba ¿y qué le digo yo a las personas que hayan decidido
acompañarme ese día tan especial? Dicen que la boca habla de lo que
rebosa el corazón y el mío, sinceramente, rebosa de Requena. En
ella viví 17 de mis 65 años, de forma permanente, intensa, gozando
apasionadamente de su tierra, sus campos, sus paisajes, de sus
calles, de sus escuelas, sus iglesias, sus fiestas, sus costumbres,
sus cines… No voy a decir que recuerdo todos y cada uno de los
momentos vividos, mentiría, mi memoria no da para tanto, tampoco
entonces teníamos grabadoras, como mucho una pequeña cámara de
fotos que captó instantáneas que vienen en ayuda de mi memoria y me
permiten saborear, el recuerdo de los años tan felizmente vividos.
Cierto que salí siendo una jovencita y vuelvo hecha una abuela, en
el sentido literal del término, porque allá, en la campiña
cordobesa tengo un nieto de tres años. Pero, como dice un gran
poeta: “No importa que ya nada pueda devolvernos aquellos días de
la gloria en las flores y del esplendor en la hierba, porque siempre
la belleza subsiste en el recuerdo”.
Ahora
bien si yo me pongo a hablar de la belleza de mis recuerdos de
Requena podría estar hablando horas y días, y tampoco se trata de
eso, había que ceñirse a un tiempo recomendable, de modo que decidí
trazar simplemente unas pinceladas de lo que fue la Requena de mi
infancia a través de los lugares en los que viví, así como la
forma en que transcurría el año, porque las fechas significativas
del calendario requenense han pervivido en mi como un reloj natural
que sigue vigente.
Mi
primera infancia se desarrolló en lugares que fueron
auténticos paraísos como la fuente
Bernate, la Glorieta y el Estanque, pero también en “mi casa y en
mi calle”, esa calle donde hice las primeras amigas cuyo recuerdo
pervive como un cálido rescoldo en mi corazón.
La
casa
familiar
era un
centenario caserón en la que mis abuelos habían instalado un molino
en la planta baja, y en la parte de atrás, en lo que debió ser un
señorial jardín, estaba el corral con todo tipo de animales
domésticos: patos, conejos, pollos, gallinas, cerdos, un mulo, un
basurero y una hermosa y dulce higuera. El corral fue como un pequeño
parque temático particular donde aprendimos,
mucho antes de ir a
la escuela, lo que hoy llamamos
medio ambiente.
El
corral, el molino, el terrado…dudo
que en cualquiera de los modernos parques temáticos de atracciones
se ofrezca un panorama de diversiones mejor que el que nosotros, los
niños de mi familia,
vivimos en aquella casa.
El
paraje de la fuente Bernate,
pese a… cierta barbarie y abandono, sigue siendo un lugar encantado
y encantador. Cuando
llegaba a la fuente Bernate lo primero que hacía era acercarme a
beber de uno de los enormes chorros de agua fresca. Luego me acercaba
al Regajo ¡Esa miniatura de río! ¡Ese pequeño-gran río que fue
el escenario natural de infinidad de aventuras! Era un riachuelo de
aguas cristalinas, tan transparente que veíamos los renacuajos
nadar...
Por
la memoria me baila el recuerdo de los primeros años andar cerquita
de la fuente. Aquel banco corrido, pegado al muro de piedra, servía
para hacer casitas con las muñecas, la explanada para saltar a la
comba...pero no tardé mucho en alejarme del epicentro. Primero
fueron hacia aquellos cañaverales, intensamente verdes, que
coronaban la fuente. Luego el objetivo fue llegar hasta el nacimiento
del Regajo, en Reinas
Desde
el puente que cruza el Regajo en la misma fuente, hasta su
nacimiento, el riachuelo transcurría por un encajonado valle más o
menos transitable por una senda que seguía el lecho del río. Poco
después de rebasar la fuente Baldomeros el río se encajonaba y los
escalonados y mullidos ribazos se convertían en peladas laderas de
elevada verticalidad, y para nosotros el paraje iba adquiriendo
aspectos más peligrosos... Pero cuando llegábamos a las rocas que
formaban el nacimiento del Regajo en Reinas, aquel hermoso
espectáculo de ver salir las aguas por diferentes recovecos, a modo
de cascadas, nos hacía más felices que el más famoso de los
exploradores descubriendo la más grande de las cataratas africanas.
¡Qué
ratos más felices los vividos en aquella fuente!
¿Y
los de la Glorieta?
Entre
mis primeros recuerdos están los de unas noches veraniegas de
verbena. En aquellas fechas mis padres tenían la concesión del bar
de la Glorieta. La barra estaba ubicada en un habitáculo al interior
de la gran arcada. Era un sitio muy pequeño pero allí había
barriles de cerveza, todavía de madera y cubas con papas fritas, que
olían y sabían como algo muy especial. Las mesas y sillas se
colocaban fuera. Farolillos de colores, guirnaldas de bombillas
circundaban el recinto, y en la tómbola la orquesta tocando
pasodobles, boleros, lo que estuviese de moda y fuese bailable.
Pero,
sobre todo, la glorieta era nuestro lugar de juego, las niñas
jugábamos a la comba, al escondite, a la marica, al corro... Los
niños al “gua” y al “chavo”, y a tirarnos lidones con una
caña, pero las chicas también participábamos en el “gua” y nos
encantaba coleccionar canicas de colores.
La
Glorieta me sonríe como una gran dama que me cuenta su historia
¡Cuántos recuerdos como los míos! ¡Cuánta dosis de felicidad
infantil alberga!
Un
día, di mis primeros pasos escolares en un soleado y flamante
edificio que entonces se llamaba “las
escuelas nuevas”, el grupo escolar
Alfonso X el Sabio. Allí estuve hasta los 9 años. Recuerdo con gran
cariño a mis maestras, doña Ángeles Villafría, doña Milagros
Moltó y doña Emilia Pastor, el aprendizaje paulatino del lenguaje
en aquellas cartillas donde decía la “m” con la “a” dice
“ma” y luego añadía “mi mama me ama”. Recuerdo nuestros
uniformes blancos, el mes de María, los recreos en aquel gran patio
de terrizo y los vasos de leche en polvo y el queso de bola amarillo.
En
aquellos años mi padre me llevaba con él a un lugar, en un rincón
de la Glorieta, la Biblioteca
municipal, donde comenzó mi
apasionante aventura de leer.
Y mientras él se sentaba en un mesa con
otras personas mayores, a mi me colocaba en las que estaban llenas de
tebeos.
Los
primeros años creo que sólo me sentaba en las mesas del fondo, las
de los tebeos y revistas infantiles, pero estaba tan bien surtida que
no recuerdo haberme aburrido jamás. Ante mis ojos desfilaron las
protagonistas de los “cuentos de hadas”, el divertido Pumby,
Mortadelo y Filemón, el inigualable TBO, las publicaciones
específicas para chicas como Florita,
y todos los héroes masculinos posibles como el Capitán
Trueno, el Jabato,
el Guerrero del Antifaz,
con sus excepcionales y nada convencionales mujeres como Sigrid,
reina de Thule.
En
la biblioteca había excelentes series de tebeos como las de Vidas
ejemplares, Vidas
ilustres y Joyas
literarias. Una serie que adaptó en
viñetas títulos de obras clásicas de la literatura infantil y
juvenil. Sinceramente, creo que contribuyó de manera notable a hacer
de nuestra generación una generación amante de los libros, pues de
aquellas lecturas en viñetas no fue difícil pasar a la versión
escrita. Todo estaba en la Biblioteca, a nuestro alcance.
Y,
allí, en la Biblioteca pública, poco a poco fui pasando de las
mesas de los niños a las de los adultos. En estas estaban los
diarios de la época el ABC,
Las Provincias,
el Ya,
pero también revistas como Life,
Fotogramas, Blanco y Negro, que
contribuirían a introducirnos en lo que sucedía más allá de
nuestro pueblo. Política, moda, películas… todo entraba en
aquella sala, casi tan mágica como las del cine.
Y
si en la biblioteca comenzó la apasionante aventura de leer, en
Requena contábamos con otro centro donde se iniciaría mi pasión
por el estudio y el conocimiento: el Instituto
Nacional de Enseñanza Media. En
Requena tuvimos la suerte de tener un Instituto desde 1928, ello hizo
que fuésemos un pueblo culto, con un elevada media de alumnos
bachilleres, pero como decía mi primo Pepe Cano, que amaba
profundamente este pueblo y en especial a su Fiesta de la Vendimia,
también hizo de él un pueblo de emigrantes, pues la Requena de
aquellos tiempos no estaba preparada para asimilar tanto chico y
chica con el bachiller a cuestas. Y tuvimos que irnos a buscar
trabajo donde lo hubiese.
Una
tarde de septiembre de 1961, con mis 10 añitos cumplidos, cruzaba yo
el umbral del Instituto, un vetusto edificio junto a la iglesia del
Carmen y del que no tenía ni idea de lo que era ni para lo que
servía, solo que, a partir de entonces, en vez de ir a la escuela
iba a ir allí, tras superar un examen que se llamaba “Ingreso”.
Tampoco
recuerdo que ir al Instituto me costase ningún trauma. Ya de mayor
he oído tantas tonterías sobre la educación que me pregunto si es
que los niños de entonces éramos algo así como extraterrestres.
Efectivamente yo venía de una escuela pública primaria en la que
había tenido la misma maestra durante dos años y habíamos
utilizado la Enciclopedia Álvarez,
de primer y segundo grado, y me habían tratado muy familiarmente y,
de golpe, pasé a tener un montón de asignaturas a la semana con
diversos profesores, que nos trataban de usted, pero no recuerdo que
nadie se traumatizase por ello.
La
verdad es que, sobre todo en los cuatro años del bachiller
elemental, mi tiempo de estudio transcurrió en paralelo a las tardes
de cine, a las lecturas en la Biblioteca, a las excursiones al campo
y a mi propio mundo de sueños. Ir al Instituto era tan divertido
como lo demás, simplemente me gustaba ir. Otra cosa es el nivel de
atención que prestaba a las clases o mi rendimiento escolar.
Sinceramente, en los primeros cursos fueron más bien regular, pero
los aprobé. Tampoco debía ser un caso aislado, pues éramos un
buen grupo los alumnos que por las tardes, al salir del Instituto,
íbamos a “clases de repaso”.
¡Ay,
aquellas clases de repaso! ¡Pero qué bien lo pasábamos! Recuerdo a
muchos de los profesores “de repaso” que nos ayudaron. Al
entrañable don Sebastián Reverte, don Luis García, don José
García, don Paco Masiá o don Vicente Cuevas
En
cuanto a la enseñanza académica no puedo recordar todo el plan de
estudios, ni a todo el profesorado. Solo voy a citar a la gran
profesora de Geografía, Historia y Arte a la que le debo mi
vocación de aprendiz de historiadora, a la excepcional, doña Mª
Ángeles Sanjuán Fernández de Castro, catedrática de Geografía e
Historia.
Superamos
la primera de las famosas reválidas, la de cuarto, pero aquello
también fue como el fin de un gran capítulo de nuestra vida, el
punto final para muchos chicos y chicas que abandonaron los estudios
académicos, unos se incorporarían a la formación profesional,
otros, simplemente, comenzaban a trabajar.
Tras
superar la reválida elemental pasábamos al bachiller superior, los
años siguientes, los cursos 1965-66 y 1966-67 y 1967-68 fueron
impresionantes: estudio, estudio y estudio, y cine ¡esto era
innegociable!
El
inicio del bachiller superior, en septiembre de 1965, coincidió con
la inauguración del nuevo edificio del Instituto Nacional de
Enseñanza Media, construido “en el fin del mundo”, allá en el
otro extremo del pueblo, junto a la piscina. Un precioso y blanco
edificio con soleadas aulas, un amplio salón de actos y un hall
impresionante, con laboratorios para las asignaturas de ciencias,
biblioteca, etc. ¡Precioso, deslumbrante! Amé y amo mi precioso
INEM.
Ahora,
me gustaría hacerles una pregunta ¿Quién de mi generación no se
acuerda de las tardes de cine?
En
aquellos años yo no podía concebir el mundo sin cine. En la Requena
de los cincuenta existían dos salas de cines: el Cinema y el
Principal, pero también había otras instituciones donde podíamos
ver cine. Recuerdo especialmente el convento del Corazón de María y
en las Escuelas Nuevas, donde muchos vimos por primera vez Marcelino
Pan y Vino. En 1964 se añadió otro
cine, el Avenida.
El
sábado por la tarde asistíamos al estreno correspondiente en el
Cinema y el domingo lo hacíamos en el Principal. El ritual de las
tardes de cine se iniciaba posiblemente un rato después de comer,
nos “arreglábamos” y salíamos a pasear hasta la hora de ir al
cine.
Y
la tan anhelada hora llegaba. Una vez entrábamos en el cine,
buscábamos nuestras butacas y luego deambulábamos un poco saludando
a los amigos... hasta que... ring, ring, el primero aviso que la
sesión iba a comenzar, entonces nos apresurábamos a volver a
nuestro sitio a esperar el “No-Do” y los tráileres.
Finalizado
el último de los tráileres venía el descanso en un selecto
“ambigú”, según rezaba la publicidad. En este descanso salíamos
disparados al bar del cine, incluso fuera del cine, a comprar
gaseosas, pasteles... chucherías en general.
Otro
ring, ring, que en el Cinema iba acompañado de luces de colores
intermitentes, nos avisaba del comienzo de la película. Volvíamos a
nuestros asientos y entonces se abría como un espacio mágico, se
descorrían el telón y sobre la blanca pantalla se proyectaban
imágenes que nos transportaban a otros tiempos y lugares, a vivir
unas aventuras apasionadas y apasionantes. Cuando el “The End”
aparecía en pantalla, creo que nadie tenía ganas de levantarse de
la butaca, iniciábamos nuestra salida bastante lentamente.
La
familia, la escuela, el instituto, la fuente Bernate, la Glorieta, la
biblioteca, el cine, fueron lugares míticos de la infancia de mi
generación, todo ello forma parte de nuestras señas de identidad.
Pero
hay algo que sigue perviviendo en mí, tal vez por el contraste con
mi vida adulta, y es el calendario, la manera como discurría el año,
entonces en interminables lapsos de tiempo.
El
curso escolar comenzaba
en septiembre, en consecuencia nuestro calendario también. De todos
modos, al día siguiente de la quema del “Monumento”, Requena
aparecía siempre, como tocada con un sutil velo que anunciaba el fin
del verano y el inicio de un dorado otoño con sabor a mosto. Los
pequeños a la escuela y los jóvenes y mayores a preparar la
vendimia.
En
aquellas décadas la vendimia no empezaba antes del Pilar, el 12 de
octubre. Todavía recuerdo el olor que iba impregnando al pueblo,
consecuencia de los carros repletos de uva que procedentes de las
viñas iban camino de la cooperativa.
Cierto
que cada 1 de noviembre evoco aquel día
de Todos los Santos como el del
comienzo del frío en Requena, cuando llegaba el tiempo de sacar los
chaquetones y ponernos calcetines para bajar al cementerio. Aquellos
días, el diseño romántico del cementerio adquiría ribetes de gran
belleza, dados los esplendorosos centros de bellos crisantemos con
los que madres y abuelas testimoniaban el amoroso recuerdo a los
antepasados.
No
es menos cierto que cada 6 de diciembre, con san
Nicolás, fecha que nunca he
olvidado, rememoro aquella feliz fiesta del patrón de Requena. A ese
día, seguía la celebración de la
Inmaculada y ya, a continuación, a
preparar el belén porque llegaba la dulce
Navidad.
Y
con ella mi padre venía a casa de vacaciones, mi abuela me llevaba
con ella al horno a preparar los dulces navideños, en los cines se
celebraban matinales, los Reyes Magos eran esperados, el pueblo olía
a dulce... Al llegar diciembre todo comenzaba a volverse dulce y los
niños vivíamos una expectación creciente.
Una
de las actividades que más me hacía disfrutar era acompañar a mi
abuela Emilia al horno de Benito a hacer las pastas. Lo que realmente
me gustaba era comer masa cruda con sabor a anís, aunque mi querida
abuela me diese algún que otro pescozón. El día de antes habíamos
contemplado –y metido la cuchara de vez en cuando– la elaboración
de la exquisita mezcla que servía de relleno a las empanadillas, el
dulce de boniato. El de verdad, el que se hacía a fuego lento, el de
la estufa de leña que iba transformando el boniato, el azúcar y la
canela en una masa compacta y sabrosísima a lo largo de toda una
tarde. El aroma que se extendía por la casa era de ensueño.
Montar
el belén era todo un ritual. Las figuritas eran todas de barro, más
tarde llegarían las de plástico. Habitualmente las comprábamos en
casa de Pepe Corell, en la calle del Peso. Las casitas las hacíamos
a mano, con corcho y cáscaras de huevo a modo de tejado. Para las
montañas siempre estaban las cepas que se adaptaban bien. No faltaba
el precioso y brillante musgo que era abundante por la fuente Bernate
y la fuente de las Pilas, de las cuales regresábamos ateridos,
rozando la congelación pero rebosantes de musgo para alfombrar el
belén.
El
día de Nochebuena por la mañana la calle Olivas, la calle las
Monjas, las calles del Peso y el Portalejo eran un trasiego de
mujeres con sus cestos y de niños correteando. Por la noche a Misa
del Gallo ¡Qué frío hacía! Pero allí estábamos. El día de
Navidad mis abuelos nos daban el aguinaldo.
La
noche de Reyes, en el balcón de casa, poníamos una cesta con paja
para los camellos. No me acuerdo qué les pedíamos a los Reyes, pero
sí sé que rara vez traían lo que les pedíamos. Eran tiempos
austeros, las muñecas, un lujo, y las bicicletas, un imposible.
Sobre todo traían cosas prácticas, estuches de lápices, carteras
para el colegio, cuentos, caramelos....
Tras
el día de Reyes el periodo de tiempo hasta las próximas vacaciones
se nos hacía larguísimo. Menos mal que alguna fiestecilla local nos
venía a alegrar el duro invierno requenense…
En
Enero teníamos dos buenos santos parar celebrar san
Antón en la Villa y San Sebastián en las Peñas,
hogueras, patatas asadas, “parás”… ¡que encanto de días!
Y
a comienzos de febrero la romería a
San Blas.
El
3 de febrero permanece en mi memoria como un día grande. ¡Qué día
de san Blas en pleno invierno! ¡Ay, Señor, que día más
maravilloso! La gente bajaba hasta la ermita y algunos completaban su
peregrinación ofreciendo sus exvotos al santo ¡Todavía percibo el
olor de la cera! Delante de la ermita se montaban puestos en los que
se vendía turrón, dulces y todo lo que en aquellos tiempos
constituía una compra extra por ser un día de fiesta. Mucha gente
traía su comida para pasar el día, por la tarde acudían muchas más
personas y aquel paraje parecía una alegre feria.
Poco
después llegaba San José y el comienzo de la primavera, pero sobre
todo, la Semana Santa con las vacaciones escolares, y… ¿cómo no?
la Pascua.
De
la Semana Santa,
lo que en mi infancia me generaba más expectación eran las
procesiones. Y muy especialmente, me fascinaban los trajes de los
capuchinos Aquellas glamurosas capas de raso me encantaban y eran
objeto de deseo, máxime en aquellos tiempo de “cine de romanos”,
pero entonces las mujeres no podíamos salir de capuchinas.
Muchos,
grandes, hermosos, espectaculares pasos he podido contemplar en las
singulares semana santas de Córdoba y Sevilla, realmente
impresionantes, les sugiero que, al menos una vez en su vida, vayan
a verlas, pero yo nunca dejé de recordar aquella semana santa
requenense, tan sencillita, tan austera pero con una connotación de
días felices que nunca más volví a vivir.
El
martes salía La Oración del Huerto,
el miércoles Santo, lo hacía la Procesión
del Silencio. El Jueves Santo salían
más pasos: la Flagelación, el
Cristo de la Vera Cruz, y la Virgen
de los Dolores. El Viernes Santo
salía también un Ecce Homo,
y el Descendimiento, que
era un enorme paso, tal como me parecía entonces, el único que
procesionaba sobre ruedas, y que había que ver la que montaban para
bajarlo por la cuesta del Castillo. Finalizaba la procesión del
Santo Entierro. Todos
los pasos me parecían hermosos, me gustaba verlos una y otra vez. En
cuanto terminaba de pasar la procesión por un sitio ya estábamos
corriendo para verla en otro.
El
Viernes Santo era un día completito. Además de la procesión de la
tarde, había dos procesiones especiales y la visita a los
“monumentos”. En la madrugada tenía lugar la procesión de Los
Pasos, que salía muy temprano, a
las 6 de la mañana, sobre todo recuerdo “oírla” y asomarme al
balcón a verla pasar por las Cuatro Esquinas. Era una procesión
realmente singular...
Ahora
bien, he de reconocer, más de medio siglo después, que la que dejó
una huella indeleble en mi fue la procesión
de la Soledad. Solo mujeres,
abuelas, hijas, nietas acompañando a Nuestra Señora la Virgen de
los Dolores por las silenciosas calles de Requena. Desde bien
pequeña salía en ella, acompañando a mi madre. Tal vez como
cientos de niñas en este pueblo. El trayecto de la Villa resultaba
impresionante porque en aquellas estrechas calles, escasamente
iluminadas, destacaba la interminable guirnalda de luz que formaban
las velas que portaban las mujeres y el silencio sepulcral, que
envolvía aquellas viejas casas, solo era interrumpido por el rezo
del rosario... ¿Quién no recuerda aquella hilera de mujeres y
niñas? Cada cierto tiempo había relevo de las mujeres que portaban
a la Virgen, todas quería tener su momento de amor llevando sobre su
hombros a la Madre Dolorosa. La llegada al templo del Carmen, a dejar
a la Virgen en su casa, era apoteósica. Aquella Salve Regina en
latín cantada por todas aquellas mujeres, con auténtica devoción,
era tan intensamente viva que pervive en mi memoria como uno de los
momentos más impactantes de mi vida.
Tras
la procesión de la Soledad se acaban las procesiones. Pero...
quedaban los tres días de pascua
¡Qué días! ,
El
Sábado de Gloria los hornos emanaban un exquisito olor, Requena olía
a “mona de Pascua”.
He
de confesarles algo y es que el Sábado de Gloria tenía para mí una
connotación especial... La pascua anunciaba el comienzo de la
primavera, y el Sábado de Gloria el escaparate de la tienda de
Marcelino Roda, en la calle Poeta Herrero, parecía un prado lleno de
muchas mariposas de brillantes colores, eran las zapatillas de mona,
las que se compraban para ir a celebrar la pascua al campo ¡Qué
delicia de zapatillas! A mi prima Lolín Cano y a mí nos las
compraba nuestro abuelo Gregorio ¡Ah, aquellas alpargatas! Ni el más
delicado tafilete, ni el más original diseño de hoy pueden
generarme la ilusión de aquellas zapatillas. Siempre
las eché de menos.
Muchos
y deliciosos eran los parajes elegidos, podemos citar los Pinos de
Florillo, el Nacimiento, la Casilla San José, San Blas,
Fuencaliente...Pasábamos el día saltando a la comba, tirando de la
cuerda, cantando las típica canciones de la tarara, pasar el día...
La
estancia en el campo comiendo la mona era algo que nos hacía felices
a niños, jóvenes y mayores, era como si nos garantizaban una
felicidad impagable, el simple hecho de pisar la tierra, de respirar
el aire, de beber el agua, de estar allí con amigos o con familia,
de dejar deslizarse el tiempo con juegos, paseos, conversaciones,
risas, cantos, nos hacía felices.
Y
de la Pascua al verano…escasos dos meses, que entre el fin de
curso, las comuniones y alguna otra cosa nos situaban al comienzo del
delicioso verano requenense, del que solo voy a abordar dos temas,
dos nombres claves, el Estanque y la Fiesta de la Vendimia
Otro
de los parajes de recreo y aventura que adquiere categoría de mito
es el Estanque.
De todos los lugares a los que íbamos en busca del agua del baño en
aquellos veranos los “días de Estanque” están grabados, en la
memoria colectiva de nuestra generación, como algo inolvidable.
El
camino de ida se nos hacía, en muchas ocasiones, pesado por la
cuesta arriba y el calor, pero ¡ay cuando ya veíamos la última
cuesta, justo la más empinada, pero la que nos situaba junto al
Estanque! ¡El cansancio desaparecía! Coronar la pendiente de la
última de las cuestas era siempre un regalo porque llegábamos junto
a aquella enorme circunferencia de ochenta y cinco metros de diámetro
llena de agua, su color intensamente azul resaltaba como una gran
turquesa en medio de aquellas tierras de rojas arcillas, rodeadas de
verdes viñedos. ¡Era
fascinante!
Tanto que ni el penoso espectáculo actual consigue borrar la belleza
de su recuerdo, ni el gozo de los días de verano allí vividos.
No
era su entorno precisamente un vergel, pero había suficientes
árboles para cobijar a quien desease un poco de sombra. En su lado
norte había una explanada con cierto arbolado a la que se dirigían
las familias para aposentarse en las mesas y bancos de madera que
había por allí esparcidos. No puedo dejar de recordar aquella
minúscula edificación, en realidad una “caseta”, que hacía de
bar donde servían unos caracoles que han quedado en la memoria
colectiva de aquellas generaciones. Los caracoles de Amada Herrero,
“la Monaras”.
El
baño en el Estanque estaba reservado a los jóvenes y adultos, sobre
todo a los que sabían nadar. Los pequeños nos metíamos en la
acequia. Recuerdo la envidia que
me suscitada quienes tenían unos enormes
“rulanchos” negros, que eran los neumáticos de las ruedas de los
camiones, para meterse en el estanque.
No todo el mundo disponía de aquello. También nos metíamos en la
“rampa”. Allí podíamos “jugar” con más o menos agua. Y
así, entre chapuzones, chapoteos, entradas y salidas del agua, cada
uno según su edad y posibilidad, pasábamos la mañana.
La
hora de la siesta era algo más calmada, las familias recogían la
comida de las mesas y extendían mantas o lonas para tumbarse y
descansar, era el tiempo de los chistes, las bromas, tal vez dormían
algo, pero recuerdo a unas familias alegres y divertidas. Las tres
horas de digestión eran sagradas, a ningún pequeño se le dejaba
bañarse si no había pasado ese tiempo, con lo cual nos pasábamos
el tiempo diciendo “papa qué hora es” o “mamá cuánto falta”.
La respuesta siempre era la misma: “Anda a jugar, cansina, que aún
falta”.
Una
forma de pasar el tiempo consistía en hacer pequeñas excursiones
por los alrededores. Unas veces íbamos hacia Rozaleme. Otras veces
salíamos hacia la fuente de las
Pepas. Así hasta que
podíamos volver a bañarnos.
Y
al finalizar el verano nos esperaba… nuestra Fiesta de la Vendimia
La
Fiesta de la Vendimia y yo nos
llevamos tres años de diferencia, ella tiene 69 años y yo 65.
Mientras viví en Requena mi vida estuvo estrechamente ligada a la
Fiesta. En mi generación y posteriores la Fiesta ocupa un lugar que,
posiblemente, no ocupó en la de nuestros padres. Me llamó la
atención cuando anduve preguntando sobre ello. La Fiesta nace casi
con nosotros, pero para la generación anterior la Fiesta llega
cuando ellos ya eran adultos, casados, con niños. La vivencia de la
Fiesta es diferente.
Yo
recuerdo la Fiesta como algo que ya estaba allí, que la esperábamos
como algo importante, como un hito en el calendario anual. Sé que me
vistieron de vendimiadora con unos 18 meses y mi hermano me paseó
por la Avenida, pero sinceramente, no lo recuerdo, lo sé por las
fotos. Lugar de honor ocupa en mis recuerdos el día de los disfraces
de los niños, porque mi madre, como la mayoría de las madres
jóvenes de Requena, me disfrazaba todos los años de algo.
Mi
fiesta fue la de de 1958 como reina infantil de la Comisión de
Arrabal. Recuerdo muchos momentos emocionantes, la fiesta para los
niños de la comisión de Arrabal, los pasacalles, la ofrenda de
flores a la Virgen de los Dolores, la cabalgata…Creo que disfruté
como toda niña que se siente “la reina de la fiesta”.
Con
los años la Fiesta era algo a disfrutar con las amigas y con los
compañeros del Instituto ¿Cómo olvidar tantas tardes de verano
pasadas pegando con gachas los recortados papelines de colores para
forrar la carroza? ¡Tantas risas, tantos planes!
¿Y
el recorrer de las calles engalanadas? No sé cuando se perdió la
costumbre de engalanar las calles por los vecinos. ¡Cuanto ingenio,
cuanto arte, cuanto amor, cuanta alegría derrocharon los vecinos de
tantas calles! Las Peñas, la Villa, los callejones del Arrabal,
Cantarrranas… Se merecen todo un homenaje.
Para
finalizar, si bien yo no participe en la Fiesta de mayor, si sé,
porque mi madre era modista y muchas de las chicas del taller
salieron en la Fiesta, del entusiasmo, de los sueños, del esfuerzo y
amor con el que entonces las chicas se bordaban su refajo, se
preparaban su ajuar de “chicas de la Fiesta” y con qué orgullo
sus madres lo exponían en su casas los días previos a la fiesta. Y
con qué curiosidad abríamos el Trullo, yo por lo menos, cuando ya
lejos de ella, volvía a la Requena que me había visto nacer.
Y
en la Fiesta les dejo, amigos míos disfrutemos de nuestra querida
Fiesta en nuestra deliciosa Requena.
Muchas
gracias.
Requena,
31 de Agosto de 2016
Acto
de homenaje como Requenense Ausente