sábado, 14 de noviembre de 2015

El Instituto Nacional de Enseñanza Media. Mi querido profesor...




 INEM, R. Bernabéu. Hª de Requena
Una tarde de septiembre de 1961, con mis 10 añitos cumplidos, cruzaba yo el umbral del Instituto, un vetusto edificio junto a la iglesia del Carmen y del que no tenía ni idea de lo que era ni para lo que servía, solo que en vez de ir a la escuela iba a ir allí.

Unos meses antes, alguien me dijo: “Cuando termines la clase con doña Emilia baja a la de don Rafael”. Había que prepararse para una cosa que se llamaba “Ingreso” en la que me iban a pedir saber dividir por no sé cuantas cifras y escribir correctamente, sin faltas de ortografía. Andaba yo por la enseñanza primaria elemental y mi madre, que tenía claro que yo tenía que seguir estudiando, me mandaba a que me preparasen para ese ingreso. Efectivamente, estábamos en la escuela Alfonso X el Sabio, las chicas arriba y los chicos abajo, y cuando terminó mi horario bajé a la clase de don Rafael Bernabéu, que era de chicos, allí me puso una división que tenía demasiados números para mí. No recuerdo qué tiempo estuve con don Rafael, pero supongo que aquellas divisiones de tantos números dejaron de ser problemas, porque aunque no recuerdo ni cuándo ni cómo me examiné, sí que aprobé el “Ingreso” y comencé a ir al Instituto.

Portada del INEM, R. Bernabéu. Hª de Requena
No recuerdo que ir al Instituto me costase ningún trauma. Ya de mayor he oído tantas tonterías sobre la educación que me pregunto si es que los niños de entonces éramos algo así como extraterrestres. Efectivamente yo venía de una escuela pública de primaria –de la que ya hablaré– en la que había tenido la misma maestra durante dos años y habíamos utilizado la Enciclopedia Álvarez, de primer y segundo grado, y me habían tratado muy familiarmente y, de golpe, pasé a tener un montón de asignaturas a la semana con diversos profesores, cada día podíamos tener cuatro diferentes y nos trataban de usted, pero no recuerdo que nadie se traumatizase por ello. Es más, las fotos de aquella época me siguen hablando de niños alegres y divertidos. A fin de cuentas, al principio, solo se trataba de ir a una clase diferente a la de la escuela.

En el Instituto viejo, con don Cándido
La verdad es que, sobre todo en los cuatro años del bachiller elemental, mi tiempo de estudio transcurrió en paralelo a las “tardes de cine”, a las lecturas en la Biblioteca, a las excursiones al campo y a mi propio mundo de sueños. Ir al Instituto era tan divertido como lo demás, simplemente me gustaba ir. Otra cosa es el nivel de atención que prestaba a las clases o mi rendimiento escolar. Sinceramente, los primeros cursos fueron más bien regular, pero los aprobé. No obstante, tengo dos recuerdos que entran en la categoría de “lo terrorífico”: el momento de entregarle a mi madre el boletín trimestral de notas y la salida del cine el domingo por la tarde, cuando, tras el the end correspondiente, me acordaba de las tareas que tenía pendientes. No era siempre, pero sí con frecuencia, sobre todo de asignaturas que no me gustaban. Las que me encantaban no había problema. Tampoco debía ser un caso aislado, pues éramos un buen grupo los alumnos que por las tardes, al salir del Instituto, íbamos a “clases de repaso”.

¡Ay, aquellas clases de repaso! ¡Pero qué bien lo pasábamos! Recuerdo a muchos de los profesores “de repaso” que tuve, admito que nos ayudaron. No puedo precisar si es que era un zoquete o simplemente me distraía en algunas clases, sobre todo en las de matemáticas, lo cierto es que casi todo el bachiller elemental asistí a esas clases. Unas veces eran maestros profesionales que por la tarde nos instruían, recuerdo al entrañable don Sebastián Reverte, allí en una escuela, frente al comienzo de la cuesta de las Carnicerías, y sus famosos “chavos”, una retahíla de operaciones matemáticas que, sinceramente, pienso que me facilitaron agilidad mental en el cálculo matemático. En segundo y tercero no recuerdo con quien íbamos, pero me parece que era en un local cerca del Cinema. En cuarto fuimos con Luis García, pienso que fue un buen apoyo para preparar la reválida. Otros no eran maestros, pero debían haber estudiado alguna carrera de ciencias porque eran buenos, como don Paco Masiá o don Vicente Cuevas. Pero esas clases de repaso, además de la clase en sí, era el momento en el cual muchos compañeros nos juntábamos, hablábamos, jugábamos...


Mª Ángeles Sanjuan y Marceliano Pérez
En cuanto a la enseñanza académica no puedo recordar todo el plan de estudios, ni a todo el profesorado, sólo a algunos. En primer curso tuvimos geografía española y me parece que la profesora se llamaba doña Avelina, una señora ya mayor. Supongo que tendríamos lengua española con don Cándido Pérez Gasión, el buenazo de don Cándido que si mal no recuerdo era jefe de estudios o nuestro delegado. ¡Cuanto nos reñiría! Sobre todo a los chicos, las niñas éramos menos problemáticas. Su mujer, doña Anita, impartía matemáticas. En segundo curso tuvimos una profesora excepcional, doña Mª Ángeles Sanjuán Fernández de Castro, catedrática de Geografía e Historia. ¡¡Exquisita!!, de trato afable y clases magistrales. De ella me vino mi vocación por la Historia. En aquel segundo curso impartió la asignatura de geografía universal. La tuvimos de profesora, además, en historia universal de 4º curso, en historia del arte de 6º y en historia contemporánea de España en preuniversitario. ¡La adoraba!


Mis compañeros en el bachiller elemental
En tercer curso tuvimos dos profesores muy buenos, doña Monserrat Catalá Aral, catedrática de Ciencias Naturales, con ella no solo tuvimos que salir a buscar hojas por los campos y jardines para aprender botánica, sino que traía merluzas, mejillones, ojos de buey, riñones de cerdo, etc., para aprender zoología y esa cosas, además de la colección de minerales del propio Instituto. Muchos sábados nos llevaba de excursión para conocer los terrenos in situ, en una ocasión llegamos a la fuente de la Peseta. En este tercer curso llegó alguien que contribuiría a escorar mi vocación hacia la historia, don Juan Giner Giner, catedrático de Latín, procedente de Alicante, alto, guapo y simpático como un actor de cine, que no solo nos enseñó a declinar, a conjugar los verbos y a memorizar las preposiciones, sino que nos hablaría de la historia y la literatura de Grecia y Roma. ¡Fabuloso! ¡Aquel rapto de las sabinas! ¡Aquel Eneas llevando sobre sus espaldas a su padre Anquises tras la caída de Troya hasta el Latio! ¡Qué maravilla de profesor! Lo malo de aquel curso fue que entre los romanos y la películas de los Tres Mosqueteros –versión francesa de 1961– que estrenaron en el Cinema, yo me pasé el invierno espada en mano, intercambiando finta y contra finta con cuanto compañero compartía el entusiasmo mosquetero y, aunque iba a clase de repaso, lo cierto es que me quedaron pendientes las matemáticas. En verano estuve con mi padre de vacaciones en Pinoso, un pueblecito de la provincia de Alicante, donde él estaba trabajando y donde lo pasé estupendamente. Cuando volví, la fecha del examen de recuperación se aproximaba a pasos agigantados, menos mal que mi tía Trinidad Reales me cogió de su mano y comenzó a explicarme las matemáticas y, aun así, las tardes me las pasaba en la Biblioteca empapándome de Grecia y Roma en el viejo y sabio Espasa, que entonces era una fuente de información de primera.

En la cabalgata de la Fiesta, septiembre de 1964
En cuarto curso volvimos a gozar de la clases de historia con doña Mª Ángeles, también tuvimos literatura con don Ernesto Verez Docón y latín con no me acuerdo del nombre, aquel año aprendí muy poco latín. El francés supongo que lo estudiábamos en todos los cursos y de profesor estaba don Juan Grandía Castellá, no es que fuese el profesor más carismático del Instituto, era muy severo, pero lo fundamental de mi francés lo aprendí de él. En física y química tuvimos a don Fernando Piñango, bueno y simpático. Por entonces la religión era una asignatura fuerte y el profesor fue el sacerdote don Fernando Evangelio, tenía su buen genio, pero la historia sagrada me gustaba. Al finalizar el curso y habiendo aprobado todas las asignaturas venía la temible reválida elemental.

Sí, superamos la reválida de cuarto, pero aquello fue como el fin de un gran capítulo de nuestra vida. Aquel último curso del bachiller elemental supuso el punto final para muchos chicos y chicas que abandonaron los estudios académicos, unos se incorporarían a la formación profesional, otros, simplemente, comenzaban a trabajar. Aquel curso de 1964-1965 fuimos 67 alumnos, chicas, unas 14, en el curso siguiente no más de veinte.


En algún evento deportivo
Nuestra clase era mixta de chicos y chicas, no obstante había algunas asignaturas específicas para unos y otras. Se nos impartía formación del espíritu nacional y gimnasia a todos, pero con profesorado y contenido diferente. Además, a las niñas nos enseñaba labores y música. De las clases de los chicos no puedo hablar, no tengo ni idea de cómo eran, solo recuerdo que el profesor se llamaba don José Antonio Lluch. Doña Conchita Santaolalla era la directora del área específica de las niñas y tengo un gran recuerdo de su cariño y su bondad, pero tampoco recuerdo mucho el contenido de aquella asignatura, excepto que intentaban mantener un estereotipo de mujer que ya para aquellas fechas a nosotras nos “resbalaba”. Las labores corrían de mano de doña Patro, que vivía en la Glorieta, y la música, de doña Maruja Martínez, ambas encantadoras, y las seguí y sigo abrazando siempre que las veía. Sin embargo, he de reconocer que esas asignaturas no eran mi fuerte, las labores, tal vez por una inconsciente resistencia a lo tradicional de la mujer, y la música, pese a lo mucho que me gusta y que allí aprendí multitud de canciones tradicionales, lo cierto es que aquello del compás de compasillo y el solfeo era algo ininteligible, nunca lo entendía, la mayoría de mis compañeras venían del colegio de las monjas, donde habían aprendido a tocar el piano y sabían música, y yo de la escuela pública. Para las clases de gimnasia las chicas llevábamos unos pantalones bombachos la mar de decentitos, bueno, realmente espantosos. Tuvimos de profesora a Merche Fillol, entonces estaba en boga todo aquello de los coros y danzas y en clase de gimnasia se enseñaban bailes tradicionales. Mi estatura sobrepasaba la media de las niñas, con lo cual rompía el conjunto y me quedé fuera del grupo, y, mientras las demás aprendieron a bailar la jota requenense, yo me entretenía en el gimnasio “jugando a Tarzán”, subiendo y bajando la escalera de cuerda, como la de los barcos antiguos, o trepando por la cuerda y dejándome caer. También aprendimos alguna que otra tabla de gimnasia, todavía la recuerdo.

7 de marzo de 1965, día de Santo Tomás
Aquellos maravillosos años fueron mucho más que clases, profesores... pero imposible recoger en tan poco espacio tantas vivencias, tantas historias. Habría que hablar de nuestros “recreos”, eso sí, en diferentes espacios para chicos y para chicas. De los “estudios”, aquellas horas que dentro del horario lectivo nos dejaban para estudiar y en la que se solía formar algún que otro pitote. Estaban la fiestas: el 7 de marzo era Santo Tomás de Aquino, patrón de los estudiantes, fue siempre un día glorioso. Una semana antes los chicos, sobre todo, preparaban la decoración, una serie de dibujos y comentarios satíricos sobre el profesorado que nos entreteníamos en leer durante la mañana, no recuerdo si había algún acto académico oficial. Por la tarde, los de mi curso nos reuníamos a merendar en La Favorita y posteriormente al teatro a ver la función que habían preparado los de sexto. ¡Y qué decir de los días de Pascua! Y, cómo no, la Fiesta de la Vendimia, donde organizábamos nuestra carroza para la cabalgata. O de los viajes fin de curso.

Instituto nuevo, inaugurado 1965
Tras superar la reválida elemental los alumnos tenían que decantarse por el área de conocimiento de ciencias o el de letras. Calculo que masivamente pasamos al de ciencias. Me apasionaba la historia, pero mi base de lengua y de latín era muy floja, mientras que de matemáticas andaba mucho mejor, de modo que me matriculé en el bachiller de ciencias. Los dos años siguientes, los cursos 1965-66 y 1966-67 fueron impresionantes: estudio, estudio y estudio, y cine, eso era innegociable, algún que otro guateque y los viajes de fin de curso en 6º y en preuniversitario. En el bachiller superior las notas dejaron de ser un problema, sin dejar de leer, ni de soñar, ni de ir al cine, me convertí en una chica estudiosa, pero con reparos. Seguimos pasándolo bien, pero ya éramos jóvenes.

Hall del INEM
El inicio del bachiller superior, en septiembre de 1965, coincidió con la inauguración del nuevo edificio del INEM, construido “en el fin del mundo”, allá en el otro extremo del pueblo, junto a la piscina, en la actual plaza de Juan Grandía. Un precioso y blanco edificio con soleadas aulas, un amplio salón de actos y un hall impresionantes, con laboratorios para las asignaturas de ciencias, biblioteca, etc. También fue incorporándose un plantel de jóvenes profesores que si bien no permanecían muchos cursos, sí dejaron honda huella. En quinto vino una joven profesora de matemáticas, Leonor Meléndez, muy buena, aunque la matemática moderna no me entusiasmó demasiado, pero aprendí. En química teníamos a doña Paquita Andreu Tormo, otra gran profesora, pero la química fue mi pesadilla. Gran profesor fue Moltó, catedrático de francés, con métodos didácticos sobre lengua mucho más modernos. En sexto curso llegaron Miguel Bardisa, un gran matemático, con él descubrí la pasión por los problemas matemáticos, ecuaciones, integrales y derivadas eran como brillantes juegos de desafío, incógnitas que había que despejar. Tan apasionante como resultaría la traducción del griego en preuniversitario. La historia del arte con Mª Ángeles Sanjuán, toda una delicia, nos ponía diapositivas, algo con lo que no contaban todos los institutos. En literatura don Lucio, en filosofía un joven profesor, Carlos Mínguez, con unos deslumbrantes ojazos azules, pero de una severidad como jefe de estudios igualmente apabullante. En física, otro catedrático joven, Eduardo Nagore Senent. De inglés vino Mª José Coloma y en el francés de preu, Andrés Martínez Lois. La reválida superior la pasamos sin problemas.

En el viaje fin de bachiller a Andalucía, marzo 1967
En sexto curso nos tocó a nosotros celebrar la función de teatro que fue “Aprobado en inocencia” y hasta la llevamos a algunos pueblos. Y realizamos el viaje fin de bachiller a Andalucía, en el curso siguiente fuimos a Mallorca. Cada evento da para escribir muchas páginas, ahora valga solo el grato recuerdo nominal.


Con don Marceliano, Mª Ángeles y Mª José, 


Y yo dejé de estudiar. En mi casa, terminado el bachiller no se habían planteado qué podría haber después. Salió una plaza de secretaria en la Enológica y me dediqué a prepararla durante el verano, me senté delante de una máquina de escribir y comencé a aporrearla por mi cuenta, pero afortunadamente Adela Arroyo era mejor mecanógrafa que yo y se llevó la plaza. Me parece recordar que hasta comencé a prepararme para estudiar Comercio. Todo eso en el primer trimestre del curso 1967-1968. En enero me incorporé de nuevo al Instituto, a preuniversitario y, además, de letras. En el Preu de letras no había nada más que un chico y habían llegado dos nuevos y fabulosos profesores de letras: don Marceliano Pérez Fernández, un veterano catedrático de griego, y Mª José Pena Jimeno, una jovencísima licenciada en latín, pero ambos absolutamente geniales enseñando y se volcaron en mí, tanto en clase como fuera de ella.


Facultad Letras, calle Nave, Valencia
En septiembre de 1968 cruzaba yo el umbral de otro vetusto edificio en Valencia, la facultad de Letras en la calle de la Nave, e iniciaba primero de Filosofía y Letras. Habían pasado 7 años, desde que pisé el viejo Instituto, que dejaron una honda huella en mi vida, se habían asentado las bases del conocimiento académico y el esquema del mundo de valores sobre los que giraría mi vida social. Todo resumido en menos de media docena de folios, poca cosa para tantos buenos ratos, para lazos afectivos que, aunque entonces no lo sabíamos, se anudarían siguiendo las afinidades electivas y seguirían perviviendo soterradamente en lo más hondo de nuestro corazón y nuestra memoria.