viernes, 9 de septiembre de 2016

Señas de Identidad de una "Requenense Ausente"

Buenas tardes, Reina y Presidente de la Fiesta de la Vendimia, Sta. Andrea Muñoz López y don Antonio Muñoz Martínez. Ilmo. Sr. Alcalde don Mario Sánchez González, Sra. Concejala de Feria y Fiestas, doña Mª José Arroyo Pardo, Sr. Presidente de la Comisión Ejecutiva don José Emilio Cabrera Ramírez, Sr. Secretario de la Comisión Ejecutiva, don Emilio García Maiques, Reina y Presidente infantiles, niños Rosalía y Samuel Garrote Molina. Reinas y presidentes de comisiones, damas y comisionados, amigas, compañeros, familiares, señoras y señores, gracias por acompañarme en este especial día.

Deseo agradecer muy especialmente a la Sexagesimonovena Fiesta de la Vendimia, el honor concedido de nombrarme “Requenense Ausente 2016”, así como a todas aquellas personas que con sus comentarios y sugerencias han contribuido a hacerlo realidad.

Es para mí un inmenso honor estar hoy aquí y recibir un tan preciado homenaje. Cuando me llamó el Presidente de la Fiesta, don Antonio Muñoz, proponiéndome ser la homenajeada de este año, no lo dudé. No estaba muy segura de merecerlo pero incuestionablemente sí, soy una requenense... puesto que nací en esta ciudad. Y también ausente, dado que en 1968 con mis escasos 17 años salí de Requena camino de la Universidad de Valencia, desde entonces nunca más he vuelto a vivir de forma permanente en Requena. Afincada en Córdoba, hermosa y calurosa ciudad, trabajé en y por la tierra que me acogía y fui desarrollando un cierto curriculum profesional y académico que, a los ojos de los organizadores de la Fiesta de la Vendimia de este año, me hace merecedora de este homenaje.

Y si en 1968 se abría el gran paréntesis que me llevó a estar medio siglo de mi vida viviendo lejos de esta tierra y volviendo a ella en las contadas y cortas ocasiones de toda vacación laboral, este año de 2016, reviste una característica especial, pues en él se cierra el arco de mi vida laboral y con mi jubilación se abre el de volver a pasar largas temporadas en Requena.

Cuando don Antonio Muñoz me indicó que tenía que mantener el acto yo me preguntaba ¿y qué le digo yo a las personas que hayan decidido acompañarme ese día tan especial? Dicen que la boca habla de lo que rebosa el corazón y el mío, sinceramente, rebosa de Requena. En ella viví 17 de mis 65 años, de forma permanente, intensa, gozando apasionadamente de su tierra, sus campos, sus paisajes, de sus calles, de sus escuelas, sus iglesias, sus fiestas, sus costumbres, sus cines… No voy a decir que recuerdo todos y cada uno de los momentos vividos, mentiría, mi memoria no da para tanto, tampoco entonces teníamos grabadoras, como mucho una pequeña cámara de fotos que captó instantáneas que vienen en ayuda de mi memoria y me permiten saborear, el recuerdo de los años tan felizmente vividos. Cierto que salí siendo una jovencita y vuelvo hecha una abuela, en el sentido literal del término, porque allá, en la campiña cordobesa tengo un nieto de tres años. Pero, como dice un gran poeta: “No importa que ya nada pueda devolvernos aquellos días de la gloria en las flores y del esplendor en la hierba, porque siempre la belleza subsiste en el recuerdo”.

Ahora bien si yo me pongo a hablar de la belleza de mis recuerdos de Requena podría estar hablando horas y días, y tampoco se trata de eso, había que ceñirse a un tiempo recomendable, de modo que decidí trazar simplemente unas pinceladas de lo que fue la Requena de mi infancia a través de los lugares en los que viví, así como la forma en que transcurría el año, porque las fechas significativas del calendario requenense han pervivido en mi como un reloj natural que sigue vigente.

Como les avancé en el Trullo, nací en Requena el 25 de febrero de 1951. Mis padres, Gregorio Martínez Ramos y Carmen Hernández Ibáñez, regentaban en aquellos momentos el llamado café-bar Martínez en la calle Olivas. Mis abuelos maternos, Paco Hernández y Emilia Ibáñez, tenían un molino en la actual calle Constitución y mi abuelo paterno Gregorio Martínez tenía un negocio de vinos en la calle Anselmo Fernández. Mi hermano Luis también es uno de los requenenses que emigró, pero muchos de mis primos siguen residiendo aquí.

Mi primera infancia se desarrolló en lugares que fueron auténticos paraísos como la fuente Bernate, la Glorieta y el Estanque, pero también en “mi casa y en mi calle”, esa calle donde hice las primeras amigas cuyo recuerdo pervive como un cálido rescoldo en mi corazón.

La casa familiar era un centenario caserón en la que mis abuelos habían instalado un molino en la planta baja, y en la parte de atrás, en lo que debió ser un señorial jardín, estaba el corral con todo tipo de animales domésticos: patos, conejos, pollos, gallinas, cerdos, un mulo, un basurero y una hermosa y dulce higuera. El corral fue como un pequeño parque temático particular donde aprendimos, mucho antes de ir a la escuela, lo que hoy llamamos medio ambiente.

El corral, el molino, el terrado…dudo que en cualquiera de los modernos parques temáticos de atracciones se ofrezca un panorama de diversiones mejor que el que nosotros, los niños de mi familia, vivimos en aquella casa.

El paraje de la fuente Bernate, pese a… cierta barbarie y abandono, sigue siendo un lugar encantado y encantador. Cuando llegaba a la fuente Bernate lo primero que hacía era acercarme a beber de uno de los enormes chorros de agua fresca. Luego me acercaba al Regajo ¡Esa miniatura de río! ¡Ese pequeño-gran río que fue el escenario natural de infinidad de aventuras! Era un riachuelo de aguas cristalinas, tan transparente que veíamos los renacuajos nadar...
Por la memoria me baila el recuerdo de los primeros años andar cerquita de la fuente. Aquel banco corrido, pegado al muro de piedra, servía para hacer casitas con las muñecas, la explanada para saltar a la comba...pero no tardé mucho en alejarme del epicentro. Primero fueron hacia aquellos cañaverales, intensamente verdes, que coronaban la fuente. Luego el objetivo fue llegar hasta el nacimiento del Regajo, en Reinas

Desde el puente que cruza el Regajo en la misma fuente, hasta su nacimiento, el riachuelo transcurría por un encajonado valle más o menos transitable por una senda que seguía el lecho del río. Poco después de rebasar la fuente Baldomeros el río se encajonaba y los escalonados y mullidos ribazos se convertían en peladas laderas de elevada verticalidad, y para nosotros el paraje iba adquiriendo aspectos más peligrosos... Pero cuando llegábamos a las rocas que formaban el nacimiento del Regajo en Reinas, aquel hermoso espectáculo de ver salir las aguas por diferentes recovecos, a modo de cascadas, nos hacía más felices que el más famoso de los exploradores descubriendo la más grande de las cataratas africanas.

¡Qué ratos más felices los vividos en aquella fuente!

¿Y los de la Glorieta?

Entre mis primeros recuerdos están los de unas noches veraniegas de verbena. En aquellas fechas mis padres tenían la concesión del bar de la Glorieta. La barra estaba ubicada en un habitáculo al interior de la gran arcada. Era un sitio muy pequeño pero allí había barriles de cerveza, todavía de madera y cubas con papas fritas, que olían y sabían como algo muy especial. Las mesas y sillas se colocaban fuera. Farolillos de colores, guirnaldas de bombillas circundaban el recinto, y en la tómbola la orquesta tocando pasodobles, boleros, lo que estuviese de moda y fuese bailable.

Pero, sobre todo, la glorieta era nuestro lugar de juego, las niñas jugábamos a la comba, al escondite, a la marica, al corro... Los niños al “gua” y al “chavo”, y a tirarnos lidones con una caña, pero las chicas también participábamos en el “gua” y nos encantaba coleccionar canicas de colores.

La Glorieta me sonríe como una gran dama que me cuenta su historia ¡Cuántos recuerdos como los míos! ¡Cuánta dosis de felicidad infantil alberga!

Un día, di mis primeros pasos escolares en un soleado y flamante edificio que entonces se llamaba “las escuelas nuevas”, el grupo escolar Alfonso X el Sabio. Allí estuve hasta los 9 años. Recuerdo con gran cariño a mis maestras, doña Ángeles Villafría, doña Milagros Moltó y doña Emilia Pastor, el aprendizaje paulatino del lenguaje en aquellas cartillas donde decía la “m” con la “a” dice “ma” y luego añadía “mi mama me ama”. Recuerdo nuestros uniformes blancos, el mes de María, los recreos en aquel gran patio de terrizo y los vasos de leche en polvo y el queso de bola amarillo.

En aquellos años mi padre me llevaba con él a un lugar, en un rincón de la Glorieta, la Biblioteca municipal, donde comenzó mi apasionante aventura de leer. Y mientras él se sentaba en un mesa con otras personas mayores, a mi me colocaba en las que estaban llenas de tebeos.

Los primeros años creo que sólo me sentaba en las mesas del fondo, las de los tebeos y revistas infantiles, pero estaba tan bien surtida que no recuerdo haberme aburrido jamás. Ante mis ojos desfilaron las protagonistas de los “cuentos de hadas”, el divertido Pumby, Mortadelo y Filemón, el inigualable TBO, las publicaciones específicas para chicas como Florita, y todos los héroes masculinos posibles como el Capitán Trueno, el Jabato, el Guerrero del Antifaz, con sus excepcionales y nada convencionales mujeres como Sigrid, reina de Thule.

En la biblioteca había excelentes series de tebeos como las de Vidas ejemplares, Vidas ilustres y Joyas literarias. Una serie que adaptó en viñetas títulos de obras clásicas de la literatura infantil y juvenil. Sinceramente, creo que contribuyó de manera notable a hacer de nuestra generación una generación amante de los libros, pues de aquellas lecturas en viñetas no fue difícil pasar a la versión escrita. Todo estaba en la Biblioteca, a nuestro alcance.

Y, allí, en la Biblioteca pública, poco a poco fui pasando de las mesas de los niños a las de los adultos. En estas estaban los diarios de la época el ABC, Las Provincias, el Ya, pero también revistas como Life, Fotogramas, Blanco y Negro, que contribuirían a introducirnos en lo que sucedía más allá de nuestro pueblo. Política, moda, películas… todo entraba en aquella sala, casi tan mágica como las del cine.

Y si en la biblioteca comenzó la apasionante aventura de leer, en Requena contábamos con otro centro donde se iniciaría mi pasión por el estudio y el conocimiento: el Instituto Nacional de Enseñanza Media. En Requena tuvimos la suerte de tener un Instituto desde 1928, ello hizo que fuésemos un pueblo culto, con un elevada media de alumnos bachilleres, pero como decía mi primo Pepe Cano, que amaba profundamente este pueblo y en especial a su Fiesta de la Vendimia, también hizo de él un pueblo de emigrantes, pues la Requena de aquellos tiempos no estaba preparada para asimilar tanto chico y chica con el bachiller a cuestas. Y tuvimos que irnos a buscar trabajo donde lo hubiese.

Una tarde de septiembre de 1961, con mis 10 añitos cumplidos, cruzaba yo el umbral del Instituto, un vetusto edificio junto a la iglesia del Carmen y del que no tenía ni idea de lo que era ni para lo que servía, solo que, a partir de entonces, en vez de ir a la escuela iba a ir allí, tras superar un examen que se llamaba “Ingreso”.

Tampoco recuerdo que ir al Instituto me costase ningún trauma. Ya de mayor he oído tantas tonterías sobre la educación que me pregunto si es que los niños de entonces éramos algo así como extraterrestres. Efectivamente yo venía de una escuela pública primaria en la que había tenido la misma maestra durante dos años y habíamos utilizado la Enciclopedia Álvarez, de primer y segundo grado, y me habían tratado muy familiarmente y, de golpe, pasé a tener un montón de asignaturas a la semana con diversos profesores, que nos trataban de usted, pero no recuerdo que nadie se traumatizase por ello.

La verdad es que, sobre todo en los cuatro años del bachiller elemental, mi tiempo de estudio transcurrió en paralelo a las tardes de cine, a las lecturas en la Biblioteca, a las excursiones al campo y a mi propio mundo de sueños. Ir al Instituto era tan divertido como lo demás, simplemente me gustaba ir. Otra cosa es el nivel de atención que prestaba a las clases o mi rendimiento escolar. Sinceramente, en los primeros cursos fueron más bien regular, pero los aprobé. Tampoco debía ser un caso aislado, pues éramos un buen grupo los alumnos que por las tardes, al salir del Instituto, íbamos a “clases de repaso”.

¡Ay, aquellas clases de repaso! ¡Pero qué bien lo pasábamos! Recuerdo a muchos de los profesores “de repaso” que nos ayudaron. Al entrañable don Sebastián Reverte, don Luis García, don José García, don Paco Masiá o don Vicente Cuevas

En cuanto a la enseñanza académica no puedo recordar todo el plan de estudios, ni a todo el profesorado. Solo voy a citar a la gran profesora de Geografía, Historia y Arte a la que le debo mi vocación de aprendiz de historiadora, a la excepcional, doña Mª Ángeles Sanjuán Fernández de Castro, catedrática de Geografía e Historia.

Superamos la primera de las famosas reválidas, la de cuarto, pero aquello también fue como el fin de un gran capítulo de nuestra vida, el punto final para muchos chicos y chicas que abandonaron los estudios académicos, unos se incorporarían a la formación profesional, otros, simplemente, comenzaban a trabajar.

Tras superar la reválida elemental pasábamos al bachiller superior, los años siguientes, los cursos 1965-66 y 1966-67 y 1967-68 fueron impresionantes: estudio, estudio y estudio, y cine ¡esto era innegociable!

El inicio del bachiller superior, en septiembre de 1965, coincidió con la inauguración del nuevo edificio del Instituto Nacional de Enseñanza Media, construido “en el fin del mundo”, allá en el otro extremo del pueblo, junto a la piscina. Un precioso y blanco edificio con soleadas aulas, un amplio salón de actos y un hall impresionante, con laboratorios para las asignaturas de ciencias, biblioteca, etc. ¡Precioso, deslumbrante! Amé y amo mi precioso INEM.

Ahora, me gustaría hacerles una pregunta ¿Quién de mi generación no se acuerda de las tardes de cine?

En aquellos años yo no podía concebir el mundo sin cine. En la Requena de los cincuenta existían dos salas de cines: el Cinema y el Principal, pero también había otras instituciones donde podíamos ver cine. Recuerdo especialmente el convento del Corazón de María y en las Escuelas Nuevas, donde muchos vimos por primera vez Marcelino Pan y Vino. En 1964 se añadió otro cine, el Avenida.

El sábado por la tarde asistíamos al estreno correspondiente en el Cinema y el domingo lo hacíamos en el Principal. El ritual de las tardes de cine se iniciaba posiblemente un rato después de comer, nos “arreglábamos” y salíamos a pasear hasta la hora de ir al cine.

Y la tan anhelada hora llegaba. Una vez entrábamos en el cine, buscábamos nuestras butacas y luego deambulábamos un poco saludando a los amigos... hasta que... ring, ring, el primero aviso que la sesión iba a comenzar, entonces nos apresurábamos a volver a nuestro sitio a esperar el “No-Do” y los tráileres.

Finalizado el último de los tráileres venía el descanso en un selecto “ambigú”, según rezaba la publicidad. En este descanso salíamos disparados al bar del cine, incluso fuera del cine, a comprar gaseosas, pasteles... chucherías en general.

Otro ring, ring, que en el Cinema iba acompañado de luces de colores intermitentes, nos avisaba del comienzo de la película. Volvíamos a nuestros asientos y entonces se abría como un espacio mágico, se descorrían el telón y sobre la blanca pantalla se proyectaban imágenes que nos transportaban a otros tiempos y lugares, a vivir unas aventuras apasionadas y apasionantes. Cuando el “The End” aparecía en pantalla, creo que nadie tenía ganas de levantarse de la butaca, iniciábamos nuestra salida bastante lentamente.

La familia, la escuela, el instituto, la fuente Bernate, la Glorieta, la biblioteca, el cine, fueron lugares míticos de la infancia de mi generación, todo ello forma parte de nuestras señas de identidad.

Pero hay algo que sigue perviviendo en mí, tal vez por el contraste con mi vida adulta, y es el calendario, la manera como discurría el año, entonces en interminables lapsos de tiempo.

El curso escolar comenzaba en septiembre, en consecuencia nuestro calendario también. De todos modos, al día siguiente de la quema del “Monumento”, Requena aparecía siempre, como tocada con un sutil velo que anunciaba el fin del verano y el inicio de un dorado otoño con sabor a mosto. Los pequeños a la escuela y los jóvenes y mayores a preparar la vendimia.

En aquellas décadas la vendimia no empezaba antes del Pilar, el 12 de octubre. Todavía recuerdo el olor que iba impregnando al pueblo, consecuencia de los carros repletos de uva que procedentes de las viñas iban camino de la cooperativa.

Cierto que cada 1 de noviembre evoco aquel día de Todos los Santos como el del comienzo del frío en Requena, cuando llegaba el tiempo de sacar los chaquetones y ponernos calcetines para bajar al cementerio. Aquellos días, el diseño romántico del cementerio adquiría ribetes de gran belleza, dados los esplendorosos centros de bellos crisantemos con los que madres y abuelas testimoniaban el amoroso recuerdo a los antepasados.

No es menos cierto que cada 6 de diciembre, con san Nicolás, fecha que nunca he olvidado, rememoro aquella feliz fiesta del patrón de Requena. A ese día, seguía la celebración de la Inmaculada y ya, a continuación, a preparar el belén porque llegaba la dulce Navidad.

Y con ella mi padre venía a casa de vacaciones, mi abuela me llevaba con ella al horno a preparar los dulces navideños, en los cines se celebraban matinales, los Reyes Magos eran esperados, el pueblo olía a dulce... Al llegar diciembre todo comenzaba a volverse dulce y los niños vivíamos una expectación creciente.

Una de las actividades que más me hacía disfrutar era acompañar a mi abuela Emilia al horno de Benito a hacer las pastas. Lo que realmente me gustaba era comer masa cruda con sabor a anís, aunque mi querida abuela me diese algún que otro pescozón. El día de antes habíamos contemplado –y metido la cuchara de vez en cuando– la elaboración de la exquisita mezcla que servía de relleno a las empanadillas, el dulce de boniato. El de verdad, el que se hacía a fuego lento, el de la estufa de leña que iba transformando el boniato, el azúcar y la canela en una masa compacta y sabrosísima a lo largo de toda una tarde. El aroma que se extendía por la casa era de ensueño.

Montar el belén era todo un ritual. Las figuritas eran todas de barro, más tarde llegarían las de plástico. Habitualmente las comprábamos en casa de Pepe Corell, en la calle del Peso. Las casitas las hacíamos a mano, con corcho y cáscaras de huevo a modo de tejado. Para las montañas siempre estaban las cepas que se adaptaban bien. No faltaba el precioso y brillante musgo que era abundante por la fuente Bernate y la fuente de las Pilas, de las cuales regresábamos ateridos, rozando la congelación pero rebosantes de musgo para alfombrar el belén.

El día de Nochebuena por la mañana la calle Olivas, la calle las Monjas, las calles del Peso y el Portalejo eran un trasiego de mujeres con sus cestos y de niños correteando. Por la noche a Misa del Gallo ¡Qué frío hacía! Pero allí estábamos. El día de Navidad mis abuelos nos daban el aguinaldo.

La noche de Reyes, en el balcón de casa, poníamos una cesta con paja para los camellos. No me acuerdo qué les pedíamos a los Reyes, pero sí sé que rara vez traían lo que les pedíamos. Eran tiempos austeros, las muñecas, un lujo, y las bicicletas, un imposible. Sobre todo traían cosas prácticas, estuches de lápices, carteras para el colegio, cuentos, caramelos....

Tras el día de Reyes el periodo de tiempo hasta las próximas vacaciones se nos hacía larguísimo. Menos mal que alguna fiestecilla local nos venía a alegrar el duro invierno requenense…

En Enero teníamos dos buenos santos parar celebrar san Antón en la Villa y San Sebastián en las Peñas, hogueras, patatas asadas, “parás”… ¡que encanto de días!

Y a comienzos de febrero la romería a San Blas.

El 3 de febrero permanece en mi memoria como un día grande. ¡Qué día de san Blas en pleno invierno! ¡Ay, Señor, que día más maravilloso! La gente bajaba hasta la ermita y algunos completaban su peregrinación ofreciendo sus exvotos al santo ¡Todavía percibo el olor de la cera! Delante de la ermita se montaban puestos en los que se vendía turrón, dulces y todo lo que en aquellos tiempos constituía una compra extra por ser un día de fiesta. Mucha gente traía su comida para pasar el día, por la tarde acudían muchas más personas y aquel paraje parecía una alegre feria.

Poco después llegaba San José y el comienzo de la primavera, pero sobre todo, la Semana Santa con las vacaciones escolares, y… ¿cómo no? la Pascua.

De la Semana Santa, lo que en mi infancia me generaba más expectación eran las procesiones. Y muy especialmente, me fascinaban los trajes de los capuchinos Aquellas glamurosas capas de raso me encantaban y eran objeto de deseo, máxime en aquellos tiempo de “cine de romanos”, pero entonces las mujeres no podíamos salir de capuchinas.

Muchos, grandes, hermosos, espectaculares pasos he podido contemplar en las singulares semana santas de Córdoba y Sevilla, realmente impresionantes, les sugiero que, al menos una vez en su vida, vayan a verlas, pero yo nunca dejé de recordar aquella semana santa requenense, tan sencillita, tan austera pero con una connotación de días felices que nunca más volví a vivir.

El martes salía La Oración del Huerto, el miércoles Santo, lo hacía la Procesión del Silencio. El Jueves Santo salían más pasos: la Flagelación, el Cristo de la Vera Cruz, y la Virgen de los Dolores. El Viernes Santo salía también un Ecce Homo, y el Descendimiento, que era un enorme paso, tal como me parecía entonces, el único que procesionaba sobre ruedas, y que había que ver la que montaban para bajarlo por la cuesta del Castillo. Finalizaba la procesión del Santo Entierro. Todos los pasos me parecían hermosos, me gustaba verlos una y otra vez. En cuanto terminaba de pasar la procesión por un sitio ya estábamos corriendo para verla en otro.

El Viernes Santo era un día completito. Además de la procesión de la tarde, había dos procesiones especiales y la visita a los “monumentos”. En la madrugada tenía lugar la procesión de Los Pasos, que salía muy temprano, a las 6 de la mañana, sobre todo recuerdo “oírla” y asomarme al balcón a verla pasar por las Cuatro Esquinas. Era una procesión realmente singular...

Ahora bien, he de reconocer, más de medio siglo después, que la que dejó una huella indeleble en mi fue la procesión de la Soledad. Solo mujeres, abuelas, hijas, nietas acompañando a Nuestra Señora la Virgen de los Dolores por las silenciosas calles de Requena. Desde bien pequeña salía en ella, acompañando a mi madre. Tal vez como cientos de niñas en este pueblo. El trayecto de la Villa resultaba impresionante porque en aquellas estrechas calles, escasamente iluminadas, destacaba la interminable guirnalda de luz que formaban las velas que portaban las mujeres y el silencio sepulcral, que envolvía aquellas viejas casas, solo era interrumpido por el rezo del rosario... ¿Quién no recuerda aquella hilera de mujeres y niñas? Cada cierto tiempo había relevo de las mujeres que portaban a la Virgen, todas quería tener su momento de amor llevando sobre su hombros a la Madre Dolorosa. La llegada al templo del Carmen, a dejar a la Virgen en su casa, era apoteósica. Aquella Salve Regina en latín cantada por todas aquellas mujeres, con auténtica devoción, era tan intensamente viva que pervive en mi memoria como uno de los momentos más impactantes de mi vida.

Tras la procesión de la Soledad se acaban las procesiones. Pero... quedaban los tres días de pascua ¡Qué días! ,

El Sábado de Gloria los hornos emanaban un exquisito olor, Requena olía a “mona de Pascua”.

He de confesarles algo y es que el Sábado de Gloria tenía para mí una connotación especial... La pascua anunciaba el comienzo de la primavera, y el Sábado de Gloria el escaparate de la tienda de Marcelino Roda, en la calle Poeta Herrero, parecía un prado lleno de muchas mariposas de brillantes colores, eran las zapatillas de mona, las que se compraban para ir a celebrar la pascua al campo ¡Qué delicia de zapatillas! A mi prima Lolín Cano y a mí nos las compraba nuestro abuelo Gregorio ¡Ah, aquellas alpargatas! Ni el más delicado tafilete, ni el más original diseño de hoy pueden generarme la ilusión de aquellas zapatillas. Siempre las eché de menos.

Muchos y deliciosos eran los parajes elegidos, podemos citar los Pinos de Florillo, el Nacimiento, la Casilla San José, San Blas, Fuencaliente...Pasábamos el día saltando a la comba, tirando de la cuerda, cantando las típica canciones de la tarara, pasar el día...

La estancia en el campo comiendo la mona era algo que nos hacía felices a niños, jóvenes y mayores, era como si nos garantizaban una felicidad impagable, el simple hecho de pisar la tierra, de respirar el aire, de beber el agua, de estar allí con amigos o con familia, de dejar deslizarse el tiempo con juegos, paseos, conversaciones, risas, cantos, nos hacía felices.

Y de la Pascua al verano…escasos dos meses, que entre el fin de curso, las comuniones y alguna otra cosa nos situaban al comienzo del delicioso verano requenense, del que solo voy a abordar dos temas, dos nombres claves, el Estanque y la Fiesta de la Vendimia

Otro de los parajes de recreo y aventura que adquiere categoría de mito es el Estanque. De todos los lugares a los que íbamos en busca del agua del baño en aquellos veranos los “días de Estanque” están grabados, en la memoria colectiva de nuestra generación, como algo inolvidable.

El camino de ida se nos hacía, en muchas ocasiones, pesado por la cuesta arriba y el calor, pero ¡ay cuando ya veíamos la última cuesta, justo la más empinada, pero la que nos situaba junto al Estanque! ¡El cansancio desaparecía! Coronar la pendiente de la última de las cuestas era siempre un regalo porque llegábamos junto a aquella enorme circunferencia de ochenta y cinco metros de diámetro llena de agua, su color intensamente azul resaltaba como una gran turquesa en medio de aquellas tierras de rojas arcillas, rodeadas de verdes viñedos. ¡Era fascinante! Tanto que ni el penoso espectáculo actual consigue borrar la belleza de su recuerdo, ni el gozo de los días de verano allí vividos.

No era su entorno precisamente un vergel, pero había suficientes árboles para cobijar a quien desease un poco de sombra. En su lado norte había una explanada con cierto arbolado a la que se dirigían las familias para aposentarse en las mesas y bancos de madera que había por allí esparcidos. No puedo dejar de recordar aquella minúscula edificación, en realidad una “caseta”, que hacía de bar donde servían unos caracoles que han quedado en la memoria colectiva de aquellas generaciones. Los caracoles de Amada Herrero, “la Monaras”.

El baño en el Estanque estaba reservado a los jóvenes y adultos, sobre todo a los que sabían nadar. Los pequeños nos metíamos en la acequia. Recuerdo la envidia que me suscitada quienes tenían unos enormes “rulanchos” negros, que eran los neumáticos de las ruedas de los camiones, para meterse en el estanque. No todo el mundo disponía de aquello. También nos metíamos en la “rampa”. Allí podíamos “jugar” con más o menos agua. Y así, entre chapuzones, chapoteos, entradas y salidas del agua, cada uno según su edad y posibilidad, pasábamos la mañana.

La hora de la siesta era algo más calmada, las familias recogían la comida de las mesas y extendían mantas o lonas para tumbarse y descansar, era el tiempo de los chistes, las bromas, tal vez dormían algo, pero recuerdo a unas familias alegres y divertidas. Las tres horas de digestión eran sagradas, a ningún pequeño se le dejaba bañarse si no había pasado ese tiempo, con lo cual nos pasábamos el tiempo diciendo “papa qué hora es” o “mamá cuánto falta”. La respuesta siempre era la misma: “Anda a jugar, cansina, que aún falta”.

Una forma de pasar el tiempo consistía en hacer pequeñas excursiones por los alrededores. Unas veces íbamos hacia Rozaleme. Otras veces salíamos hacia la fuente de las Pepas. Así hasta que podíamos volver a bañarnos.

Y al finalizar el verano nos esperaba… nuestra Fiesta de la Vendimia

La Fiesta de la Vendimia y yo nos llevamos tres años de diferencia, ella tiene 69 años y yo 65. Mientras viví en Requena mi vida estuvo estrechamente ligada a la Fiesta. En mi generación y posteriores la Fiesta ocupa un lugar que, posiblemente, no ocupó en la de nuestros padres. Me llamó la atención cuando anduve preguntando sobre ello. La Fiesta nace casi con nosotros, pero para la generación anterior la Fiesta llega cuando ellos ya eran adultos, casados, con niños. La vivencia de la Fiesta es diferente.

Yo recuerdo la Fiesta como algo que ya estaba allí, que la esperábamos como algo importante, como un hito en el calendario anual. Sé que me vistieron de vendimiadora con unos 18 meses y mi hermano me paseó por la Avenida, pero sinceramente, no lo recuerdo, lo sé por las fotos. Lugar de honor ocupa en mis recuerdos el día de los disfraces de los niños, porque mi madre, como la mayoría de las madres jóvenes de Requena, me disfrazaba todos los años de algo.

Mi fiesta fue la de de 1958 como reina infantil de la Comisión de Arrabal. Recuerdo muchos momentos emocionantes, la fiesta para los niños de la comisión de Arrabal, los pasacalles, la ofrenda de flores a la Virgen de los Dolores, la cabalgata…Creo que disfruté como toda niña que se siente “la reina de la fiesta”.

Con los años la Fiesta era algo a disfrutar con las amigas y con los compañeros del Instituto ¿Cómo olvidar tantas tardes de verano pasadas pegando con gachas los recortados papelines de colores para forrar la carroza? ¡Tantas risas, tantos planes!

¿Y el recorrer de las calles engalanadas? No sé cuando se perdió la costumbre de engalanar las calles por los vecinos. ¡Cuanto ingenio, cuanto arte, cuanto amor, cuanta alegría derrocharon los vecinos de tantas calles! Las Peñas, la Villa, los callejones del Arrabal, Cantarrranas… Se merecen todo un homenaje.

Para finalizar, si bien yo no participe en la Fiesta de mayor, si sé, porque mi madre era modista y muchas de las chicas del taller salieron en la Fiesta, del entusiasmo, de los sueños, del esfuerzo y amor con el que entonces las chicas se bordaban su refajo, se preparaban su ajuar de “chicas de la Fiesta” y con qué orgullo sus madres lo exponían en su casas los días previos a la fiesta. Y con qué curiosidad abríamos el Trullo, yo por lo menos, cuando ya lejos de ella, volvía a la Requena que me había visto nacer.

Y en la Fiesta les dejo, amigos míos disfrutemos de nuestra querida Fiesta en nuestra deliciosa Requena.

Muchas gracias.

Requena, 31 de Agosto de 2016

Acto de homenaje como Requenense Ausente